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Estudiantes de una escuela de Pekín durante una clase impartida por la astronauta Wang Yaping desde la base Tiangong-1. (STR/AFP/Getty Images)

Pekín prepara misiones científicas que van desde llegar a la Luna hasta captar señales alienígenas. Mientras, Estados Unidos mira con recelo su ascenso en el escenario espacial, decisivo en los conflictos militares futuros.

En abril de 1970, pocos años después de que amainara el caos y el terror popular de la Revolución Cultural, China lanzó su primer satélite al espacio, el Dong Fang Hong I, desde la secreta base de Jiuquan en el desierto del Gobi. Era el quinto país en lograrlo, pero el que más sorprendió que lo consiguiera. Los precursores habían sido potencias desarrolladas como Estados Unidos, la URSS, Francia y Japón. La China maoísta de los 70, por el contrario, era un país del tercer mundo. Había soportado dos grandes catástrofes humanas y económicas: la Revolución Cultural, que todavía continuaba en purgas políticas, y la industrialización descabellada del Gran Salto Adelante. El hecho de que Pekín lanzara un satélite era algo excepcional. Era un enorme avance científico, pero  –recordemos– en la China ideologizada de Mao. Cuando el Dong Fang Hong I se asentó en las alturas espaciales, lo que hizo no fue demasiado original. Empezó a retransmitir la canción comunista El Este es Rojo (Dong Fang Hong, como el nombre del satélite). Esa era su gran misión. Pero el mensaje estaba claro. La ciencia, la propaganda y la geopolítica se daban la mano, como llevaba sucediendo durante toda la Guerra Fría.

La China actual, casi cincuenta años después, sigue sorprendiendo con sus proyectos espaciales –algunos de novela de ciencia ficción–, a la vez que convive con el recelo geoestratégico de EE UU y crea suspicacias en un mundo donde la militarización y una guerra en el espacio es cada vez más probable y peligrosa.

china espacio Guizhou
Contrucción del telescopio chino en la sureña provincia de Guizhou. (STR/AFP/Getty Images)

Las intenciones espaciales del gigante asiático son, ahora mismo, más diversas y ambiciosas que nunca. Pekín tiene planes que abarcan desde la Luna hasta más allá del sistema solar. Después de conseguir aterrizar un róver –pequeño vehículo para explorar superficies– en la Luna en 2013, China tiene preparado para el año actual desplegar un aparato similar en el lado oscuro de la Luna. Es decir, en la parte del satélite que nunca puede verse desde la Tierra debido a su movimiento de órbita y de eje de rotación. Ninguna otra nación lo ha intentado antes. Los objetivos son, entre otros, estudiar la geología de esa parte del satélite y conseguir una perspectiva del espacio desde una posición única. Pero como sucede en muchos de los proyectos de exploración espacial, la meta más codiciada es investigar cómo pueden vivir y trabajar robots y humanos fuera de la Tierra. Los planes para enviar astronautas chinos a la Luna se han situado en 2030, algo que pone al país en competencia con las nuevas aspiraciones astronómicas de la administración de Donald Trump.

Sin embargo, Pekín quiere ir mucho más allá. Para 2020, China quiere enviar naves y róvers de investigación a Marte, con el objetivo de rastrear su superficie en busca de vida. También tiene intención de explorar asteroides lejanos –se anunció que quería capturar uno y ponerlo en órbita alrededor de la Luna–, lo que podría ayudar a entender el origen de los planetas y la vida, ya que los asteroides también se formaron durante la creación del sistema solar. Además, llegar a ellos serviría para comprender mejor su movimiento, algo necesario para prevenir posibles choques de asteroides contra la Tierra que podrían ser devastadores.

Aunque el sistema solar tampoco es el límite para Pekín. China es el único país que está apostando por encontrar vida inteligente en el espacio. Ha construido un gigantesco telescopio, escondido entre los bosques de la sureña provincia de Guizhou, que tiene como una de sus misiones principales explorar el universo en busca de señales alienígenas.

En el terreno espacial actual, en competencia con otros Estados, China también está escalando posiciones. Los principales competidores de Pekín –más que EE UU, muy avanzado en comparación– son otros países asiáticos como India, Japón o Corea del Sur, o regiones como la Unión Europea. Los taikonautas, como se conoce a los astronautas chinos, todavía están lejos de los estadounidenses o los rusos. Si Yuri Gagarin viajó al espacio en abril de 1961 y el norteamericano Alan Shepard lo hizo casi un mes después, Yang Liwei, el primer taikonauta, no lo consiguió hasta 2003.

china espacio Tiangong 2
Lanzamiento de la base Tiangong 2 en septiembre de 2016. (-/AFP/Getty Images)

Pese a esta distancia tecnológica, hay recelo por parte de los estadounidenses. “La creciente capacidad espacial de China está creando, claramente, preocupación en EE UU”, afirma Zack Cooper, experto en seguridad internacional. En 2011, el Congreso estadounidense aprobó una ley prohibiendo la cooperación espacial entre Washington y Pekín. Eso ha impedido que la NASA colabore o comparta información con científicos chinos y ha vetado la presencia de taikonautas en la Estación Espacial Internacional (EEI), la base espacial más importante. La NASA puede bloquear la entrada de otros países en la estación, al ser una de las cinco agencias que dirigen la EEI, junto a la europea, la japonesa, la canadiense y la rusa. Frente a esta negativa, China no se ha quedado quieta. En 2011 lanzó su propia base espacial, la Tiangong-1, que en principio debía estar sólo dos años en funcionamiento, aunque en 2016 la Agencia Espacial China anunció que había perdido el control sobre ella. Esto hizo que vagara en el espacio hasta hace poco, cuando entró en la atmósfera y prácticamente se desintegró.

Hace dos años Pekín lanzó una nueva base también temporal, la Tiangong-2. Pero el objetivo es construir una base espacial permanente en 2019, al margen de la Estación Espacial Internacional. El veto de Estados Unidos, justificado por motivos de seguridad nacional –aunque la cooperación con los rusos en ningún momento se haya detenido– no va a conseguir que China se quede fuera. Pekín está colaborando con otros países, por ejemplo, Rusia o Luxemburgo, sin necesidad de contar con los estadounidenses.

Pero el espacio no es sólo un lugar de ciencia, también lo es de una posible guerra. Desde que EE UU y la Unión Soviética hicieron sus primeros despliegues espaciales, el temor a un conflicto fuera de la Tierra ha estado presente. La mutua amenaza nuclear evitó que sucediera, tanto dentro como fuera del planeta. Pero tras la caída la URSS, según un informe del Centro Estratégico de Estudios Internacionales, una “nueva era espacial” ha empezado. Un etapa más diversa –con 10 países capaces de lanzar sus propios satélites–, más desordenada –con individuos y empresas realizando sus propios proyectos espaciales, en competencia con los gobiernos– y más peligrosa por imprevisible, habiendo muchos más actores implicados que los grandes titanes que dominaron durante la Guerra Fría.

“La probabilidad de un conflicto tanto con Rusia como con China que incluya los sistemas espaciales está creciendo”, opina Cooper. Las alarmas ante un futuro choque fuera de la Tierra sonaron en 2007, cuando China probó un arma especializada para destruir uno de sus propios satélites. La metralla de la explosión todavía sigue rondando por el espacio y es peligrosa para otros de estos aparatos. Estados Unidos, el país con más satélites del mundo, sería el más afectado en ataques o explosiones de estos dispositivos. En realidad, Washington y Moscú desarrollaron armas antisatélites en los 60 y los 70, pero acordaron no hacer más pruebas de este tipo por seguridad. La destrucción de satélites en la actualidad sería mucho más desastrosa, tanto a nivel comercial y social como también militar. En las últimas guerras que ha librado EE UU, el uso de munición de precisión guiada por láser o satélite ha sido mayoritario.

El poder que ofrecen los satélites los pone como objetivos militares prioritarios. Más que producirse una guerra en el espacio, hoy en día ésta se extendería al espacio, donde saboteos realizados allí afectarían al desarrollo de operaciones en la Tierra. “Un conflicto que incluya el espacio es poco probable que se produzca al margen de uno en tierra. Los ejércitos modernos son muy dependientes de la tecnología espacial, por lo que habría grandes incentivos para escalar la guerra al espacio en caso de guerra”, asegura Cooper.

Los métodos antisatélites son variados. Desde los ataques físicos cinéticos –como hizo China en 2007– hasta los saboteos con láseres u ondas que no dejan señal, pasando por operaciones no físicas como el bloqueo de comunicaciones satelitales usando jammers que creen ruido o el control de los aparatos mediante ciberataques. También se experimenta con satélites disfrazados como benignos (los llamados space stalkers) que siguen de cerca a satélites claves del enemigo y, en caso de conflicto, atacan mediante armas cinéticas, explosivos o brazos robóticos. A la vez, China también está desarrollando vehículos hipersónicos con velocidades que harían muy difícil su detección por parte de satélites y radares enemigos.

Al final, tanto el despliegue de robots en Marte como el desarrollo de armas antisatélites producen un efecto común: una imagen geopolítica fuerte de Pekín. El espacio vuelve a ser un lugar donde se mezclan el desarrollo científico y la propaganda política. Es un nuevo terreno donde la hegemonía militar estadounidenses puede estar en duda. El Comité de Ciencia, Espacio y Tecnología de EE UU, por ejemplo, alertó sobre el creciente poder chino fuera de la Tierra, comparándolo con la calma tensa del Mar del Sur de China. Después de décadas sin llamar la atención, el espacio podría volver a abrir los noticiarios del planeta. Ya sea para bien o para mal.