California_1200x400
Manifestantes apoyan a los DACA en Los Ángeles, California. David McNew/Getty Images

La inmigración, el medio ambiente y las consecuencias de la guerra comercial son algunos de los puntos calientes en las tensas relaciones entre el presidente Trump y el estado de California.

Todos los días de Año Nuevo se celebra en Pasadena, California, el famoso Desfile de la Rosa, la Rose Parade, siempre con un tiempo maravilloso, soleado, con 25 grados de temperatura, perfecto para la retransmisión televisiva. Todos los años, los habitantes locales se quejan de que el desfile atrae cada vez a más gente al ya superpoblado “Estado dorado”. Por supuesto, la mera mención de California evoca ya suficientes imágenes de calor y sol como para que no haga falta enumerar sus atractivos. Sin embargo, a muchos estadounidenses, sobre todo conservadores, les encanta odiar California porque, según ellos, está lleno de hippies, ecologistas e izquierdistas engreídos.

California no siempre ha sido el bastión demócrata que es hoy. Entre 1952 y 1988, votó sistemáticamente a los candidatos republicanos, con la excepción de Lyndon Johnson en 1964. Dos de esos presidentes republicanos, Richard Nixon y Ronald Reagan, salieron de allí. Sin embargo, desde la primera victoria de Bill Clinton, en 1992, los demócratas han ganado todas las presidenciales en un estado que aporta un buen número de votos al colegio electoral. Hillary Clinton obtuvo en California 4,3 millones de votos más que Trump, muy por encima de los 2,9 millones de votos populares de diferencia que obtuvo en todo el país. (Aunque California tiene 55 votos electorales, más que ningún otro estado, está muy infrarrepresentado, puesto que tiene casi 40 millones de habitantes. Por ejemplo, el voto de un habitante de Wyoming vale 3,6 veces más que mi voto en California).

Pero quizá sea todavía más significativo que California no ha elegido a ningún republicano para cargos de ámbito estatal desde 2006. Necesitaría escribir todo un artículo aparte para explicar por qué es tan mala la situación actual de los republicanos en California, pero, en pocas palabras, se debe sobre todo a su retórica extremista y sus iniciativas contra la inmigración. Al fin y al cabo, el 37% de la población californiana está formado por hispanos, además de un 6% de negros y un 13% de asiáticos, y los blancos no constituyen más que el 40%. Silicon Valley es lo que es porque cuenta con los mejores cerebros procedentes de todo el mundo, y lo mismo pasa, en su campo, con Hollywood. Y es fácil olvidarse de que, además de Hollywood y Silicon Valley, la mayor actividad económica de California es la agricultura, que depende de la mano de obra inmigrante.

No es extraño, pues, que el primer tema por el que se enfrentaron Trump y California fuera la inmigración, un asunto que Trump abordó con entusiasmo en su primera semana como presidente. Su orden ejecutiva de prohibir la entrada de inmigrantes de siete países predominantemente musulmanes desencadenó protestas y caos en aeropuertos de todo el país, y el Senado de California se apresuró a condenar el decreto y calificarlo de “medida abusiva y discriminatoria”.

La polémica se ha convertido en una batalla legal entre el estado de California y la administración Trump. Los enfrentamientos y las querellas legales entre los estados y el gobierno federal no son nada nuevo ni inédito en Estados Unidos. Texas demandó a la administración Obama en 48 ocasiones. De hecho, es un componente fundamental del federalismo estadounidense, porque los estados elaboran la gran mayoría de las leyes, y eso crea un sistema muy necesario de controles y equilibrios de poder entre los estados y el Gobierno. Cuando funciona bien, los 50 estados sirven de laboratorios políticos y después comparten las mejores iniciativas, pero a veces también las peores. Trump quiere restringir la inmigración, un tema delicado en California, y de ahí que los californianos se resistan y hayan creado las llamadas ciudades santuario y, desde noviembre de 2017, el estado santuario.

Berkeley, también en California, fue la primera ciudad santuario en 1971; en aquel entonces, un refugio para los jóvenes que querían evitar ir a la Guerra de Vietnam. Hoy, el término “ciudades santuario” se refiere a las que han adoptado medidas para impedir que las autoridades persigan a los inmigrantes indocumentados. Como es natural, es una situación que pone muy nerviosos a Trump y sus partidarios, y por eso el Gobierno ha decidido querellarse contra California a propósito de ciertas partes de tres leyes aprobadas para proteger a los inmigrantes ilegales.

A su vez, California ha presentado su propia querella contra el gobierno de Trump por su proyecto de negar fondos federales a las ciudades santuario. La financiación es el instrumento más eficaz del que dispone el gobierno federal para someter a los estados, los condados y las ciudades. Es un tira y afloja en el que los republicanos suelen situarse inequívocamente del lado de los derechos de los estados, mientras que los demócratas suelen utilizar la amenaza para obligar a cumplir las leyes relativas a los derechos civiles. Pero todos sabemos que la ideología, como la ética, depende a menudo de la situación, y, en la actualidad, es una Casa Blanca republicana la que está empleando la maza legal contra los estados que no estén dispuestos a cooperar.

Trump ha utilizado el programa de medidas diferidas para los que llegaron en la infancia (Deferred Action for Childhood Arrivals, DACA) —creado en la época de Obama para impedir que se persiga a los inmigrantes jóvenes indocumentados a los que llevaron a Estados Unidos cuando eran niños— como arma negociadora tanto frente a los demócratas como a los republicanos. Aunque ha titubeado entre apoyar algún tipo de solución y considerar cualquier solución ilegal, el caso es que en septiembre ordenó poner fin al programa. California intervino y convenció a un juez para que mantuviera en vigor varios elementos cruciales del programa mientras seguían adelante los procedimientos legales.

Asimismo, Trump ha intentado añadir al próximo censo, que se llevará a cabo en 2020, una pregunta nueva sobre la nacionalidad. La Constitución obliga al gobierno federal a contar el número de residentes en Estados Unidos cada 10 años, entre otras cosas para asignar el número de escaños en la Cámara de Representantes. Si la cuestión sobre nacionalidad es agregada, muchas personas se esconderán de los censistas por miedo a que esa información sea usada para deportarlos –un temor real si tenemos en cuenta las acciones de la Administración Trump. Técnicamente, esto no puede ocurrir, ya que por ley la información recopilada a través del censo no puede ser pública hasta pasados 72 años, pero causará un recuento impreciso. En marzo, California presentó una querella en la que destaca que desde que se empezó a hacer, en 1790, siempre se ha contado tanto a los nacionalizados como a los no nacionalizados, y que “excluir a grupos de población no solo pone en peligro nuestra economía sino también la posibilidad de tener una representación apropiada en el Congreso y el derecho fundamental al voto. California no va a tolerarlo”.

Otro motivo de disputa entre California y Trump es la protección del medio ambiente. El estado posee varias de las zonas de patrimonio natural más espectaculares del mundo, desde la costa del Océano Pacífico hasta los desiertos, pasando por las sequoias gigantes. Incluso el último gobernador republicano de California, Arnold Schwarzenegger, era un gran defensor de proteger el medio ambiente, en contra de gran parte de su propio partido. Se habla ya de emprender acciones legales a propósito de las emisiones de gases de efecto invernadero; California dispone de una cláusula de excepción que le permite imponer normas sobre contaminación del aire y emisiones de coches y camiones más estrictas que las del gobierno federal. Muchos grupos empresariales se sienten frustrados por esta situación, porque California es uno de los mayores consumidores del mundo y el hecho de que allí los criterios sean más estrictos puede tener una repercusión inmensa en el cambio climático.

California
El gobernador de California, Jerry Brown, en un evento sobre el cambio climático en Bonn, Alemania. Lukas Schulze/Getty Images

El gobernador del estado, Jerry Brown, dijo que la decisión de Trump de retirarse de los Acuerdos de París de 2015 era “una locura”. Aprovechando el margen de actuación individual que tienen los estados, y en especial aquellos como California, Brown firmó un acuerdo con el Ministerio de Ciencia y Tecnología de China para colaborar en el desarrollo y la comercialización de la captura y el almacenamiento de carbono, las energías limpias y las tecnologías de la información, con el fin de combatir el cambio climático. Cuando fue a China a firmar el pacto, en junio de 2017, se reunió con el presidente chino, Xi Jinping, y recibió sus ánimos.

Ni que decir tiene que Trump y Brown no se caen demasiado bien. Seguramente, fuera de Estados Unidos, el exgobernador Arnold Schwarzenegger es más famoso, por razones evidentes, pero el gobernador actual, Jerry Brown, es una figura emblemática de la política de California, miembro de lo que algunos podrían llamar una dinastía. Ocupar puestos de gobierno en el estado es una tradición en la familia Brown. Jerry es hijo de Pat Brown, que fue gobernador del estado entre 1959 y 1967, y su hermana, Kathleen Brown, fue responsable de la Hacienda californiana y se presentó como candidata a gobernadora en 1994, pero perdió.

Jerry Brown es el gobernador que más tiempo ha ocupado el puesto en California: estuvo ocho años, de 1975 a 1983, antes de que el estado impusiera la limitación de mandatos, por lo que, después de tres intentos de ser candidato a la presidencia de Estados Unidos y sendos periodos como alcalde de Oakland y fiscal general de California, regresó a la mansión del gobernador en 2011 y hoy está ya en la etapa final de su cuarto y último mandato. Famoso por haber estudiado para ser jesuita antes de graduarse en la Universidad de California en Berkeley y en Yale, en los 70 era frecuente objeto de burlas por su imagen joven e idealista, muy new age, y un columnista de un periódico de Chicago le dio el apodo de “Gobernador Rayo de luna”. De Brown destacan asimismo su frugalidad, su interés por el medio ambiente y el hecho de ser reflexivo y directo cuando habla. Es tan opuesto a Trump como Barack Obama.

Por supuesto, con un apodo como “Rayo de luna”, a Trump no le ha hecho falta inventarse ningún otro, y lo utilizó recientemente, el 31 de marzo, en un tuit en el que estalló contra Brown por haber indultado a cinco inmigrantes indocumentados que estaban acusados de delitos. Sin embargo, la inminente guerra comercial con China es la que tiene todas las posibilidades de causar verdaderos daños en California, y lo irónico es que los más perjudicados serán los habitantes del estado que votaron a Trump.

Aunque la costa californiana es sólidamente demócrata, el interior, en particular el Valle de San Joaquín (lo que mi padre siempre llamaba la panera del mundo cuando lo atravesábamos en las vacaciones familiares), es republicano. Allí es donde se produce gran parte de los productos —almendras, pistachos, nueces, naranjas, uvas destinadas a vino, uvas pasas— sobre los que China acaba de imponer un arancel del 15% como represalia por el anuncio previo de Trump. Los aranceles sobre el vino son especialmente significativos, porque los jóvenes chinos acomodados se han convertido en un mercado fundamental para algunos de los principales vinateros californianos (dado que España cultiva muchas de las mismas variedades que California, esta podría ser una oportunidad de oro).

Esta situación puede repercutir en las próximas elecciones de mitad de mandato, en las que los republicanos de California tratarán de conservar sus 14 escaños (de los 53 que posee el estado) en la Cámara de Representantes, de los que los demócratas ya apuntan a siete. Existe la opinión generalizada de que California es crucial para que los demócratas recuperen el control de la Cámara, lo que les permitiría tener cierto poder y la capacidad de iniciar el proceso de destitución. De ser así, los próximos dos años serían una tortura para Trump, para alegría de los activistas que resisten en todo el país.

Hace unos días, Trump anunció durante una conferencia de prensa con los líderes bálticos que pensaba enviar tropas para vigilar la frontera hasta que sea posible construir el muro. Como la Ley de Posse Comitatus limita la capacidad del gobierno federal de utilizar el Ejército con fines policiales, la oficina del Presidente se apresuró a decir que no sería una fuerza militar sino la Guardia Nacional. Jerry Brown envió y tuiteó una carta a la Casa Blanca en la que aceptaba utilizar la Guardia Nacional para aumentar la seguridad en la frontera pero afirmaba: “Que quede claro el alcance de esta misión. La misión no será construir un nuevo muro. La misión no será hacer una redada de mujeres y niños ni detener a personas que huyen de la violencia y van en busca de una vida mejor. Y la Guardia Nacional de California no se encargará de hacer respetar las leyes federales de inmigración”. Trump dio las gracias a Brown en un tuit, pero no es de esperar que este instante de buena educación dure mucho.

El cuarto y último mandato de Brown termina en noviembre, así que, verdaderamente, no tiene nada que perder. Y es posible que, cuando se celebren en junio las primarias de California, de ámbito global y no circunscritas a cada partido, haya dos candidatos demócratas al puesto de gobernador, para el que el actual favorito es el vicegobernador Gavin Newsom. No parece que la guerra entre Trump y California vaya a amainar a corto plazo.

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.