SuresteAsiatico
Miembros de los SWAT en la ciudad de Marawi, Mindano, Filipinas. Sureste Asiático. (Noel Celis/AFP/Getty Images)

El ensayo Blood and Silk analiza los problemas de violencia, tensiones étnicas y autoritarismo crónico que vive la región, en oposición a los pronósticos optimistas que suelen repetirse.

Blood and Silk

Michael Vatikiotis

Weidenfeld & Nicolson, 2017

Michael Vatikiotis ha decidido remar a contracorriente en su último ensayo, Blood and Silk (2017). Aunque a menudo vemos en los periódicos noticias negativas que suceden en el Sureste Asiático (la crisis rohingya de Birmania, los asesinatos extrajudiciales en Filipinas, represalias judiciales en Indonesia por blasfemia contra el islam), los análisis amplios sobre la región suelen ser optimistas, destacando el fuerte crecimiento económico e índices de violencia e inestabilidad más bajos que, pongamos, en ciertas partes de África, Oriente Medio o América Latina.

La tesis de Vatikiotis es la opuesta: a pesar de este crecimiento económico y esta estabilidad, hay problemas crónicos que han impedido que la región se democratice, exista un amplio respeto a los derechos humanos y haya una paz completa. Es un aviso certero, especialmente hoy en día cuando vemos que los índices de libertad de prensa bajan en toda la región y los mecanismos democráticos se están haciendo más débiles. Es una llamada de atención a los que creían que el desarrollo económico de la zona llevaría de manera automática a una ampliación de las libertades políticas e individuales. No es así -y tampoco es previsible que lo sea en el futuro-, y Vatikiotis da buenas muestras de ello a lo largo del libro.

La intención del autor de realizar un ensayo sobre los problemas regionales habría sido una muy buena oportunidad para que desarrollara la historia de cada país, para poder comparar en perspectiva y sintetizar los problemas comunes que sufre el Sureste Asiático. El resultado, desgraciadamente, es más bien fallido. Vatikiotis ha estructurado los capítulos por temas, no por países. A priori podría parecer una buena decisión, pero cuando uno lee el ensayo es fácil que el paso constante de un país a otro (de Tailandia a Malasia, a Indonesia, a Camboya) acabe mezclándose en la cabeza. Más que formar una visión general, se tiene una percepción superficial y un poco caótica de los asuntos y países tratados. Quizá si el libro se hubiera dividido por países la narrativa del autor sobre cada uno de ellos quedaría más clara; los problemas comunes de la región podrían resumirse en un capítulo final, después de una buena base de conocimiento sobre cada uno. En resumen: si uno quiere aprender historia sobre la zona, seguramente este libro no es la mejor opción (Asia’s Cauldron de Robert D. Kaplan, aunque con otro enfoque, es una alternativa bastante más recomendable).

Eso no significa que el libro no tenga puntos interesantes y sólidos. Vatikiotis es un conocedor profundo de las realidades de la región y lleva décadas trabajando allí como periodista y, en los últimos años, como mediador de conflictos. Quizás por ello la parte más interesante del libro es la relacionada con la violencia endémica de algunas zonas del Sureste Asiático y, por otro lado, el crecimiento de la intolerancia religiosa, en especial la islámica y budista.

El autor describe en detalle diversos conflictos poco conocidos, alejados de las grandes capitales donde llegan los turistas y se hacen los negocios, pero que han enquistado allí la violencia desde hace décadas. La insurgencia malaya del sur de Tailandia, las guerrillas islamistas de las zonas musulmanas de Filipinas o los choques de minorías étnicas contra el Gobierno de Birmania, son algunas de estas guerras periféricas que se han alargado (algunas desde los 50 y 60) y que casi no reciben atención internacional, a pesar de la numerosa cantidad de muertos que arrastran. Vatikiotis, que ha podido entrevistar a los bandos enfrentados de varios de estos conflictos, muestra como el choque entre las demandas de autonomía de estas insurgencias y el miedo al desmembramiento nacional de los Estados (además de ciertos intereses de no resolver los conflictos para poder mantener la retórica de la mano dura), han hecho que las perspectivas de resolverlos mediante acuerdos pacíficos sean escasas.

Otro tema clave que el autor trata con certeza es el del aumento de la intolerancia religiosa en varios países de la región. Vatikiotis es, especialmente, conocedor de Indonesia, país donde las corrientes más conservadoras del islam están asentándose y poniendo en problemas a las minorías cristianas o hindúes. La llegada del wahabismo radical ha hecho que Indonesia, país nacido de un nacionalismo progresista, vea como los delitos de blasfemia aumenten y ciertas opciones políticas azucen un populismo que mezcla religión con identidad, poniendo el peligro la convivencia multiétnica (algo que, explica el autor, también está sucediendo en Malasia).

Pero el problema no es exclusivo del islam: el nacionalismo budista de Birmania, por ejemplo, está azuzando el odio contra la minoría rohingya en base a criterios étnicos y religiosos (un uso de la intolerancia que ya se vio, por ejemplo, en el caso de Sri Lanka). No parece que estas tendencias identitarias vayan a la baja, sino todo lo contrario.

Vatikiotis señala como causa principal de los problemas del Sureste Asiático a unas élites corruptas y conservadoras que no se despegan del poder. Desde la realeza y el Ejército en Tailandia, a las Fuerzas Armadas en Birmania o la oligarquía en Filipinas, el autor apunta a este establishment como el generador de la corrupción, la violencia y el autoritarismo permanente en cada país. Este argumento conlleva, sin embargo, una pregunta: ¿no son estas mismas élites las que han potenciado el crecimiento económico y la estabilidad de la región? ¿Es acaso el pueblo el único responsable de las virtudes de la zona y las élites de sus defectos? Factores como el enorme apoyo en Filipinas a la sangrienta campaña de ejecuciones de Duterte, el amplio voto a favor de una Constitución autoritaria en Tailandia o las numerosas manifestaciones en Malasia a favor de una aplicación más dura de la ley islámica, dan muestra de que no se trata de una tendencia exclusiva de las élites. Una propensión a preferir la estabilidad autoritaria, la mano dura o el conservadurismo restrictivo está integrada en la mentalidad de decenas de millones de personas que pueblan esa región. Eso no significa que las élites sean un factor sin importancia -suelen ser el petróleo que extiende el fuego-, sino que no podrían tomar muchas de sus decisiones sin un apoyo popular amplio detrás. Como puede verse en muchos lugares del planeta, no sólo en Asia Oriental, el pueblo no siempre secunda las opciones más liberales, demócratas y progresistas.

Quizá la sección más floja de Blood and Silk sea la que explica el papel que juega China en el Sureste Asiático. Hay que señalar que el autor, a lo largo del libro, comete algunas erratas cuando habla de China: por ejemplo, dice que la empresa Alibaba de Jack Ma es la creadora de Wechat (la aplicación de mensajería más famosa de China) cuando en realidad lo es Tencent, liderada por Ma Huateng; por otro lado, habla de dinastía “Sung” en lugar de “Song” (la manera correcta). Son detalles secundarios, pero que saltan a la vista a cualquier persona con un mínimo conocimiento sobre China.

Vatikiotis habla del problema geopolítico que puede suponer un enfrentamiento entre China y Estados Unidos para el Sureste Asiático -algo totalmente cierto-, pero su explicación sobre el conflicto por el control de las islas del Mar del Sur de China es breve y sin demasiados matices, aunque la disputa incluya a varios países importantes de esta región.

Otro tema que marca la relación con China, según el autor, son las comunidades étnicas de chinos en países como Tailandia, Singapur o Malasia. La tesis que defiende el autor no está demasiado clara. Por un lado, Vatikiotis alerta de que Pekín ve a estos chinos étnicos en el extranjero casi como parte de sus ciudadanos, y que hay gobiernos del Sureste Asiático que perciben esta situación con temor a una “quinta columna” dentro de sus naciones. Pero el autor no acaba de explicar cómo China habría intentado influenciar a estos ciudadanos, ni tampoco si estos chinos étnicos serían receptivos a una llamada de este tipo. Lo que sí queda claro durante el libro es que las minorías chinas, por su etnia y por su éxito en los negocios, han sido el blanco de ataques violentos cuando han estallado protestas en varios de estos países, actuando de chivos expiatorios ante el descontento social y económico.

Finalmente, hay que destacar un par de “ausentes” en el análisis regional que Vatikiotis realiza: Vietnam y Singapur (el primero más desaparecido que el segundo). Son dos casos importantes que, quizá, deberían haber tenido más espacio en el libro. Vietnam, por un lado, sería interesante como contraste por su modelo político “colectivo” de Partido Comunista, sin un líder personalista -algo extraño en la región-, en el que el autoritarismo se combina con un fuerte desarrollo, con el apoyo geopolítico de Estados Unidos. En el caso de Singapur, por otro lado, habría sido interesante constatar qué influencia regional ha tenido el exitoso ejemplo de Lee Kuan Yew, precursor en fomentar un crecimiento económico muy alto junto a una mano dura que diera estabilidad al país -un modelo que, más de cincuenta años después, todavía sigue funcionando-. Singapur fue una especie de ejemplo pionero que avisaba de que el ascenso de la economía no lleva necesariamente al ascenso de la democracia. Una lección que está en el corazón de Blood and Silk.