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Colombianos repudian el atentado perpetrado por el ELN contra una academia de policía en Bogotá, enero 2019. JUAN BARRETO/AFP/Getty Images

Cómo el ELN podría haber dinamitado la posibilidad de una futura paz en el país latinoamericano.

Colombia es la cuna de Macondo. El escenario en el que el realismo mágico se torna cotidianeidad. El lugar en donde lo predecible no tiene lugar. Y, definitivamente, el país que teniendo todo para cerrar más de cincuenta años de violencia política y lucha armada, parece continuar obcecado en mantener abiertas las heridas de un conflicto que cuenta por cientos de miles sus víctimas y desapariciones y por millones sus desplazamientos forzados.

En primer lugar, para entender en parte el sendero de violencia por el que transita Colombia, hay que detenerse en las implicaciones que ha supuesto el Acuerdo de Paz suscrito con las FARC-EP. Un acuerdo que, como nos recordaba el reconocido Instituto Kroc de la Universidad de Notre Dame, con John Paul Lederach a la cabeza, es de lejos el mejor de los más de treinta acuerdos suscritos en las últimas décadas y que han puesto fin a más de medio centenar de grupos armados. Lo anterior, gracias a sus componentes de reforma rural, participación política, entrega de las armas, intento de superación frente a la lucha contra el narcotráfico y por sus esquemas de protección en relación a los derechos de verdad, justicia, reparación y no repetición.

Sin embargo, cuando se tenía todo para cerrar pacíficamente dicho Acuerdo, un plebiscito mal calculado por parte del entonces presidente Juan Manuel Santos –que midió mal su popularidad–, y una transfiguración de la realidad colombiana, pervirtiendo el alcance y significado que suponía firmar la paz entre la guerrilla colombiana y el Gobierno, finalmente descompuso y polarizó el tejido social del país y debilitó a las comunidades de legitimación que debían soportar la rúbrica y posterior implementación del Acuerdo de Paz.

Los enemigos de la paz, especialmente en torno al expresidente Álvaro Uribe o la actual vicepresidenta, Marta Lucía Ramírez, así como buena parte de las iglesias cristianas, demonizaban cuatro años de intercambios cooperativos y reducían maniqueamente el Acuerdo a una suerte de castrochavismo que alentaba la deformación de la ya por sí precaria democracia colombiana. En cualquier caso, el mito del Acuerdo de paz superaba toda realidad. Una realidad hostil y enemiga de cualquier atisbo de normalización del conflicto armado interno, y que entre muchos sectores conservadores del país buscaba mantener vivo, a costa de lo que fuese posible, el enemigo simbólico que suponía la guerrilla. Un antagonista frente al cual era necesario ese Estado duro e implacable en términos de seguridad que tan bien acogido resulta para buena parte de la sociedad colombiana y que nunca supo, ni tal vez sabrá, lo que es vivir en paz.

Así, resistencias institucionales, bloqueos gubernamentales y frenos de todo tipo fueron normalizando un incumplimiento en la implementación del Acuerdo con las FARC-EP que terminó por traducirse en un perfecto ejemplo de qué no hacer cuando se cierra un diálogo que pone fin a décadas de lucha armada. La inacción dio fruto a la desafección y, finalmente, se alimentó la idea de que quizá, el Acuerdo de Paz invitaba a un cambio con el que, en el fondo, nada cambiaba. Colombia quedaba abocada a su particular destino fatal.

Nunca llegó el fortalecimiento institucional de los municipios. Tampoco se logró la transformación y el fortalecimiento del Estado social, ni mucho menos la ocupación militar de las viejas geografías de la violencia que aspiraba a conquistar un verdadero esquema de seguridad ciudadana. Además, se politizaron y sabotearon los esquemas de restitución de derecho como la Comisión de la Verdad o la Jurisdicción Especial para la Paz, y se silenciaron buena parte de las voces durante el seguimiento del proceso y defensoras del pluralismo político.

El resultado, como es de esperar, ha sido el de un proceso de construcción de paz fallido al que hay que añadir el incremento de disidencias en las FARC-EP, próximo al 30% del número total de combatientes inicialmente desmovilizado, y la continuidad de un conflicto armado cada vez menos ideologizado, en el que estructuras criminales se erigen en señores de la guerra locales. Una confrontación tanto contra el Estado como entre sí mismos, y que sigue dejando consigo decenas de miles de desplazamientos forzados y una muerte continua de líderes sociales y activistas –más de 600 en los últimos tres años– frente a los que el Gobierno actual mantiene una posición a caballo entre la indiferencia y la falta de compasión.

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Un niño con una vela junto a miembros de la policía colombiana durante un tributo a las victimas del atentado, enero de 2019. JOAQUIN SARMIENTO/AFP/Getty Images

En el escenario anterior ha de interpretarse igualmente lo sucedido con el Ejército de Liberación Nacional. Un ELN con algo más de 1.800 combatientes que se presenta territorialmente en tres escenarios tan particulares como tradicionales para este grupo armado: Arauca y el Catatumbo en el oriente colombiano; Antioquia y el sur de Bolívar y, por último, los departamentos del litoral Pacífico, especialmente, de Chocó, Nariño y Cauca.

Esta guerrilla desde hace tiempo se presenta desnaturalizada de una marcada impronta inicial, que imbricaba el guevarismo, el marxismo-leninismo y la teología de la liberación, la cual invitaba a pensar en que el marco de diálogo y Acuerdo que suponía La Habana con las FARC-EP, en algún modo, era extrapolable para el ELN. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Se trata de un grupo armado sin unidad de mando y con dos estructuras, especialmente el Frente de Guerra Oriental en Arauca y el Occidental en Chocó, que son mayormente díscolas con un diálogo de paz, y en donde el Comando Central queda reducido a una especie de liderazgo simbólico incapaz de controlar su organización. Expresado de otra manera, mientras que las FARC-EP siempre fueron una guerrilla con organización, pero sin ideología, en el ELN sucedía inicialmente todo lo contrario. Una guerrilla sin organización, pero con el añadido de que hoy se presenta, igualmente, desprovista de ideología.

A lo anterior también hay que añadir los recelos y escepticismos en torno al Acuerdo con las FARC-EP, la baja popularidad que suponía mantener en paralelo un proceso de diálogo con el ELN y la escalada de violencia acontecida entre grupo armado y Estado colombiano. Esto, porque mientras que las FARC-EP habían mostrado una voluntad clara de reducir y desescalar el conflicto, pasando de más de 800 acciones armadas en 2012 a menos de 40 en 2015, en el ELN sucedió todo lo contrario, intensificándose el conflicto entre 2013 y 2018.

Además, a los continuos reclamos por renegociar el significado de la agenda, se une un protagonismo creciente de sus acciones armadas, un escenario de posible retorno del uribismo, y un contexto de desconfianza fruto de los incumplimientos sistemáticos que se realizaron a los compromisos adquiridos con las FARC-EP. Cuatro factores que, en suma, alimentaban un escenario idóneo para la ruptura. Una ruptura que, a pesar de todo, nunca debió llegar por parte del ELN. En una confluencia de fuerzas claramente desfavorable y con una legitimidad cuando menos cuestionable, el ELN nunca debería haber abandonado la mesa de diálogo que transcurría en La Habana.

Antes, debería haber hecho buena la intención reiterada que Juan Manuel Santos le puso encima de la mesa, casi, hasta el fin de su Gobierno. Todo lo contrario, con su último atentado en Bogotá, el cual se saldó con más de veinte muertes y setenta heridos, el ELN lo que hace es firmar su sentencia de muerte. Alimenta los ánimos de quienes nunca confiaron en que la paz negociada era posible en Colombia. Agita los rencores sobre los ya de por sí escasos avances que ha conseguido el Acuerdo con las FARC-EP. Y se lo pone muy fácil al uribismo para que vuelva a Colombia la máxima de hacer valer la idea de que la paz es la mera ausencia de guerra, sin importar si se superan o no las condiciones simbólicas y materiales que soportaron ese conflicto.

Lo que queda a partir de ahora es una seguridad reactiva, una militarización creciente en la respuesta del Estado y muy posiblemente un avance en la conflictividad que, si bien a corto plazo puede llevar mayores dosis de beligerancia, en cuanto se prolongue, difícilmente permitirá al ELN subsistir en el medio plazo, pues no olvidemos que nos encontramos ante una de las fuerzas militares más poderosas de la región. Además, a Cuba y a Venezuela, dos de los pocos reductos de apoyo que les podía quedar en la región, les plantea una difícil tesitura en la que, frente a opciones excluyentes, lo más probable de esperar es la colaboración con Colombia y el abandono de cualquier tipo de apoyo y respaldo a un grupo armado que difícilmente puede ser concebido como guerrilla.

Los que querían una segunda Política de Seguridad Democrática y, por qué no, un segundo Plan Colombia, encuentran un terreno fértil gracias a un ELN que pudiendo haber adoptado la senda del diálogo y la superación de la violencia, optó por la irracionalidad más irreverente, y traducida en esta ocasión, no solo en la muerte de jóvenes inocentes sino también en el abandono de millones de personas que pensaban que, aun con todo, un segundo acuerdo de paz, era posible.