Se cumplen 100 días de Gobierno desde que el pasado agosto, Iván Duque se erigiese como nuevo presidente de Colombia. Sin embargo, ¿cuál es el balance que se puede hacer de estos primeros meses de mandato y qué cabe esperar de cara al futuro?

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El Presidente colombiano, Iván Duque, durante una conferencia en Bogota. Gabriel Aponte/Getty Images for Concordia Americas Summit

En primer lugar, podría decirse que son tres los atributos que mejor definen estos primeros compases del nuevo mandatario colombiano: incumplimiento, inacción y desconcierto. Incumplimiento porque son varias las promesas electorales desdibujadas en este primer inicio de gobierno. Inacción, en la medida en que el efecto luna de miel que acompaña a todo proceso de cambio de mandato no se ha visto respaldado por ningún proyecto estrella. Desconcierto, porque la ambivalencia y la falta de hoja de ruta lastran cualquier proyección futura que permita dilucidar cuál puede ser la senda del nuevo presidente de Colombia.

Uno de los elementos que más cuestionamientos plantea sobre las promesas rotas de Iván Duque fue su marcado acento en la campaña presidencial respecto a que en Colombia no se podían subir los impuestos. La precariedad salarial y la informalidad limitan los multiplicadores de gasto, y ello conduce a que cualquier subida que no sea estrictamente progresiva resulte más perniciosa de lo que ya de por sí puede suponer en un escenario de mayor cohesión social.  Sin embargo, y bajo la eufemística denominación de “Ley de financiamiento”, lo que Duque ha propuesto es una reforma tributaria de estricto cariz regresivo que lo que hace es gravar, entre otras cuestiones, la canasta familiar en todos sus bienes con un tipo del 18%. Una involución en toda regla, ya que nos encontramos ante una de las sociedades más desiguales del mundo y, por extensión, de mayor concentración del ingreso per cápita del país.

Tampoco mostrarían sus primeras decisiones esa mano firme contra la corrupción que se abanderaba meses atrás. De un lado, se ha mostrado excesivamente protector con dos figuras controvertidas y salpicadas por escándalos de corrupción como son Alberto Carrasquilla y Alejandro Ordóñez. El primero, en calidad de ministro de Hacienda y Crédito Público, involucrado aparentemente en el escándalo de los papeles de Panamá y que aprovechó su posición en el poder público para enriquecerse con el endeudamiento de más de 100 municipios en la emisión de bonos de acceso al agua. El segundo, como embajador ante la Organización de Estados Americanos, y con casos abiertos por tráfico de influencias y cohecho ante la Corte Suprema y el Consejo de Estado.

A lo anterior habría que añadir la prerrogativa instada por el mismo Iván Duque para que el Congreso de la República controle el 20% del presupuesto nacional, lo que abre una peligrosa ventana de oportunidad para las redes clientelares que dominan el paisaje político colombiano, y la desatención al mandato popular en la lucha contra la corrupción. Un mandato frente al cual, el mismo Duque asumió una posición de apoyo y respaldo y que, a pesar de no conseguir el umbral mínimo para su carácter vinculante, experimentó el respaldo de más de doce millones de colombianos –más que los que apoyaron al mismo presidente– si bien, pese a todo, ha quedado desatendido por la agenda presidencial y ni siquiera ha pasado un solo debate legislativo.

De la misma manera, están por llegar los verdaderos guiños a la sostenibilidad ambiental y la importancia de la economía naranja que tuvieron un papel protagónico en la campaña presidencial. Así, se han presentado posiciones a favor del fracking como forma de extracción de petróleo y se han comprometido esfuerzos con Estados Unidos por retornar a la aspersión con glifosato para tratar de mitigar el auge de la superficie cocalera cultivada. Esto último, a pesar del impacto ambiental, del deterioro de los cultivos convencionales y del factor de desplazamiento forzado que este tipo de prácticas ha dejado consigo. Acciones que, además, no han sido eficaces en la reducción de la superficie cultivada y que más bien depende de inversiones en el sector primario, modernización y política de subsidios, aparte de incentivos a los cultivos alternativos que, en el fondo, son la piedra angular y olvidada que podría minimizar el ingente problema de la superficie cocalera que tiene lugar en Colombia. Por extensión, y tampoco con visos a mostrar un marcado compromiso con la sostenibilidad, estaría la promesa electoral de aspirar a conseguir en Colombia que para 2030 la mayoría del parque automovilístico esté compuesto por coches eléctricos, a la cual no ayuda el hecho de haber incrementado de un 5% a un 18% los impuestos al empleo a este tipo de sector automovilístico.

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Estudiantes universitarios colombianos piden al gobierno más presupuesto para la educación superior pública , Cali, 2018. LUIS ROBAYO/AFP/Getty Images

El enésimo incumplimiento de este Gobierno estaría en el compromiso de advertir que educación y cultura son el binomio nuclear de cualquier progreso social, pues con la reforma tributaria advertida, el material escolar o los libros casi cuadruplican el impuesto de consumo. A lo anterior se suma el profundo clima de crispación que ha supuesto la creciente desinversión en la educación pública universitaria. El sector de la educación superior pública se encuentra en huelga indefinida, altamente secundada, y se orienta hacia su sexta gran movilización, reivindicando un incremento de la inversión que ascienda a 20 billones de pesos (unos 5.200 millones de euros) y que en la actualidad es de cinco veces menos. Algo que se inscribe en un proceso dirigido y paulatino de pauperización y precarización de la educación universitaria pública en Colombia, que actualmente recibe un 90% menos de recursos de lo que lo hacía hace tan solo dos décadas.

En definitiva, y por todo lo anterior, la agenda de los primeros 100 días está marcada por las promesas rotas y por la inacción, sobre la base de una agenda de mínimos, poco comprometida y carente de orientación. Es decir, la luna de miel que acompaña a los cambios de Ejecutivo, y en donde, generalmente, acontecen medidas que tienen a suponer victorias tempranas, son imperceptibles en esta ocasión. Esto, en cierta manera, rompiendo la misma lógica colombiana, pues Ernesto Samper, en sus primeros compases, impulsó una importante agenda de inversión social, mientras que Andrés Pastrana asumía los esfuerzos negociadores con las FARC-EP en el conocido proceso del Caguán. Igualmente, mientras que Álvaro Uribe hacía valer una agenda de seguridad y mano dura, Juan Manuel Santos viraba hacia esfuerzos de convivencia regional y la búsqueda de una solución negociada al conflicto armado interno. En el caso de Duque, esta proyección brilla por su ausencia y en lugar de la trazabilidad de una posible hoja de ruta desde la que encaminar los esfuerzos de gobierno, más bien pareciera que en su caso predomina el desconcierto, la ambivalencia y la falta de orientación.

Quizá, a lo anterior tampoco ayuda el escenario de transformación que podía suponer el Acuerdo de Paz con las FARC-EP y el marco negociador con el ELN. Con este último, a un ya de por sí difícil diálogo, se añade la exigencia de Duque de un cese al fuego unilateral y una entrega a los secuestrados, lo que imposibilita ahora mismo cualquier intercambio cooperativo. En relación a las FARC-EP, las dificultades a facilitar su participación política, la politización que promueve en torno a la Jurisdicción Especial para la Paz y la ausencia de recursos para velar por el escenario de transformación que implica un proceso de construcción de paz, tornan difícil una senda de inversión en una sociedad y un territorio fracturados, lejos de recomponerse frente a la violencia recibida.

El resultado de incumplimiento, inacción y falta de proyección, en el fondo, es el precio a pagar por romper con la herencia recibida de Juan Manuel Santos. Una herencia que, guste o no, dejó un país mucho mejor que el que encontró en 2010. Una Colombia con más crecimiento, menor desigualdad, más infraestructura, menor desempleo y menor déficit público. Un país con un Acuerdo de Paz, por desgracia, polarizado y politizado. Esto obliga a tener que asumir una agenda de pequeñas decisiones que no sabe orientar su política pública hacia el gran reto que tiene Colombia, que es recomponer su estructura territorial y recalibrar de manera más incluyente la relación entre Estado y mercado con vistas a una mayor cohesión social. El precio a pagar es el desgobierno, la incertidumbre y la desatención de las necesidades irresolutas que lastran al país y que, por los siguientes años, corren el serio riesgo de agudizarse.

Por el momento, la sensación sigue siendo que Duque preside, pero no gobierna, y su popularidad, en apenas tres meses, ha decaído más de diez puntos porcentuales. La promesa del cambio y la ruptura de hace unos meses supera una realidad en donde la gestión y la necesidad de dar continuidad a ocho años de gobierno efectivo parece quedar cegada por mantener posiciones de ruptura con respecto al legado de Santos.