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Ciudadanos venezolanos cruzan el puente Simon Bolivar Internacional desde San Antonio de Tachira en Venezuela a Cucuta, Colombia. (Luis Acosta/AFP/Getty Images)

Entender el proceso migratorio que está teniendo lugar en Colombia será crucial para establecer nuevas políticas sobre migración en el país y evitar que este fenómeno pueda ser instrumentalizado. ¿Cuál es la situación actual?

La relación fronteriza entre Colombia y Venezuela ha estado marcada, tradicionalmente, por una importante inestabilidad política, agudizada desde principios de la década pasada, cuando la llegada de Álvaro Uribe en Colombia (2002) y de Hugo Chávez en Venezuela (1999), agitó la región andina de una manera particular. Ello, por la confluencia de dos códigos geopolíticos enfrentados: uno, el colombiano, alineado con Estados Unidos y, de manera particular con la War on Terror desarrollada por Washington a partir de septiembre de 2001; el otro, erigido como la bandera del socialismo del siglo XXI frente a la necesidad de articular una nueva región latinoamericana, poshegemónica y posliberal (en respuesta al viraje conservador desarrollado bajo lo que se concibió como “nuevo regionalismo”, en los 90). Como es de esperar, las fricciones acabarían implosionando el marco de cooperación intergubernamental que constituía la Comunidad Andina (CAN) y afectando seriamente las relaciones entre Colombia y Venezuela.

Y es que, a pesar de que la relación Bogotá – Caracas no ha sido ni mucho menos la mejor en la última década y media, no se puede olvidar, por un lado, que Venezuela ha sido uno de los actores protagónicos en la búsqueda de una salida negociada al conflicto armado con las FARC-EP, y por otro, que durante muchos años, el vecino bolivariano fue destino de cientos de miles de colombianos que huían de la violencia guerrillera y paramilitar acontecida en la década pasada en departamentos colombianos colindantes con Venezuela (y también con Ecuador), como La Guajira, Cesar, Norte de Santander o Arauca.

Dicho esto, fruto de la situación que atraviesa Venezuela, y de la mejora sustancial experimentada por Colombia en los últimos años, es que se ha producido un giro en la relación push/pull entre los vecinos andinos, de tal manera, que son ahora cientos de miles los venezolanos que llegan a Colombia buscando una oportunidad para sus vidas. De hecho, sobre un total de casi cien países en los que se ha registrado migración venezolana en los últimos años, según el Banco Mundial, Colombia es el principal destino de la diáspora venezolana, muy por encima de Estados Unidos y España, que ocupan el segundo y tercer lugar, respectivamente.

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Ciudadanos venezolanos en Colombia. (Luis Acosta/AFP/Getty Images)

Sin embargo, las cifras oficiales respecto de la migración venezolana corren el riesgo de generar una distorsión en las percepciones de la sociedad colombiana que, según se maneje, puede desembocar en riesgos a tener en consideración. Y es que, el número de venezolanos en Colombia ha de analizarse cualitativamente, en función de qué tipo de migración se está llevando a cabo de verdad. Es decir, la más importante de todas ellas es la migración pendular, que es la que se produce en la zona de frontera, y que está comprendida por los venezolanos que cada día, o por breves períodos de tiempo, cruzan la frontera para adquirir ciertos bienes y mercancías, y en menor caso, visitar familias que residen en Colombia. Esta tipología supera ampliamente el millón de personas anual, las cuales necesitan para ello de una Tarjeta de Movilidad Fronteriza, y que se condensa, sobre todo, en las poblaciones ubicadas en los departamentos aledaños a Colombia, de Táchira, Zulia, Carabobo, Lara y Barinas. Es más, se estima que cada día entran 37.000 venezolanos a Colombia y salen otros 35.000, siendo el Puente Internacional Simón Bolívar, en Villa del Rosario (departamento de Norte de Santander), el paso migratorio de mayor registro, con más de diez millones de movimientos de entrada y de salida anuales.

Después estaría la “migración regular”, que es aquella que se realiza “vía pasaporte”, por lo general, por medio de permisos de turista que caducan a los tres meses desde la entrada al país, y que pueden migrar hacia un segundo permiso, también de tres meses, o hacia otro tipo de visados de trabajo y/o residencia. Asimismo, a esta migración habría que añadir el hecho de que la gran mayoría de los casos de venezolanos en Colombia responden, bien a una situación de doble nacionalidad, bien a retornados colombianos que tras varios años en Venezuela desarrollaron allí su vida familiar.

Finalmente, a la hora de atender la cifra total de venezolanos que entraron a Colombia, antes hay que advertir la particular condición de este país como mero trampolín de tránsito hacia otros destinos. Es decir, mientras que en 2016 ingresaban apenas 32.000 venezolanos en Colombia, para desde allí, migrar hacia terceros lugares, esa cifra ascendió a 231.000 el pasado año 2017. Aun así, desde Migración Colombia se estima que el número de venezolanos viviendo en la actualidad en Colombia es algo más de medio millón, la mayoría de ellos en situación de regularidad, siendo una cifra tres veces menor respecto del número de colombianos que en el momento más álgido terminaron migrando a Venezuela la década pasada.

Dicho esto, lo cierto es que nos encontramos inmersos en una nueva ola migratoria que, no obstante, no conviene descuidar. Y es que, hasta el fenómeno migratorio acontecido en los últimos tres años, los estudios sobre migraciones colombo-venezolanas identificaban tres claras olas migratorias (migratory waves) de venezolanos que partían hacia Colombia. La primera, se desarrolló en el marco de la década de los 90, y particularmente, al albor del conocido como Consenso de Washington, que supuso el aperturismo y la desregulación de mercados, y que inspiró la llegada de importantes capitales al país, que se representan en algunas de sus marcas más significativas, como es el caso de Alimentos Polar, Farmatodo o Congrupo. Después, a inicios del años 2000 llegarían otros dos momentos clave, el primero, gracias al desembarco de PDVSA, en torno a ejecutivos de alto nivel; y el segundo, con profesionales de nivel intermedio que, igualmente, nutrieron sectores específicos del mercado laboral colombiano.

Fruto de la actual cuarta ola, se contabiliza un total de poco más de medio millón de venezolanos afincados en Colombia, lo que se inscribe en un fenómeno que integra varias problemáticas que hasta el momento han lastrado de algún modo su gestión. Primero, hay que destacar el baile de cifras y la complejidad de abordar la categoría de “migrante”, a tenor de la codependencia colombo-venezolana desarrollada durante tantos años. Hay estudios publicados por algunos sectores de la oposición venezolana, y también por varios medios de comunicación colombianos, que multiplican la cifra real de migrantes venezolanos en Colombia. Estos medios son responsables de una pésima gestión informativa en donde se alertan, magnifican y estigmatizan según qué hechos, en función de la nacionalidad. Ello corre el riesgo de generar rechazo en parte del imaginario colectivo que, por lo anterior, puede proyectar culpabilidades con base en falacias construidas que, en última instancia, asimilan al venezolano con situaciones de inseguridad, delitos o prostitución, que también son reflejadas de manera sesgada en parte del espacio mediático colombiano.

La práctica migratoria más recurrida en este momento, ya sea a través de transporte terrestre, con destino a ciudades colombianas fronterizas, como Cúcuta o Maicao, o por transporte aéreo, con entrada en las principales ciudades del país – Bogotá, Medellín, Barranquilla, Cartagena, Cali y Pasto- es la de entrar con visado de turista y permanecer tres meses en Colombia, para después salir del país y volver a entrar, evitando así la condición “irregular” y el riesgo de ser deportados. Eso, en el mejor de los casos, pues no se puede pasar por alto que decenas de miles han pasado a integrar categorías subalternas dentro de la estructura social colombiana, en el mejor de los casos, a modo de trabajo informal.

A pesar de todo, hasta el momento, tanto desde la Policía Nacional como desde la propia Migración Colombia, el relato oficial es el del respeto, la empatía, la tolerancia y la no discriminación, pues ésta misma situación ha sido la que durante muchos años ha estigmatizado (y lo sigue haciendo) a los colombianos en el exterior con temas, por ejemplo, como el narcotráfico. Quizá, el gran reto, desde una óptica siempre incluyente, ha de ser doble. En primer lugar, el de transformar una sociedad que debe aprender a convivir con la migración en calidad de receptor y no únicamente como emisor. Gracias también al escenario de cambio en Colombia, la mejora sustancial de los indicadores, en especial, macroeconómicos, y la superación del conflicto armado interno con las FARC-EP, el país se va a convertir, como ya lo viene siendo, en un receptor creciente de migrantes, lo que ha de obligar a cambios en la interpretación del factor migratorio. En segundo lugar, hay que evitar, aparte de la estigmatización, que la población venezolana que llega a Colombia, y en concreto, a las grandes ciudades, se convierta en una categoría informal y subalterna, de modo que han de buscarse mecanismos eficientes de formalización. Es innegable que existen imágenes que rozan la crisis humanitaria que tampoco pueden banalizarse sin más.

Hay que tener en cuena varias cuestiones. En un primer lugar, Colombia ha de empezar a comprender el fenómeno migratorio en toda su extensión y normalizarlo, a efectos de lo cual los medios de comunicación y la Administración pública son actores clave en la codificación del mensaje de normalización y comprensión del fenómeno. Asimismo, ha de gestionarse el fenómeno migratorio con responsabilidad, sin alarmas innecesarias, como hasta el momento, pues la migración venezolana no es tan extensa ni preocupante como ciertos sectores insisten en hacer ver. En tercer lugar, lo anterior no es óbice para proyectar acciones de gestión asimétricas, adaptadas al tipo de migración venezolana que acontece en cada lugar, pues no es igual Bogotá que Cúcuta, y tampoco son iguales las prácticas y formas como se organiza, se articula y se percibe a la comunidad migrada, existiendo escenarios prioritarios donde la magnitud del fenómeno exige al Estado colombiano de una intervención activa.

Un avance puede encontrarse en el paquete de medidas aprobadas recientemente, con las que se busca mejorar el mecanismo de acompañamiento y seguimiento, de seguridad jurídica y de garantías básicas en materia infantil, de educación y de salud aunque, por otro lado, se ha paralizado el registro para la obtención de la Tarjeta de Movilidad Fronteriza. En cualquier caso, seguirá siendo necesario ampliar los márgenes de cobertura siendo conscientes de que estamos ante un fenómeno, ni tan sobredimensionado, ni tan minoritario, que mal gestionado sí que puede desencadenar un problema social magnificado y desvirtuado, susceptible de ser instrumentalizado en el período electoral presidencial que llegará a Colombia en los próximos meses.