En su escala hacia el sur, varias grullas se posan en un campo de la Diepholzer Moorniederung, Baja Sajonia, Alemania. (Hauke-Christian Dittrich/dpa/Getty Images)

No es inevitable que haya una reacción violenta contra las políticas verdes de la UE. Los responsables políticos deben dedicarse a diseñar unas políticas que hagan asequible la descarbonización y destaquen sus beneficios sociales.

En verano empezó a incorporarse al léxico político de la UE una palabra nueva: Greenlash. Popularizado por la politóloga italiana Nathalie Tocci, el término designa la reacción política y social contra las políticas “verdes”. Puede ser una reacción local, de ciudadanos que se oponen a ciertas políticas de movilidad limpia como las tasas de congestión; de ámbito nacional, como el movimiento de los chalecos amarillos, nacido del intento francés de aumentar el impuesto sobre el carbono; y de ámbito europeo, como los intentos de los partidos de centro-derecha representados en el Parlamento Europeo de terminar con políticas del Pacto Verde Europeo como la eliminación gradual de los vehículos con motor de combustión interna o la Ley de Restauración de la Naturaleza.

La UE ha convertido el Pacto Verde —un gran conjunto de políticas para hacer frente al cambio climático y la degradación del medio ambiente— en una prioridad política. El objetivo es alcanzar las cero emisiones netas de carbono de aquí a 2050. Para llegar a este objetivo, es necesario acelerar la descarbonización en sectores que se han quedado rezagados en la reducción de emisiones. La descarbonización de sectores como el transporte por carretera y los edificios recae directamente sobre los hogares, mientras que en la agricultura y la industria pesada afecta a unos intereses empresariales específicos. Los gobiernos están exigiendo a los hogares y a esas empresas que modifiquen su comportamiento y hagan grandes inversiones, y de ahí las reacciones en contra.

Por eso es importante comprender la amplitud de esta reacción y qué tipos de políticas están en juego. No es inevitable que se frene la agenda medioambiental y climática de la UE. En contra de lo que alegan los detractores del Pacto Verde, una agenda verde ambiciosa es fundamental para el bienestar de los ciudadanos y la competitividad de las empresas europeas.

Los agricultores llegan en sus tractores a la Puerta de Brandeburgo para protestar contra los recortes previstos a los subsidios estatales que reducen sus costes de combustible en diciembre de 2023 en Berlín, Alemania. (Michele Tantussi/Getty Images)

Los distintos grados de reacción en contra de las políticas verdes

No es lo mismo hablar de declaraciones críticas de los jefes de gobierno sobre el Pacto Verde de la UE que de una amplia reacción social o un sentimiento de escepticismo contra determinadas políticas medioambientales y climáticas.

Entre los líderes de la UE, el verano pasado, el presidente francés, Emmanuel Macron, y el primer ministro belga, Alexander De Croo, pidieron una pausa en las nuevas iniciativas verdes europeas. Lo hicieron después de que la UE aprobara una “ola” de nuevas políticas para cumplir los objetivos climáticos 2030: su argumento era que los gobiernos y las empresas necesitan tiempo para llevar a la práctica las nuevas normas y adaptarse a ellas. Además, alegaron que la Unión debería reforzar todavía más las presiones reguladoras para no arriesgarse a perder industrias que se marchen a otras jurisdicciones con políticas verdes más laxas. Posteriormente, De Croo matizó sus palabras diciendo que, aunque la reducción de las emisiones de carbono es completamente obligatoria, añadir más restricciones relacionadas con la protección de la biodiversidad o la regulación de los productos químicos podría ser demasiado ambicioso y contraproducente. Esta es la prueba de que a algunos líderes políticos les preocupa enfrentarse a grupos de intereses concretos como los agricultores, que pueden verse perjudicados por determinadas políticas del Pacto Verde.

Los líderes populistas de derechas, como el primer ministro polaco saliente Mateusz Morawiecki y el primer ministro húngaro Viktor Orbán, llevan mucho tiempo criticando las políticas europeas para la transición energética. Morawiecki exigió que se pusiera un tope a los precios del carbono determinados por el régimen de comercio de derechos de emisión de la UE, pero perdió su cruzada. Orbán trató de achacar la subida de los precios de la energía a la política climática de la Unión, en vez de las maniobras de Vladímir Putin sobre el caudal de gas.

Para los ciudadanos europeos, la acción por el clima sigue siendo una de las principales prioridades políticas: el 29% de los ciudadanos de la UE encuestados por el Eurobarómetro en otoño de 2023 creen que la acción climática es uno de los principales problemas que debe abordar el Parlamento Europeo, después de la pobreza, la exclusión social y la salud pública, pero a la altura del apoyo a la economía y la creación de empleo. Aunque esta cifra es un 10% inferior a la de noviembre de 2021, el orden de prioridades no ha cambiado.

Sin embargo, en una encuesta sobre el clima llevada a cabo en el verano de 2022, el Eurobarómetro llegó a la conclusión de que, aunque la mayoría de los europeos eran optimistas y pensaban que la transición energética va a crear más puestos de trabajo de los que va a destruir, solo el 46% estaba convencido de que la energía, los productos y los servicios sostenibles estarían al alcance de todos. Los costes de la acción climática y su justa distribución preocupan a los europeos. Este temor se vislumbra también en una encuesta más reciente, hecha por el Proyecto Tempo en noviembre de 2023: los principales impulsores de la reciente reacción contra las políticas verdes son los votantes que ya se sienten envueltos en inseguridad económica y alejados de la política. Son los llamados “votantes olvidados”, que constituyen entre el 20% y el 30% del electorado activo de la UE. Estas cifras hacen pensar que la “fatiga” causada por las políticas verdes, en términos generales, será un tema importante en la campaña de las elecciones europeas de 2024.

Un trabajador monta bombas de calor para edificios residenciales en una fábrica del Grupo Bosch Home Comfort en Eschenburg, Alemania. (Sascha Schuermann/Getty Images)

Las políticas verdes “desencadenantes”

Para comprender y abordar la reacción en contra de lo verde, tenemos que ser más específicos a la hora de identificar las políticas que la desencadenan cuando se diseñan y se aplican mal.

En primer lugar, las políticas que afectan directamente al coste de la vida —como los impuestos sobre el carbono o los precios del carbono resultantes de regímenes de comercio de derechos de emisión como el vigente en la UE— tienen especial facilidad para provocar reacciones en contra. En 2018, el aumento del impuesto sobre el carbono de 44,6 a 86,2 euros por tonelada de CO2 anunciado por Macron provocó protestas de los gilets jaunes (chalecos amarillos) en toda Francia, ante el temor a que subiera el precio de los combustibles. El gobierno francés decidió no aumentar el impuesto.

Las políticas de este tipo, como los impuestos sobre los carburantes o los impuestos sobre el carbono, ponen de manifiesto el coste de las emisiones de carbono y por fuerza suben el precio de los bienes con uso intensivo de carbono, como los coches de gasolina. El objetivo de este tipo de políticas es fomentar el abandono de las tecnologías contaminantes, pero el encarecimiento del transporte o de la calefacción puede ser una carga especialmente pesada para los hogares de rentas más bajas, que suelen utilizar coches o calefacciones con menor eficiencia energética y quizá carecen de capacidad económica para pasar a otros más ecológicos. Por ese motivo, puede parecer que estas políticas son socialmente injustas, si no van acompañadas de medidas que ayuden a los hogares más pobres a tomar decisiones más sostenibles.

En segundo lugar, prohibir las tecnologías intensivas en carbono también puede provocar reacciones negativas, puesto que limitan claramente las opciones de los consumidores y las empresas, en lugar de sugerir o fomentar el cambio. La reacción puede ser especialmente violenta si los mandatos de eliminación progresiva se aplican sin acompañarlos de ninguna medida para ayudar a los hogares y a las empresas a sustituir las tecnologías prohibidas por opciones más limpias y asequibles. Por ejemplo, durante el verano de 2023, el gobierno alemán de coalición, presionado por el Partido Verde, había puesto sobre la mesa una propuesta para prohibir la instalación de sistemas de calefacción de gas y petróleo antes de 2024 y exigir a los hogares que en su lugar instalaran nuevos sistemas “verdes”, por ejemplo, bombas de calor. La oposición política, las empresas y gran parte de los votantes la rechazaron. El gobierno acabó por revisar la ley de forma que siguió permitiendo la instalación de nuevas calefacciones de gas y gasóleo en determinadas circunstancias (por ejemplo, si se pueden convertir a hidrógeno) y trasladó la carga de los hogares a los ayuntamientos, que tendrán que presentar planes en los que esbocen cómo piensan descarbonizar la calefacción.

Otro ejemplo es el fin gradual de la venta de vehículos con motor de combustión interna (MCI) de aquí a 2035, que la UE aprobó a principios de año en un intento de fomentar las ventas de vehículos eléctricos (VE). La oposición de Alemania en el último instante hizo que se incluyera una excepción: los coches con motor de combustión interna podrán seguir en el mercado siempre que funcionen exclusivamente con combustibles sintéticos neutros en carbono, una tecnología de nicho que no se espera que llegue al mercado de masas. El intento de Italia de obtener una exención similar para los biocarburantes no salió adelante. Es evidente que los impulsores de estas reacciones fueron los grupos de presión de la industria automovilística, lo que indica hasta qué punto los intereses organizados pueden frenar los intentos de llevar a cabo una reforma verde.

En tercer lugar, la otra cara de la moneda de las prohibiciones de tecnologías “marrones” son las leyes que obligan a que todos los bienes actuales sean “ecológicos”. Esos mandatos, igual que las prohibiciones, encarnan una estrategia política que en economía medioambiental se denomina “de mando y control”: exigen a los individuos que cambien de comportamiento o que “limpien” sus bienes dentro de un plazo concreto. Un ejemplo de esta estrategia son las leyes que ordenan renovar los edificios para que sean más eficientes y consuman menos energía. Ese era uno de los conceptos básicos de la Directiva europea sobre eficiencia energética en los edificios, pero los legisladores lo suavizaron tras la fuerte reacción de algunos Estados miembros presididos por gobiernos de derechas. El gobierno italiano, por ejemplo, se mostró muy crítico con el intento de exigir que la gente haga cambios en su vivienda. Al final, la obligación de renovar los edificios residenciales para mejorar su eficiencia energética antes de 2035 solo se va a aplicar a “los menos eficientes”, es decir, menos de la mitad del parque europeo de viviendas.

Un cuarto tipo de políticas que pueden desencadenar reacciones en contra son las que afectan directamente a grupos de intereses especiales, como los agricultores. Estos grupos son suficientemente poderosos como para haber eludido hasta el momento los principales objetivos de descarbonización, pero ahora no tienen más remedio que contribuir a las medidas climáticas. En las elecciones provinciales celebradas en los Países Bajos la primavera pasada hubo un ascenso inesperado del Movimiento Campesino-Ciudadano, que canalizó la indignación de los agricultores ante el plan del gobierno de reducir el número de cabezas de ganado para frenar la contaminación por nitrógeno. El resultado electoral repercutió en toda la UE: para evitar la ira de los agricultores, el Partido Popular Europeo (PPE), de centroderecha, intentó —en vano— eliminar la Ley de Restauración de la Naturaleza en el Parlamento Europeo. Esta ley aspira a fijar objetivos para mejorar y restaurar hábitats de biodiversidad, como humedales y bosques. Pero los agricultores siguen formando un electorado con mucho poder. En su discurso sobre el estado de la Unión de septiembre de 2023, la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, se aseguró de elogiar el papel de los agricultores a la hora de garantizar la seguridad alimentaria, al mismo tiempo que insistía en la necesidad de que “la agricultura y la protección de la naturaleza vayan de la mano”.

Pero las reacciones en contra de las políticas verdes no son inevitables. Los resultados de las encuestas citadas, el Eurobarómetro y el Proyecto Tempo, indican que la mayoría de los ciudadanos están preocupados por el cambio climático, pero tienen miedo a cambiar sus hábitos y no pueden o no quieren sufragar unos costes más caros. El motor principal de las reacciones contra las políticas verdes no son los negacionistas. ¿Qué se puede hacer entonces para prevenir o, por lo menos, controlar esas reacciones?

Una persona se arrodilla durante una manifestación por el clima en Lisboa, Portugal, el 9 de diciembre de 2023. (Luis Boza/NurPhoto/Getty Images)

La gestión de la reacción contra lo verde

Para evitar o, por lo menos, gestionar esas reacciones, es fundamental ayudar a los hogares y las empresas que no pueden permitirse los cambios tecnológicos imprescindibles para la descarbonización. El pasado invierno, Europa experimentó una gran subida de los precios de la energía que los gobiernos trataron de mitigar con subvenciones generosas y límites a los precios. En su mayoría, estas medidas de ayuda a las rentas eran incondicionales, lo que quiere decir que todos los hogares se beneficiaban independientemente de sus ingresos. Eso facilitó su aplicación, pero ha pasado factura a la hacienda pública.

En el futuro, las ayudas a la renta deben centrarse en quienes más las necesitan, como los consumidores más pobres que tienen dificultades para pagar las facturas. Las medidas de fomento de las inversiones deben ser selectivas, tener en cuenta los ingresos y estar condicionadas a la sustitución o renovación de los bienes más antiguos por otros más eficientes. Por ejemplo, subvenciones para que los hogares más pobres pongan buenos aislamientos en su casa o mejoren el sistema de calefacción. Francia ofrece distintos niveles de subvenciones a la renovación en función de las rentas familiares y el ahorro energético que suponga la renovación. En cambio, Italia ofrecía unas subvenciones muy generosas para la renovación de la vivienda pero que no tenían ningún límite en función de los ingresos, no eran solo para la vivienda principal y tampoco ponían la condición de hacer mejoras ambiciosas en eficiencia energética.

El fomento de la inversión debe consistir sobre todo en facilitar las mejoras que necesitan un gran gasto inicial y tardan mucho en amortizarse. Por ejemplo, la compra de un vehículo eléctrico es una inversión menor que una renovación completa de la vivienda y tiene un periodo de amortización más corto, puesto que los costes de funcionamiento de un vehículo eléctrico ya son inferiores a los de un coche tradicional. Alemania, que está sufriendo problemas presupuestarios, ha congelado las ayudas a la inversión para la renovación de viviendas y la descarbonización de la calefacción y, sin embargo, mantiene las subvenciones a los vehículos eléctricos, pero esa es una mala decisión.

Cuando se fijan los precios del carbono, ya sea mediante los impuestos o el comercio de derechos de emisión, sus efectos regresivos se pueden compensar con creces si los ingresos recaudados se utilizan de forma adecuada. Por ejemplo, esos ingresos podrían servir para financiar transferencias de dinero en efectivo a toda la población. Como las transferencias tienen, todas, el mismo importe, pero el precio total del carbono dependerá de cuánto contamine cada persona, a la hora de la verdad los que menos contaminen podrán obtener un beneficio neto y, por el contrario, quienes más contaminen soportarán una carga mayor.

La UE ha optado por una estrategia muy selectiva. A partir de 2027 implantará en toda la Unión un precio del carbono para el transporte y la calefacción mediante un nuevo régimen de comercio de derechos de emisión, el llamado RCDE2. Pero, con el fin de reducir la carga que supone para los más pobres, los ingresos obtenidos con las subastas de permisos de contaminación del RCDE2 se utilizarán en parte para ayudar a los hogares y las empresas vulnerables a dejar el transporte y la calefacción intensivos en carbono (por ejemplo, con la sustitución de los coches de gasolina por eléctricos y la calefacción de gas por bombas de calor). El principal instrumento de esta campaña es el nuevo Fondo Social para el Clima (FSC), pero, como su dotación presupuestaria es inferior a la de la propuesta inicial de la Comisión, es posible que no sea suficiente para ayudar a todos los consumidores que lo necesiten, por lo que no habrá más remedio que completarlo o complementarlo con campañas nacionales.

No obstante, el dinero en efectivo, ya sea en forma de transferencias o subvenciones, puede no ser bastante para eliminar las reacciones en contra de las políticas verdes. Como demuestra la encuesta del Proyecto Tempo, los votantes también quieren ver que la transición energética tiene beneficios sociales más generales, qué consecuencias positivas puede tener para su situación personal y las perspectivas económicas de su comunidad. El argumento de que Europa tiene el deber de reducir sus emisiones, y cuanto antes, porque tiene un compromiso internacional, quizá convenza a algunos votantes, pero desde luego no a todos.

Por eso es importante que los legisladores expliquen mejor los beneficios de la acción climática, tanto económicos como de otro tipo. Por ejemplo, para los hogares, las inversiones en mejoras de la eficiencia energética entrañan las molestias de las obras, pero mejoran la comodidad y reducen la factura energética. Además, la renovación de edificios crea puestos de trabajo locales, lo que puede ser un buen argumento a su favor. Es importante que los gobiernos expliquen las ventajas económicas de las inversiones climáticas: la descarbonización industrial puede situar a Europa en primera fila de nuevos sectores como el del acero limpio y, al mismo tiempo, reducir su dependencia de los combustibles fósiles importados, que tienen unos precios elevados y volátiles. Los políticos no deben ocultar los costes de la acción climática, pero también deben dejar claros todos los beneficios directos e indirectos que tienen y que no se limitan a la reducción de emisiones.

Por último, es importante que los políticos hablen con franqueza sobre los costes sociales de la inacción climática: Europa ha sufrido en los últimos años varios fenómenos meteorológicos extremos, desde inundaciones hasta incendios forestales, que son cada vez más frecuentes debido al cambio climático y van a serlo cada vez más, junto con los daños que causan y los costes que supone repararlos. Eso quiere decir que Europa no puede estar totalmente a salvo del cambio climático, pero sí puede hacer todo lo posible para mitigar sus emisiones y adaptarse a los daños inevitables.

Pisar el freno en la descarbonización para apaciguar a los que encabezan las reacciones en contra no haría ningún favor a Europa. No aliviaría la subida de los costes de la vida, porque depender de los combustibles fósiles es caro y arriesgado, como ha demostrado la crisis energética de los dos últimos años. Del mismo modo, frenar o paralizar la acción climática cuando Estados Unidos y China están destinando grandes subvenciones a los sectores de tecnologías verdes no haría que Europa sea más competitiva. Seguir como hasta ahora, dando marcha atrás en las leyes ya aprobadas sobre energía y clima o haciendo una “pausa” en los cambios futuros necesarios, es implanteable.

El artículo original en inglés ha sido publicado en el Centre for European Reform

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia