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En la defensa de la causa palestina o israelí muchos consideran la muerte de civiles un mal lamentable pero necesario, evitando su condena rotunda. Aunque sabemos que el ataque a civiles es ilegal e inmoral, muchos desconocemos el alcance de sus consecuencias. Una comprensión completa de sus implicaciones prácticas nos convence de la necesidad de priorizar la protección de los civiles –independientemente de nuestra ideología.

El conflicto Palestina-Israel es muy complicado. Pero hay una gran trampa en aplicar a todo lo que allí pasa la frase “es-que-lo-de-Palestina-Israel-es-complejo”, porque junto a aspectos difíciles de entender, hay otros tremendamente sencillos. Entonces, distingamos: ¿Cuál es la solución para el conflicto Palestina-Israel? Complejo. ¿Por qué existe este conflicto? Complejo. ¿Quién tiene razón? Complejo: o le dedico tiempo o no voy a poder entenderlo. Sin embargo… ¿Es correcto atacar a civiles israelíes o bombardear a civiles palestinos? Sencillo: es absolutamente inaceptable – siempre, lo haga quien lo haga y pase lo que pase.

Sin embargo, aunque algunos condenan el asesinato de civiles, gran parte de nuestra sociedad lo justifica. Lo hacen muchos políticos, muchos periodistas y lo hacemos muchos ciudadanos. No llegamos al punto de celebrar las muertes, pero a menudo miramos para otro lado cuando el que agrede es la parte a la que apoyamos. Así, cuando Hamás ataca a civiles israelíes, los pro-palestinos nos recuerdan las injusticias que sufre el pueblo palestino en vez de condenarlo rotundamente. Y cuando Israel bombardea a la población civil palestina, los pro-israelíes nos recuerdan el derecho de Israel a defenderse en vez de condenarlo rotundamente. ¿Cómo es posible que aceptemos algo tan opuesto a nuestros propios valores por un conflicto lejano que ni siquiera entendemos del todo? 

En nuestro afán por intentar ser justos, tomamos partido por quien sentimos que tiene razón, pero cuando aquellos a los que apoyamos atacan a civiles, nos crean un dilema: ¿Es más importante apoyarles en su causa justa o condenarles por el ataque sabiendo que debilitamos su credibilidad? El presente artículo argumenta que independientemente de nuestras convicciones morales, un conocimiento pleno de las implicaciones prácticas del ataque a civiles nos despeja las dudas sobre la necesidad de condenar el ataque a civiles siempre, rotundamente y lo haga quien lo haga. 

Se presentan dos espacios diferentes de análisis. Por un lado, se examinan tres consecuencias del ataque a civiles particularmente graves: la creación de una espiral de violencia peor que la propia guerra; la extensión del conflicto al resto del mundo a través de la islamofobia y el antisemitismo; y el establecimiento de la base necesaria para genocidios futuros. Por otro lado, se analizan tres causas que explican nuestra sorprendente tolerancia ante el asesinato de civiles: pensamos que favorecen a la parte que apoyamos,  vivimos un proceso de desvinculación emocional del dolor ajeno y dudamos de que los civiles sean realmente inocentes.

Las verdaderas razones de la prohibición del ataque a civiles: un asunto de supervivencia práctica, no solo un tema moral 

Si entre todos los horrores de la guerra, pudieras prohibir solo uno ¿Cuál elegirías? Merece la pena pensarlo detenidamente. Para escoger no basta con que sea algo horrible –todo lo es en una guerra: hace falta algo más… Esta pregunta se la hicieron los países del mundo en Ginebra en 1949 y tuvieron clara la respuesta: “el asesinato de civiles”. Ése es el horror entre los horrores, la línea roja que no deberíamos volver a cruzar nunca jamás.

¿Y te atreverías a adivinar cuántos países se pusieron de acuerdo? No es fácil alcanzar consensos amplios con tantas culturas diferentes. Si respondiste “muchos”, te acercaste, pero no era la respuesta correcta. La increíble respuesta es “todos”. ¡Todos los países del mundo! ¿Cómo es posible una unanimidad tan excepcional? La explicación es que acababan de vivir en sus propias carnes las atrocidades de la II Guerra Mundial. O en otras palabras: no hay nadie que haya vivido una guerra que tenga dudas sobre la necesidad de proteger a los civiles, porque tanto vencedores como vencidos han sufrido las consecuencias de no hacerlo. Sin embargo, muchos no hemos vivido nunca una guerra –la leemos o la vemos por la tele, pero no la vivimos. Y así, aquello que era obvio para nuestros bisabuelos, nosotros ya no lo vemos tan claro, porque mientras que el recuerdo de una experiencia trascendente dura toda una vida, lo que nos cuentan otros lo vamos olvidando poco a poco. Y cuando hoy escuchamos que el asesinato de civiles se opone a los valores más esenciales de nuestra civilización, entendemos la idea, pero la sentimos solo a medias… como si fuera solo una teoría. 

Del mismo modo, sabemos que eso de matar civiles “no se hace”, pero hemos olvidado el por qué. Al fin y al cabo ¿no consiste la guerra en matar a jóvenes de verde –cuantos más mejor? Así que cuando los expertos nos explican que matar jóvenes es legal, pero civiles no, nos quedamos descolocados ¿Será que cuando dicen civiles se refieren a los niños o a las mujeres? Tampoco es eso, porque está prohibido atacar a todos los civiles, incluidos los hombres. ¿Entonces, por qué? Claramente, hemos olvidado las razones exactas. Y sin embargo, saber exactamente por qué, es esencial, porque la protección de civiles no es una regla cualquiera, sino una de esas que sirve únicamente cuando estamos en guerra, así que si de verdad queremos que se cumpla, no basta con un simple “sí, parece razonable no matar civiles”, sino que hace falta un convencimiento total del tipo “nunca jamás matar civiles, pase lo que pase”. Esa convicción se ha de construir antes de que llegue la guerra, ahora que estamos en paz y tenemos la tranquilidad necesaria para pensar más allá de nuestros instintos primarios, porque luego será demasiado tarde. Una vez que llega la guerra, te han matado hijos y han destruido tu casa, solo las convicciones más profundas tienen alguna oportunidad de sobrevivir, porque el resto se las lleva por delante el odio y la desesperación por ganar la guerra sea como sea. Y entonces, si no hemos hecho esos deberes, se completa el ciclo del absurdo: tenemos leyes para la guerra que no aplicamos porque hay guerra –lo cual es como no tener ley. 

Entre todo lo que hemos ido olvidando, quizá lo más crucial es que nuestros bisabuelos no eligieron proteger a los civiles solo por razones morales –que también– sino principalmente por razones prácticas de supervivencia. Comprendieron que el ataque a civiles no les acercaba a la victoria tal como ellos esperaban, sino que creaba un efecto imprevisto que los llevaba a todos a la destrucción. El mecanismo es tan contraintuitivo como interesante: las guerras se inician para conseguir un objetivo, como puede ser ganar un territorio, conseguir más riqueza o imponer tu poder. La lógica de la guerra no busca que te destruyas junto a tu enemigo, sino conseguir ese objetivo convenciendo a tu enemigo de que le conviene rendirse porque tienes más fuerza que él. En este marco hay una racionalidad según la cual cada parte calcula cuánto gana y cuánto pierde con esa guerra, y si no le salen las cuentas, se rinde. Aunque nadie quiere perder, mientras las dos partes se mantienen en esta racionalidad se puede seguir soñando con un final, pero esa esperanza desaparece cuando uno de los dos –o los dos– cae en la trampa de pensar que puede conseguir vencer haciendo el mayor daño posible al enemigo. Cuando esto ocurre –típicamente mediante el ataque a civiles– hay un punto a partir del cual tu enemigo abandona ese cálculo racional. Ya no dice: “vale, veo que no voy a lograr el objetivo al que aspiraba con esta guerra, así que evito más muertes y me rindo”,  sino que pasa a decir; “me ha dejado de importar el objetivo inicial de esta guerra porque me has arruinado la vida, no tengo ya nada que perder y solo quiero arruinar la tuya cueste las vidas que cueste,  así que no voy a rendirme nunca”. Las dos partes olvidan la razón por la que empezaron la guerra y solo les queda el deseo de matar. Y aquí está el gran secreto: vencer a través del uso de la fuerza es una cuestión de grado, porque “hacer daño al enemigo” sí te ayuda a vencer, pero “hacer el mayor daño posible”, no. Porque pasado cierto umbral de dolor –y el ataque a civiles lo pasa– lo que creas es una espiral de odio que no solo agrava la crueldad del conflicto, sino que en vez de invitar a tu enemigo a rendirse, le lleva a un odio ciego contra ti que prolonga indefinidamente la guerra.

Los babilonios fueron los primeros humanos en entender este problema. Era el año 1.705 antes de Cristo. Para evitar la espiral de sangre entre las tribus de Mesopotamia –el mundo más civilizado de la antigüedad– tuvieron la genial idea de escribir 282 leyes en lenguaje acadio –el inglés de la época– y ponerlas a la vista de todos. Era el llamado Código de Hammurabi, caracterizado por la ley del talión, cuya expresión más conocida es la de “Ojo por ojo, diente por diente”. A primera vista nos puede sonar a simple revanchismo, pero es la revolución jurídica más importante de la humanidad. Solo se entiende el progreso extraordinario que supuso si se sabe lo que había antes: como a uno de tu tribu se le ocurriese matar a uno de otra tribu, venían los de esa tribu y arrasaban con todos los de tu tribu… y viceversa. Es decir: cualquier pequeño conflicto tenía la capacidad de llevar a ambas tribus a la destrucción total. La ley del talión es el primer intento en la historia de la humanidad por poner límite a la venganza indiscriminada. La palabra talión viene de la raíz latina talis que significa igual, de la que deriva la expresión en español tal cual o en inglés retaliate. Esta ley buscaba que la respuesta ante un ataque fuera igual al ataque y no mayor, lo cual no solo era más justo, sino que aseguraba que las tribus sobrevivieran a sus conflictos. Eso es civilización.

Después ha habido muchos intentos por refinar la ley del talión, buscando ir más allá de la pura justicia para conseguir un bien social más amplio. El hito más importante lo lograron nuestros bisabuelos con los convenios de Ginebra de 1949, un conjunto de reglas que componen la base del llamado derecho internacional humanitario, tan sencillas y trascendentes para todos, que deberían estudiarse en la escuela primaria. Desgraciadamente, la inmensa mayoría de los ciudadanos las confundimos con cosas que no tienen nada que ver. Si preguntas a tu alrededor qué es eso del derecho internacional humanitario, comprobarás que muchos creen que se refiere a la ayuda humanitaria de las ONGs –nada que ver. A otros les suena a las agencias de Naciones Unidas –tampoco. Muchos otros ven la palabra “humanitario” y llegan a la conclusión de que sirve para proteger los derechos humanos– pero tampoco es eso, porque el derecho a la vida es un derecho humano y en la guerra está permitido matar ¿Qué es pues el derecho internacional humanitario? Nos ahorraríamos muchas confusiones si simplemente lo llamásemos reglas mínimas en la guerra, que es lo que realmente son: los mínimos que hay que respetar una vez que estamos en guerra. Porque aunque sí tienen el propósito humanitario-compasivo de evitar una crueldad innecesaria, su objetivo fundamental es práctico: evitarnos la temida espiral de violencia que nos lleva a la destrucción de ambas partes. 

Para entender la trascendencia de este hito civilizatorio, es necesario visualizar el formidable reto al que hicieron frente aquellos hombres y mujeres y la brillantez con la que lo resolvieron. La breve historia de ese momento mágico es que tras sufrir dos guerras mundiales –se dice pronto– hubieran deseado prohibir las guerras para siempre, pero viendo que eso no era factible, decidieron intentar un desafío utópico sin precedentes: buscar el mínimo de los mínimos con el que todo el planeta pudiera estar de acuerdo, independientemente de sus intereses, ideologías o culturas. Reuniones, propuestas, discrepancias, enfados, desacuerdos… un reto diplomático colosal. Hubiera bastado con que chocase con la cultura de una pequeña isla del pacífico para que no ocurriera. Pero lo consiguieron: pusieron de acuerdo al mundo entero. El precio inevitable fue tener que conformarse con seleccionar muy pocas cosas que proteger, tan solo aquellas que todos los pueblos del planeta sin excepción pudiesen ver como beneficiosas, pero valía la pena a cambio del logro extraordinario de tener por fin reglas verdaderamente universales. Tan selectivos fueron que todas las leyes que acordaron se pueden resumir en tres reglas: respetemos a heridos y prisioneros, evitemos los males innecesarios para vencer y distingamos entre combatientes y civiles.

Y es profundamente decepcionante que en pleno siglo XXI no solo no cumplamos esas tres sencillas reglas, sino que ni tan siquiera lleguemos a los estándares de la ley del talión, sumiéndonos en un retroceso civilizatorio de más de 4000 años.

Un niño palestino sobre los escombros de la mezquita de Shuhada, destruida completamente por Israel, en el campamento de Nuseirat, Gaza, el 10 de agosto de 2014. (Mustafa Hassona/Anadolu Agency/Getty Images)

Las consecuencias del ataque a civiles en el marco de un conflicto armado

Las inmoralidad de hacer sufrir a inocentes debería bastar para rechazarlo, pero hay además consecuencias que nos afectan gravemente a todos, independientemente de nuestra posición moral o nuestra ideología. En el conflicto Palestina-Israel, podemos destacar tres: la creación de una espiral de violencia sin fin; la extensión del conflicto al resto del mundo a través de la islamofobia y el antisemitismo; y la creación de la base para genocidios futuros.

(1) La creación de una espiral de violencia sin fin

La guerra es el horror más grande que uno pueda imaginarse. Muerte, amputaciones, dolor, destrucción, desesperación, violaciones, odio, frío, calor, sueño, miedo… imposible de describir ¿Qué puede ser aún peor que la guerra? La pregunta es difícil, pero la respuesta es sencilla: aún peor que la guerra es la guerra sin fin, porque lo único que separa a la guerra del horror absoluto es saber que no es para siempre. Cuando hay un principio y un fin, el ser humano aguanta lo inaguantable y anima a aguantar a sus hijos aferrado a un solo pensamiento: esto pasará. Pero el ataque a civiles no solo añade un sufrimiento innecesario a ambas partes, sino que rompe la lógica de la guerra, llevándola a un infinito absurdo. 

Más arriba vimos cómo “hacer daño al enemigo” ayuda a vencer, pero “hacer el mayor daño posible” no, porque rompe la racionalidad de la guerra. Pero… ¿Qué es lo que explica que sea precisamente el ataque a civiles –y no otra cosa– lo que hace descarrilar la lógica de la guerra llevándonos a esa espiral infinita? El origen del desajuste es precisamente un error de lógica, concretamente un simple error clasificatorio. A la hora de pensar en personas que no conocemos personalmente, hacemos algo que jamás se nos ocurriría hacer con nuestros conocidos: ignoramos las miles de dimensiones que conforman la identidad de un ser humano –generoso, futbolero, amante del arte, dormilón, curioso, respetuoso, montañero, casero, maternal, comprensivo… y las sustituimos por una sola categoría colectiva tipo religión, color de piel, nacionalidad, profesión, etc. A partir de aquí, pasamos a llamarles “los musulmanes”, “los rusos” o “los banqueros”, como si esa característica les definiese por entero, olvidando el resto de dimensiones de su identidad. Este reduccionismo clasificatorio distorsiona nuestra percepción de la realidad a muchos niveles, porque dejando aparte lo discutible de elegir estas características para resumir lo que define a un grupo –¿por qué no otras?– creernos que un solo rasgo les hace a ellos diferentes a nosotros es simplemente falso –probablemente compartimos mil cosas. Si además decidimos promover esta característica única –su color, su país, su religión– como lo único que vemos y nos importa, cometemos un suicidio de la lógica.

Carteles de los rehenes israelíes retenidos por Hamás cuelgan en una casa destruida en Be’eri, Israel, cerca de la frontera con Gaza. (Maja Hitij/Getty Images)

Un ejemplo de este error clasificatorio y sus consecuencias lo vemos en Palestina-Israel. En este conflicto el asesinato de civiles adopta principalmente dos modalidades: el terrorismo y el bombardeo de poblaciones civiles, el primero practicado principalmente por Hamás –pero no solamente– y el segundo principalmente por Israel –pero no solamente. Las dos prácticas constituyen tipos de un mismo fenómeno: el castigo colectivo a terceros. Muchos confundimos el castigo colectivo a terceros con la guerra, porque se parecen estéticamente –bombas, soldados, muertos, etc.– pero son radicalmente diferentes. Aprender a distinguirlos es esencial, porque aunque la guerra es horrible, tiene unas pocas reglas que nos salvan de lo peor, mientras que el castigo colectivo no. En la práctica, las leyes mínimas de la guerra se traducen en unas reglas de juego muy sencillas: una es que los participantes deben ponerse camisetas de diferentes colores para saber quién va con nosotros, quién no y quién ha decidido no participar; otra es que solo vale matar al enemigo. Si se cumplen estas reglas, lo podemos llamar guerra, si no, no. Y la diferencia es crucial, porque mientras que la lógica de la guerra lleva a un final, la del castigo colectivo no.

La delirante lógica del castigo colectivo –sea terrorismo o bombardeo a civiles– es la siguiente: alguien mata a mi hijo, me invade la urgencia de vengarme, pero como me es difícil encontrar al asesino, mato al hijo de otro. Ese otro, que no tenía nada que ver con el asesinato de mi hijo, ve como matan a su hijo, le invade la urgencia de vengarse, pero como le es difícil encontrar al asesino de su hijo, mata al hijo de otro que no tuvo nada que ver… en un ciclo de odio infinito. La pregunta clave es: ¿Cómo eligen a ese otro? Por increíble que parezca, lo eligen prácticamente al azar. Seleccionan de modo arbitrario un rasgo identitario del que asesinó a su hijo y lo proyectan como base de una responsabilidad colectiva en otros que nada tienen que ver con ese asesinato. Por ejemplo, si una mujer asesina a mi hijo, debería importarme su rasgo identitario de “asesina” a la hora de vengarme a nivel colectivo. Pero como no es fácil encontrar asesinos y lo que yo necesito es vengarme cuanto antes, elijo arbitrariamente su rasgo identitario de “mujer” y me vengo matando a la primera mujer que me encuentro, pensando –“eres responsable por ser mujer, como quien mató a mi hijo”. ¿Absurdo? En Palestina-Israel hacen exactamente lo mismo, solo que en vez de seleccionar como rasgo identitario de proyección colectiva el sexo del asesino, eligen la tierra de la que proviene. Los de Hamás asesinan a un chaval israelí de 17 años que iba a un festival de música, porque le consideran responsable de las injusticias y asesinatos que Israel ha impuesto a su pueblo, ya que procede de la misma tierra que el asesino –“eres responsable por ser de Israel, como quien mató a mi hija”. Los de Israel asesinan a una chica palestina de 17 años que iba a su clase de violín, porque la consideran responsable de los miedos y asesinatos que Hamás ha impuesto a su pueblo, ya que procede de la misma tierra que el asesino–“eres responsable por ser palestina, como quien mató a mi hijo”. Y viendo eso, yo solo espero que a nadie de Bilbao se le ocurra hacer nada malo por el mundo, a ver si se van a vengar bombardeando mi ciudad o cogiéndonos como rehenes. 

Ante tanto sinsentido, nos quedaría una pregunta por responder: ¿Por qué las dos partes asesinan civiles si ya saben que eso no los va a llevar a la victoria sino al sufrimiento mutuo? Hay dos grandes razones: la ira y el olvido. 

La ira es una de las emociones humanas más distorsionadora de la razón, porque crea en el ser humano una tensión fisiológica tan extrema que le impide pensar y le urge a buscar un alivio inmediato. Simplificando mucho, vengarte de los responsables proporcionaría ese ansiado alivio, pero no sirve porque lleva tiempo, mientras que asesinar civiles es rápido ¿Se consigue una verdadera venganza matando civiles? Realmente no, porque los verdaderos responsables pueden perfectamente estar de fiesta mientras tú asesinas civiles inocentes, pero sí consigues sentir que te vengas, lo cual alivia tanto como vengarte de verdad. Resistir la tentación de dejarse llevar por los instintos de ese modo no es fácil, pero es posible: se llama ser civilizados.

El olvido es la segunda razón. Porque el gran problema del asesinato de civiles es que sus consecuencias no se ven venir, así que o escuchas el aviso de los que lo vivieron antes, o caes en la trampa. Pero parece que la humanidad, a pesar de toda su tecnología, no ha encontrado aún el modo de transmitir convincentemente las experiencias vitales. Cada generación que vive la guerra, cae en el error de asesinar a civiles, paga las terribles consecuencias e intenta avisar a sus nietos…. que ignoran el aviso, repiten el error e intentan avisar a sus propios nietos en un ciclo infinito. Como un Sísifo con su piedra, cada generación olvida lo que aprendió la anterior y la humanidad entera pierde la oportunidad de aprender, evitar el sufrimiento y hacer avanzar la civilización. El precio lo pagamos en vidas humanas, únicas e irrecuperables.

Y es así como matar a civiles causa dos males distintos: no solo es inmoral por castigar a quien nada hizo, sino que nos lleva a todos al desastre colectivo a través de una espiral del odio peor que la propia guerra.

(2) La extensión del conflicto al resto del mundo: islamofobia y antisemitismo

Una bandera israelí cuelga de una casa destruida en Be’eri, Israel, tras el ataque de Hamás el 7 de octubre de 2023. (Maja Hitij/Getty Images)

La segunda consecuencia del asesinato de civiles, es que contribuye de modo directo a expandir el conflicto al mundo entero, de modo que éste deja de ser un conflicto lejano y se nos mete en casa. El odio llega a nuestros barrios, los prejuicios dividen a nuestras comunidades y los atentados terroristas alcanzan nuestras ciudades. ¿Cómo ocurre? Por un lado, nuestra tendencia a confundir musulmanes y árabes o judíos e israelíes propaga el odio hacia millones de personas en países que tienen poco o nada que ver con el conflicto. Por otro lado, la indignación que provoca el asesinato de inocentes, combinada con nuestro doble rasero al condenar solo cuando nos conviene, aumenta la rabia más que la propia guerra, tanto en los participantes como en los que observamos. Las principales vías por las que corre este reguero de odio son la islamofobia y el antisemitismo.

La islamofobia está relacionada –entre otras cosas– con una ignorancia profunda sobre lo que es el islam. Si alguien nos pidiese que expliquemos la diferencia entre un palestino, un árabe y un musulmán, a muchos nos pondría en dificultades. Y la mayoría nos sentiríamos en un aprieto si nos propusiesen esta adivinanza: entre los cinco países con mayor población musulmana del mundo, ¿cuántos crees que son árabes? –la respuesta unas líneas más abajo. El hecho es que muchos confundimos a los 5.5 millones de palestinos que viven en Cisjordania, Gaza y Jerusalén con los 500 millones de árabes que se distribuyen en 22 países diferentes con ideas e intereses muy distintos. Considerarlos como si fueran lo mismo, sería como confundir la afinidad que hay entre los países latinos hasta el punto de decir que españoles, colombianos y mexicanos ven las cosas igual. Muchos árabes pueden tener cierta simpatía por Palestina –otros no– pero no son desde luego responsables por los asesinatos de civiles de Hamás. Puestos a mezclar, no cuesta mucho dar un paso más, y confundir también a los árabes con los casi 2.000 millones de musulmanes del mundo, cuyas cinco mayores poblaciones están en Indonesia, Pakistán, India, Bangladesh y Nigeria –ninguno de ellos ni remotamente árabes. Hablamos de 49 países distintos con mayoría musulmana ¡Un 25% de los habitantes del planeta! Echar leña al fuego de la islamofobia es incendiar el mundo. 

El antisemitismo está relacionado –entre otras cosas– con una ignorancia profunda sobre lo que es el mundo judío. Si alguien nos pidiese que expliquemos si el judaísmo es una religión, una cultura o una raza, nos pondría en apuros. Si además nos preguntasen la diferencia entre un judío y un israelí, nos pondríamos nerviosos. Porque muchos confundimos a los apenas 10 millones de israelíes con los 16 millones de judíos que se distribuyen como minorías en 110 países (!), destacando Estados Unidos, Francia, Canadá, Rusia, y el Reino Unido, todos ellos con ideas e intereses muy distintos –algunos de ellos firmes críticos de las políticas de Israel. Muchos pueden tener cierta simpatía por Israel –otros no– pero no son desde luego responsables por los asesinatos de civiles de Israel. Y si los horrores de los pogroms y del nazismo no nos han enseñado la gravedad de echar leña al fuego del antisemitismo, no sé qué puede hacerlo ya.

Y ahora ya sí, con la islamofobia y el antisemitismo, el conflicto invade el mundo entero, y se mete directamente en nuestros países, nuestros barrios y nuestras casas.

(3) La creación de la base para genocidios futuros

Una consecuencia más lenta de la justificación del asesinatos de civiles, pero aún más terrible si cabe, es que pone la base necesaria para genocidios futuros –no exagero. Siempre me pregunté cómo es posible que personas normales y corrientes pudieran llegar a convertirse no solo en asesinos, sino en verdaderos verdugos capaces de un genocidio. Tras veinte años estudiándolo y escuchando a algunos de sus protagonistas, una cosa me ha quedado clara: hoy en día sabemos perfectamente cómo se llega a un genocidio – los factores, los pasos concretos, etc. Y si tuviera que resumirlo en una frase diría “convenciéndonos de que una idea vale más que una vida humana”. Da igual la belleza de esa idea –de hecho, la trampa es precisamente su belleza– porque cuando se rompe la ecuación sagrada de que una vida vale más que una idea, por atractiva que ésta sea, se abre de par en par el camino al genocidio. Siempre es así: si preguntases a Pol Pot –el líder del genocidio camboyano– por qué lo hizo, te diría todo convencido que buscaba “igualdad para los campesinos pobres”; el coronel Théoneste Bagosora –máximo responsable del genocidio ruandés– te respondería “justicia”; Hitler te diría “la supervivencia de mi pueblo”. Nobles ideas las tres. Si avanzases en la conversación, podrían responderte cosas como que “los grandes avances requieren sufrimiento, mire usted la Revolución Francesa”, como respondió Duch –director del principal centro de tortura y exterminación del genocidio camboyano– al antropólogo François Bizot, el único occidental que sobrevivió las prisiones de los khemeres rojos. 

La historia nos enseña del modo más claro posible que ninguna idea justifica matar a un solo inocente, porque pronunciar una idea es fácil, pero sacrificar una vida es irreparable. Y quien acepta sacrificar una vida, está muy cerca de sacrificar dos –y de ahí a las que hagan falta. Ese camino exactamente estamos siguiendo cuando justificamos el ataque a civiles por apoyar la libertad de los palestinos o la seguridad de los israelíes. Ya sabemos que así comienzan todos los genocidios de la historia de la humanidad, solo se trata de no olvidarlo. 

El asesinato de civiles y nuestra justificación tiene muchas otras consecuencias profundas, desde la erosión del derecho internacional a la pérdida de credibilidad de las democracias occidentales a través del doble rasero que exhiben sobre los valores que dicen defender, pero considero que las más graves son las tres mencionadas: la creación de una espiral de violencia infinita; la extensión del conflicto al resto del mundo; y el establecimiento de una base para genocidios futuros.

Palestinos transportan a una persona herida en un ataque israelí en Deir el-Balah, en el centro de la Franja de Gaza, el 20 de noviembre de 2023. (Majdi Fathi/NurPhoto via Getty Images)

¿Por qué justificamos el asesinato de civiles?

Lo verdaderamente sorprendente de nuestra permisividad ante el asesinato de civiles no es que no sepamos el alcance de sus consecuencias –eso es normal– sino que aceptemos esas muertes a pesar de que chocan frontalmente con nuestros propios valores –¡los nuestros, no los suyos! Porque en nuestra cultura lo natural –salvo personas con trastornos psicópatas o sicarios profesionales– es escandalizarnos ante el asesinato de inocentes. Cualquier sociólogo o antropólogo nos puede explicar lo extraordinario que es que una cultura acepte algo en contra de sus principios esenciales, pero nosotros no solo lo hacemos sino que renunciamos a ellos voluntariamente y sin que nadie nos de nada a cambio. El fenómeno es tan asombroso que necesita explicación. Tres causas ayudan a entender esta contradicción: pensamos que favorecemos a la parte que apoyamos, vivimos un proceso de desvinculación emocional del dolor ajeno y dudamos de que los civiles sean realmente inocentes.

(1) Pensamos que favorecemos a la parte que apoyamos

Quien ve que Israel o Hamás ataca a víctimas civiles inocentes y no lo condena, lo hace pensando que favorece la causa del agresor, sin darse cuenta de que la perjudica. No se trata del consabido “la violencia no lleva a ninguna parte”, sino de algo más específico y contraintuitivo: el asesinato de civiles va en contra de los objetivos del agresor. 

Empecemos el análisis por Israel: si analizamos sus objetivos –olvidándonos por un momento de los intereses palestinos y de consideraciones morales– sería razonable decir que la mayoría de los israelíes quieren acabar con Hamás y vivir en seguridad. ¿Es eficaz para conseguir este objetivo el bombardeo de Gaza con el consiguiente asesinato masivo de civiles palestinos? No solo no lo es, sino que consigue objetivos opuestos a los que desean los israelíes. Porque aunque es probable que los bombardeos maten a muchos miembros de Hamás reduciendo a corto plazo su capacidad militar, Hamás no es un grupo de personas, sino una idea. Simplificando, la idea Hamás podría describirse –explico, no justifico– como la desesperación que siente un ser humano al verse sin futuro convertida en odio hacia quien considera que se lo arrebató. Y el único modo de acabar con una idea es eliminar las razones que la hacen atractiva, en este caso ayudar a los palestinos a tener un futuro. Sin embargo, el bombardeo de Israel sobre Gaza logra exactamente lo contrario, porque por cada civil palestino asesinado injustamente –y todos los son– aparecen un padre, tres hijas, seis nietos y una madre que eran pacíficos, pero que a partir de ahora piensan: “me has arruinado la vida y voy a dedicar las fuerzas que me quedan a arruinar la tuya también”. Las bombas hacen crecer a Hamás exponencialmente, quizá no con los que estaban antes, pero con muchos más de una nueva hornada que a partir de ahora ven atractiva la idea de hacer sufrir a los israelíes en vez de dedicarse a construir un futuro, porque se lo han arrebatado para siempre. Así que el bombardeo a los civiles palestinos es un desastre para los objetivos estratégicos de Israel, porque fortalece a Hamás y reduce objetivamente la seguridad de los israelíes. 

Miremos ahora el lado de Palestina. Si analizamos sus objetivos –olvidándonos por un momento de los intereses israelíes y de consideraciones morales– sería razonable decir que la mayoría de los palestinos quieren acabar con la Ocupación y vivir en libertad. ¿Es eficaz para conseguir este objetivo el ataque de Hamás con el consiguiente asesinato masivo de civiles israelíes? No solo no lo es, sino que consigue objetivos opuestos a los que desean los palestinos. Porque aunque es probable que el ataque de Hamás logre hacer sentir inseguros a los israelíes, aliviando a corto plazo la frustración palestina por el control sobre sus vidas, Israel tiene una visión de su seguridad basada en la preocupación por ser exterminados. Y el único modo de acabar con esa visión –explico, no justifico– es ayudar a los israelíes a sentir que nadie quiere exterminarlos. Sin embargo, el ataque de Hamás logra exactamente lo contrario, porque cada civil israelí asesinado injustamente –y todos los son– evoca en los israelíes una memoria angustiosa –personal y colectiva– que hace crecer el apoyo a una Ocupación más estricta, opresiva y cruel. Así que el terrorismo de Hamás contra los civiles israelíes es un desastre para los objetivos estratégicos de Palestina, porque empeora la Ocupación, reduciendo objetivamente la libertad de los palestinos y empeorando sus condiciones de vida. 

Quien descubre este pierde-pierde, aprende a condenar el asesinato de civiles aunque solo sea por razones puramente estratégicas, independientemente de su ideología. Y entonces comprendemos que quien quiera una Israel segura, debe oponerse al asesinato de civiles palestinos, porque está creando el Hamás del futuro que matará mañana a los nietos de los israelíes. Y quien quiera una Palestina libre, debe oponerse al asesinato de civiles israelíes, porque está fortaleciendo el afán de control israelí que oprimirá mañana a los nietos de los palestinos. 

(2) Vivimos un proceso de desvinculación emocional del dolor ajeno

Si realmente sintiéramos el peso de lo que significa el asesinato de un inocente, sería casi imposible que lo dejáramos pasar. Para entender por qué parte de nuestra sociedad acepta con facilidad algo así, hace falta comprender algo más: nuestra creciente insensibilidad ente el dolor ajeno.

El efecto de las imágenes en el proceso de insensibilización ante el dolor ajeno ha sido explorado por distintos pensadores, entre ellos Susan Sontag con su magnífico ensayo Ante el dolor de los demás. Pero hay otro factor menos estudiado que considero igualmente importante: el lingüístico. El vaciado de la palabra asesinato –el más grave de los homicidios– es un caso ilustrativo de este fenómeno en el contexto de los conflictos internacionales. Su pérdida de significado es el resultado de un proceso de inflación lingüística que ha ido desgastando la palabra hasta quitarle la capacidad de hacernos sentir nada. El origen de este fenómeno está en el reto que supone atraer la atención sobre una muerte injusta en un mundo inundado de información. Los asesinatos que ocurren lejos nos llegan a nuestras casas a través de imágenes, palabras y números. Pero las imágenes de muertes son tan habituales en las pantallas de nuestras televisiones que ya nos hemos acostumbrado a ellas, por lo que no cumplen el objetivo de hacernos reaccionar. En cuanto a las palabras, son importantes en la construcción de un relato diplomático y periodístico, pero las víctimas de crímenes vieron que la palabra asesinato estaba muy gastada y no lograban atraer la atención sobre su injusticia; entonces empezaron a usar la palabra masacre, que suena más fuerte, pero también nos habituamos; luego pasaron a llamar a las muertes crimen de guerra, lo fueran o no, con la esperanza de que la solemnidad del término hiciese reaccionar a alguien, de nuevo sin mucho éxito; y han acabado elevando el tono hasta usar genocidio a las primeras de cambio, sin preocuparse de ver si corresponde al término jurídico, porque su única intención es la de expresar esto sí que es gordo, a ver si por fin alguien les hace caso. En esta escalada de palabras, las víctimas no solo han fracasado en hacernos sentir la gravedad de cada asesinato, sino que en el proceso de inflación han ido desgastado también masacre, crimen de guerra y genocidio, porque ya no se sabe si reflejan horrores de verdad o si son tan solo palabras infladas para ganar una guerra dialéctica. El terrible resultado de todo esto es que hemos olvidado el valor sagrado de una vida humana. Porque la solución a la insensibilidad no está en inflar e inflar las palabras, sino exactamente en la dirección contraria: recuperar la capacidad de valorar una sola vida. No cabe en este texto todo lo que es una vida humana, pero sí una sencilla ecuación: el que no entiende la tragedia de que se pierda una vida, no puede entender lo que significa perder dos. Y entonces, los números ya no importan, porque maten a 7, 700 o 7000, si un asesinato es para mí una abstracción sin sangre ni dolor, 7000 no es nada más que la misma abstracción multiplicada por 7000, o sea: 7000 x 0 = 0. Y seguiremos sin sentir nada por mucho que añadamos ceros, porque esta fórmula insensibilizadora explica que seamos capaces de justificar miles de asesinatos de civiles.

(3) Dudamos de que los civiles sean realmente inocentes

Aunque las principales explicaciones a nuestra permisividad con el asesinato de civiles son la falsa creencia de que favorecemos a la parte que apoyamos y la desvinculación emocional del dolor ajeno, algunos añaden una tercera causa: no tienen claro que los civiles sean inocentes.

La duda es comprensible, porque es imposible conocer los detalles de cada conflicto en el mundo, pero la respuesta sobre cómo debemos actuar sigue siendo simple: los civiles son siempre inocentes hasta que no se demuestre lo contrario. Por supuesto, los que asesinan civiles saben que pierden credibilidad al hacerlo, por lo que es esperable que intenten justificarlo acusándoles de estar implicados de uno u otro modo, pero no debería ser suficiente una acusación interesada para hacernos caer ingenuamente en su trampa.

Con esta simple regla de presunción de inocencia debería bastarnos para posicionarnos automáticamente en contra del ataque a civiles sin necesidad de investigar más. Pero si  aun así tenemos la curiosidad de entender algún aspecto concreto sobre la responsabilidad de civiles en Palestina-Israel –estudiarlo a fondo requeriría una verdadera investigación– es importante entender la noción de responsabilidad remota, más conocida en relación con el efecto mariposa, ilustrado con el conocido ejemplo de cómo el movimiento de alas de una mariposa en Brasil puede contribuir a provocar un tornado en Sri Lanka. O en otras palabras, todo contribuye a todo, pero a nadie que haya sufrido el tornado en Sri Lanka se le ocurre coger un avión e ir a matar a la mariposa brasileña, porque entiende que su responsabilidad es demasiado remota como para considerarla una responsabilidad real. De modo similar, podría argumentarse una responsabilidad indirecta de los civiles palestinos o israelíes sobre las acciones de Hamás o las del Gobierno de Israel, pero es demasiado remota como para considerarla una responsabilidad directa que merezca la muerte.

A modo de conclusión, debemos ser conscientes de que los derechos humanos no solo se violan en lugares lejanos, sino que los violamos también nosotros cuando vemos lo que ocurre y callamos. A diferencia de ellos, cegados por la ira de la guerra, nosotros tenemos la oportunidad de recapacitar con serenidad. Y una reflexión detenida nos muestra no solo la inmoralidad sino las graves consecuencias del ataque a civiles para las dos partes en conflicto y para el resto del mundo, recordándonos la importancia de condenar el ataque a civiles siempre, rotundamente y lo haga quien lo haga.