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Hay pocos conceptos económicos más desprestigiados socialmente que la austeridad. La economía en 2024 podría justificar el comienzo de su rehabilitación.

Es tentador dejarse llevar por la sensación de que la austeridad se reduce, muy llanamente, a lo que hoy asociamos con palabras como austericidio, con recortes de servicios públicos esenciales en medio de crisis económicas durísimas, con recetas agresivas y simplistas del Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Consenso de Washington para economías emergentes en los 90 o como uno de los ingredientes principales de la vieja doctrina del shock que formulaba Naomi Klein. Una doctrina que, en su versión expandida, permitiría utilizar cualquier explosión geopolítica para avanzar en la agenda liberalizadora y privatizadora de los que ayer llamaban neoliberales y hoy acusan de globalismo. 

El legado de la austeridad en las cuentas públicas es muchísimo más amplio, sin embargo. Ha sido y es una de las mejores formas de contener la inflación, de moderar las escaladas de los impuestos y los tipos de interés que estrangulan los presupuestos de familias y empresas o de reservar recursos para imprevistos a veces muy dramáticos. Y también es, al mismo tiempo, una de las mejores formas de prevenir las devastadoras crisis de deuda soberana y de reivindicar una cultura y una ética social del ahorro que pregunte por qué y para qué a unos políticos aparentemente incapaces de dejar de gastar lo que no tienen —lo que no tenemos— para arañar el penúltimo voto. 

Las previsiones para el año que está a punto de comenzar no son angustiosas. El crecimiento económico global, ajustado a la inflación, pasaría del 2,9% en 2023 al 2,7% en 2024, según la OCDE. Indudablemente una cifra baja, pero vagamente positiva al fin y al cabo. En Estados Unidos se enfriaría hasta el 1,5%, en la eurozona se quedaría en un 0,9%, en Japón en el 1%, en China en el 4,7% y, finalmente, el de las grandes economías latinoamericanas (Brasil, México, Chile) rondaría el 2% con la excepción de Argentina, que se contraería. 

Indudablemente, no son como para celebrarlas, pero nadie prevé una recesión mundial, algo que no estaba asegurado el año pasado. Y ese ‘nadie’ incluye las proyecciones no solo de la OCDE, sino también de ocho bancos privados mundiales como Goldman Sachs o J.P. Morgan. Por otra parte, las dos economías a las que el debatido informe de Citigroup les atribuía hace meses un retroceso anual del PIB, que son la Unión Europea y Reino Unido, decrecieron un 0,3% como máximo, lo que sugiere una recesión leve o técnica. Y hay algo más: las estimaciones actualizadas del propio banco estadounidense han corregido en diciembre el pesimismo anterior y han situado las nuevas en terreno positivo.   

Las fuentes de este ligero enfriamiento y de esas cifras de crecimiento mundial tan bajas tienen que ver, principalmente, con lo que hemos vivido en 2023. Y de lo que hemos vivido no todo va a permanecer como hasta ahora, ni mucho menos parece que vaya a empeorar. Pensemos, por ejemplo, en los tipos de interés y en la inflación, que han minado el crecimiento económico con fuerza durante años.  

Quitándonos un peso de encima 

Como recuerda Business Insider, los bancos (UBS, Macquarie, ING Economics, Barclays) y los inversores creen que la Reserva Federal estadounidense bajará los tipos de interés en 2024. El Banco Central Europeo, por su parte, debería hacer algo parecido. Reuters llevó a cabo en noviembre y diciembre de 2023 dos grandes sondeos con decenas de economistas y en los dos casos la mayoría afirmó que esperaba al menos una reducción de los tipos del euro. Aparentemente, cada vez ven la fecha más cerca y algunos ya identifican el segundo trimestre como el momento clave. 

Si asumimos que la súbita y brutal escalada de los tipos ha sido clave para recortar el crecimiento económico mundial en estos dos años, difícilmente se puede plantear que su estancamiento y reducción en los dos principales bancos centrales del mundo no van a espolearlo en alguna medida o, al menos, a aligerar el peso repentino que llevaban en la mochila hogares y empresas con sus inesperados costes financieros al alza.  

La otra cara, más persistente en el tiempo, de este empobrecimiento ha sido la inflación, producto de los desproporcionados y globalmente descoordinados planes de estímulo pospandémicos, la crisis logística y de abastecimiento que los sucedió, los tipos excesivamente bajos hasta marzo de 2022 y unos costes de la energía atizados por el repunte del consumo, los planes acelerados de transición ecológica y la invasión rusa de Ucrania. Esta constelación perversa creó las condiciones para una tormenta perfecta que catapultó los precios en general y también los de la bolsa de la compra, que son los que más afectan a la clase media y a los hogares vulnerables. 

Si una de las principales amenazas para el crecimiento económico mundial ha sido la escalada de los tipos en Estados Unidos y la eurozona, parece razonable sostener que los dos indicadores regionales de inflación que los han justificado son también los más importantes para la buena marcha del crecimiento económico en estos momentos. Pues bien, según la OCDE, la inflación americana se hundirá el año próximo en más de un 30% y la de la eurozona lo hará más de un 40%. Ciertamente, ambas se mantendrían por encima del 2% que recomiendan los economistas, pero ninguna alcanzaría el 3% cuando, en 2022, oscilaron entre el 8% y el 8,4%.

Proteccionismo

Otro aspecto que podría complicar las perspectivas de crecimiento mundial del año próximo son las nuevas restricciones comerciales, unas que también podrían incidir en el precio y la disponibilidad de algunos productos. Hablamos, en origen, de dos fenómenos tan aparentemente obvios y ubicuos en los medios como el nacionalismo económico y la desglobalización, y de cómo afectan estos fenómenos y algunos otros a China. 

Pero hay un problema con esas ideas y es que se sostienen mal. Según las estadísticas de la Organización Mundial del Comercio, sus miembros introdujeron entre octubre de 2022 y 2023 un tercio más de medidas favorables a los intercambios que de medidas desfavorables. La diferencia en valor entre las primeras y las segundas es de 640.000 millones de dólares. Por otra parte, las políticas de compensación comercial (como pueden ser las antidumping) se encuentran en promedios mínimos desde 2012. 

Naturalmente, esto no quiere decir que las tendencias hayan sido positivas últimamente, y no podían serlo porque, entre otras cosas, la propia OMC espera que el comercio de mercancías se hunda de un crecimiento del 3% en 2022 a otro de un 0,8% en 2023. El enfriamiento comercial ha existido, indudablemente, pero lo que debemos preguntarnos es si debemos esperar lo mismo a partir de ahora. Y la respuesta es que las proyecciones de la OMC prevén un 3,3% de crecimiento de los intercambios para 2024 y que eso significa multiplicar por cuatro el ritmo de 2023. 

Uno de los aspectos más decepcionantes de 2023 fue que el levantamiento de las exageradísimas políticas anticovid en China no se tradujo en un impulso inmediato de la economía mundial. Y aquí tuvieron mucho que ver tanto el enfriamiento comercial generalizado como dinámicas chinas vinculadas con la debilidad de su mercado inmobiliario. 

Dicho esto, parece que la segunda economía del planeta está recuperando lentamente la forma. Y ése es el motivo por el que el Fondo Monetario Internacional haya elevado sus expectativas de crecimiento en casi un 10% para este año y en algo menos para 2024. Es cierto que el gigante asiático, según el FMI, va aumentar su PIB a un ritmo claramente menor en los próximos doce meses que en los doce anteriores (del 5,4% al 4,6%), pero de nuevo las cifras son decepcionantes si se quiere, no dramáticas. 

Nadie discute que puede haber sorpresas geopolíticas negativas notables, como lo fue la invasión rusa de Ucrania o lo es ahora la guerra entre Hamas e Israel, pero también que pueden ser positivas o no haberlas en absoluto. Lo que sí es seguro es que vamos a arrastrar una deuda pública que en muchos países desarrollados y también emergentes es impropia de los tiempos de paz. Y que esa deuda pública se ha encarecido con el fuerte repunte de los tipos de estos años y que, con la lentísima caída de los tipos que se espera, va a tardar en volver a los niveles anteriores.  

Reducir la deuda pública facilitará que los precios sigan desinflándose y que puedan bajar con más rapidez. Y eso ayudará a las empresas y hogares a acceder a unas condiciones de financiación más favorables y también a unos incrementos de los precios que no recorten, casi de un día para otro, buena parte de su poder adquisitivo. Como los niveles de deuda resultan tan excesivos, la otra alternativa que nos queda es elevar aún más los impuestos solo para continuar devolviendo lo prestado. 

Reducir la deuda implica reducir el gasto, pero no recortar por ello los servicios esenciales o el avance comprometido de la transición ecológica. Existe un gasto público claramente superfluo y existen ámbitos no fundamentales del Estado del bienestar que puede desempeñar de igual o mejor manera el sector privado sin comprometer su calidad y, en algunas ocasiones, aumentándola incluso. 

También, como decíamos al principio, los últimos shocks geopolíticos y sanitarios deberían habernos enseñado a reservar recursos públicos para imprevistos, para impedir el encarecimiento de la financiación pública (cuya culminación podría ser una crisis de deuda soberana) y para reivindicar una cultura y una ética social del ahorro que pregunte por qué y para qué a unos políticos capaces de vaciar cualquier arca pública con tal de ganar votos. La austeridad merece, en definitiva, una segunda oportunidad.