Ilustración (Getty Images).

Creemos que sabemos lo que decimos cuando hablamos de productos y servicios creativos. Y no está tan claro.

La economía creativa lleva décadas con nosotros. Sin ir más lejos, fue en los 90 cuando Reino Unido intentó empezar a medir el alcance de sus industrias creativas, que incluían entonces desde la publicidad hasta la artesanía, la arquitectura, el diseño de moda, la música o la televisión y la radio. Más adelante, en 2001, la influencia del analista John Howkins fue enorme cuando recomendó la expansión del concepto más allá de la industria y de los actores tradicionales. Básicamente, todo consistía en crear una idea nueva a partir de otra idea. Podían ser bienes, sí, pero también servicios. 

En las últimas dos décadas, se han multiplicado los expertos e instituciones que han reivindicado la importancia de la economía creativa. Y, por eso mismo, no son pocos los que piensan que saben de lo que hablan cuando la mencionan. ¿Seguro que es así?

“Sabemos lo que es una industria creativa y lo que no lo es” 

Mejor que andemos con cuidado. Es cierto que, en una conversación relajada y sin identificar con precisión los sectores productivos que forman parte de la economía creativa, parece evidente que todos nos referimos más o menos a lo mismo. Pero las apariencias engañan. 

No existen unos estándares universales sobre lo que es la economía creativa y cada institución global, simplemente, enfatiza los que considera imprescindibles. Eso es lo que pasa con la propia agencia estadística de Naciones Unidas (UNCTAD), el Banco Interamericano de Desarrollo, la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual o la UNESCO. Algunos países, como Canadá y Reino Unido, también han acotado a su manera lo que consideran un sector creativo.

En estas circunstancias, caben tres opciones: puede descartarse la existencia de la economía creativa como un concepto útil, porque nadie sabe qué es exactamente; se puede considerar que la economía creativa es el resultado de la incongruente sopa de letras de las grandes burocracias internacionales; o, finalmente, puede optarse por la definición más amplia y utilizada hasta ahora, que es la que propone la agencia estadística de Naciones Unidas (UNCTAD) y reconocer, al igual que la propia agencia reconoce, que es un concepto en construcción, algo que, ciertamente, no ayuda a que ni los propios miembros del sector, ni los inversores, ni las instituciones puedan usarlo, estudiarlo o reivindicarlo.

De todos modos y a pesar de sus limitaciones, la tercera opción es la que permite aproximarse mejor a una realidad relativamente novedosa y dinámica. No podemos sentarnos a esperar a que los expertos y las instituciones digan su última palabra. Así, según la UNCTAD, la economía creativa es un conjunto de “ciclos de creación, producción y distribución de bienes y servicios que utilizan la creatividad y el capital intelectual como insumos primarios. Comprenden un conjunto de conocimientos basados en actividades que produzcan bienes tangibles y servicios intelectuales o artísticos intangibles con contenido creativo, valor económico y objetivos comerciales”.

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