Ilustración fotográfica donde la mano de un hombre sostiene un smartphone con la página del buscador Google. (John MIlner/SOPA Images/LightRocket/Getty Images)

Como ha ocurrido durante siglos, los límites entre los poderes públicos y privados continuarán siendo muy borrosos en el mundo que viene, en el que Occidente también debe buscar su propio acomodo sin obsesionarse con el declive.

Why Empires Fall, Rome, America and the future of the West

John Rapley and Peter Heather

Allen Lane, 2023

Empire, Incorporated

Philip J. Stern

Harvard University Press, 2023

Desde la invasión rusa de Ucrania, numerosos comentaristas y políticos occidentales se han visto atenazados por una ola de declinismo, el miedo a que “los bárbaros estén a las puertas” y la civilización que, según ellos, encarnamos Europa y Estados Unidos, esté amenazada de muerte por Rusia y por el ascenso de China y otros grandes países como India y Brasil. Estos sentimientos salieron a la luz —sobre todo en la extrema derecha del espectro político occidental— después del 11-S y la crisis financiera de 2008. Pero hoy pesan mucho más en la psique occidental que hace 10 o 20 años. La negativa de la mayoría de los países del hemisferio sur a tomar partido en la guerra de Ucrania ha sorprendido a los líderes políticos occidentales. Las consecuencias económicas de la guerra, sumadas al aumento de las divisiones sociales en Estados Unidos y Europa, donde hace ya años que los ricos se enriquecen cada vez más, las clases medias luchan para conservar su estatus y el número de pobres crece sin parar, han alimentado aún más el miedo a estar viviendo un declive constante.

Nada alimenta tanto esa ansiedad como la avalancha aparentemente imparable de personas procedentes de África y Asia que buscan refugio en Europa y el hecho de que la UE sea incapaz de elaborar una política común al respecto. Los autores de Why Empires Fall sostienen, a mi juicio con razón, que los problemas de Occidente no son ante todo una versión actual de la invasión bárbara que —se supone— contribuyó de manera esencial al declive y la caída de Roma. Los autores muestran casos en los que los imperios compiten entre sí y erosionan su propia autoridad precisamente por la transformación con la que amenazan al mundo. La familia Tata de Mumbai es el ejemplo perfecto: unos indios a los que Gran Bretaña convenció para formar parte de la red imperial británica y cuya adhesión ganó después con su aceptación parcial de las aspiraciones nacionalistas de India. Las tribus germanas de las fronteras romanas vivieron enormes cambios y un gran enriquecimiento en los tres primeros siglos de nuestra era y heredaron, por así decir, muchos aspectos importantes de la civilización romana (el derecho, la iglesia, etcétera) a medida que el Imperio romano se transformaba en otras entidades políticas. Un caso interesante de la época moderna es el del vínculo de España con Marruecos, que ha pasado de ser de dominio colonial a una relación cada vez más igualitaria.

Más en general, en Occidente, la hegemonía transcontinental que tuvieron Londres, a partir de 1815, y Estados Unidos, a partir de 1945 (y que Roma nunca tuvo), fue resultado de grandes victorias militares y un poder comercial bien desarrollado. Pero un poder adquirido de forma tan fortuita no puede durar mucho. Por eso, pensar que su desaparición es una crisis existencial que exige un análisis prolongado y provoca constante preocupación es poco realista. Exacerbar nuestro declinismo no ayuda a Europa y EE UU a elaborar políticas que nos permitan adaptarnos al nuevo mundo. China, Rusia, Estados Unidos y la UE tienen comportamientos, actitudes e ideas con ciertos rasgos hegemónicos e imperialistas. Los políticos, especialmente en los países pequeños y medianos (Europa), tienen que comprender mejor a las grandes potencias para trabajar con ellas y, al mismo tiempo, tener en cuenta el nacionalismo tradicional de sus ciudadanos; en este sentido, el Brexit es un fracaso total. Una de las vertientes de esta cuestión es la diferencia de posturas de los políticos occidentales sobre si dialogar o no con Rusia; y plantea, un dilema similar el temor a que los europeos blancos acaben sustituidos por personas de Asia y África.

El libro es fascinante, pero no acaba de convencer porque hay demasiadas diferencias entre el mundo de 2023 y el del siglo V d.C. en Occidente.

Empire, Incorporated narra el auge y la caída del colonialismo empresarial británico desde el siglo XVI hasta finales del XX. Demuestra como nunca hasta ahora que la fuerza motriz de “la expansión en ultramar” de Inglaterra fue la sociedad de accionistas, que “podía obtener dinero de casi cualquier parte y movilizar mucho más capital, soportar muchos más riesgos y pérdidas y gestionar mucha más información que cualquier empresa familiar y, a veces, incluso que los gobiernos”. El autor recorre las distintas épocas en las que se dividen los cuatro siglos transcurridos entre la constitución de la Compañía Rusa en 1555 y la guerra de las Malvinas de 1982, con la creación, el auge y la desaparición de la Compañía de las Indias Orientales, la Massachusetts Bay Co. y muchas otras.

La línea divisoria entre la empresa comercial y las actividades del Estado es muy difícil de situar. La Compañía de las Indias Orientales empezó comerciando con Asia y persiguiendo suscripciones impagadas y de ahí pasó a emitir billetes de banco, formar ejércitos y gobernar a millones de personas. La cascada de reorganizaciones empresariales y oscuros actos legislativos para tratar de contener el poder de las sociedades de accionistas parece una panorámica del mundo moderno a través del Financial Times y el Wall Street Journal. “Los historiadores suelen pensar que el Imperio británico fue un proyecto del Estado que contó con la ayuda de las empresas”, pero, desde el Estado, “las empresas impulsaron la expansión colonial de tal forma que el poder soberano y el comercial se solaparon y así continúan en la actualidad”.

A diferencia de los historiadores tradicionales, que consideran que la empresa desempeñó un papel secundario cuando se dedicó a hacer el trabajo sucio de los Estados soberanos a cambio de monopolios comerciales, Philip J, Stern muestra, con cientos de ejemplos tomados de cuatro siglos, que la sociedad de accionistas y el instrumento jurídico de la constitución de empresas impulsaron la expansión del Imperio Británico. Su libro es un regalo para los abogados y los bancos de inversión interesados en encontrar una nueva forma ingeniosa de ganar dinero. El libro explica de qué manera la City de Londres y Nueva York —a partir de 1945— “inventaron” el mundo moderno.

El legado del Imperio británico suscita preguntas sobre el poder empresarial que siguen siendo relevantes hoy. Stern complica la distinción —supuestamente clara— entre empresa privada y Estado cuando rechaza las ideas tradicionales sobre dónde está el poder en el mundo. Los líderes occidentales, mientras intentan adaptarse al nuevo y difícil mundo de 2023, no dejan de plantearse dudas sobre el poder de empresas como Huawei y Google. ¿Está el Estado intentando frenar a estas grandes corporaciones? ¿Da por sentado que Huawei no es más que un brazo del Estado chino? La obsesión de muchos medios de comunicación y dirigentes políticos con los detalles del juego político y las guerras culturales hace que se olviden de lo importante. La historia del colonialismo ayuda a ver con más claridad lo borrosos que son y han sido siempre los límites entre los poderes públicos y privados y, por tanto, a comprender la situación actual y la que vendrá a continuación; es decir, a poner en tela de juicio las teorías que podamos tener sobre la capacidad intrínseca de los Estados para mandar y controlar esas otras formas institucionales de poder.

El libro obliga a reflexionar sobre lo que queremos decir cuando hablamos de una empresa “estadounidense” o “alemana”, dado que esas instituciones, por naturaleza, no están atadas por ninguna lealtad ni nacionalidad, sino vinculadas a inversiones, propietarios, domicilios, ámbitos, estructuras y compromisos internacionales. Si nos guiamos por la historia, las empresas estatales y las privadas existirán al mismo tiempo y en tensión, en lugar de seguir una línea recta y una sola dirección.

Estas dos obras nos obligan a afrontar la realidad de 2023: es poco probable que Occidente se derrumbe y las comparaciones con Roma no tienen sentido, porque el Imperio de Occidente no se derrumbó hace milenio y medio. Por otra parte, conocer mejor a los dos poderes temibles que son el Estado y la empresa privada puede impulsar un debate más serio y la búsqueda de soluciones sensatas.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Cultura