Docenas de manifestantes caminan con una pancarta que dice "17 de octubre de 1961, una masacre colonial del Estado", para conmemorar los 60 años de la masacre de protestantes argelinos por la policía parisina en 1961, en Toulouse, France. (Alain Pitton/Getty Images)

Un empire bon marché. Histoire et économie politique de la colonisation française, XIXe et XXIe siècle.

Denis Cogneau

Éditions du Seuil, 2023

Las motivaciones y los métodos políticos que se utilizaron en la colonización que emprendieron las potencias europeas como Francia o Reino Unido no fueron tan distintos. Las sociedades dominadas experimentaron una alteración que sigue extendiéndose hasta hoy en día, cuando todavía, muchos aseguran que no se ha  producido una descolonización real.  

La escritura de la historia siempre ha ofrecido a sus autores un amplio lienzo en el que podían tejer innumerables relatos. La primera regla es que la historia la escriben los vencedores: pueden pasar siglos hasta que aparece una versión más equilibrada de los acontecimientos. 60 años después de independizarse de Francia, Reino Unido, Bélgica, etcétera, la voz de los pueblos de África y el Norte de África está saliendo del olvido y de los numerosos intentos deliberados de las antiguas potencias coloniales, tanto la española en Latinoamérica como la británica y la francesa en India, el Norte de África y el África subsahariana, de destruir edificios y artefactos y elaborar informes administrativos contrarios a la verdad.

Conocer y comprender mejor la economía es útil porque, para analizar con detalle los informes detallados sobre presupuestos, comercio y otras finanzas del dominio colonial de los siglos XVIII al XX a los que es posible acceder hoy, es necesaria una enorme labor de investigación cuyos resultados hay que situar después en el contexto político de la época. Cogneau y sus colaboradores, cuyos nombres menciona con frecuencia, contribuyen a arrojar luz sobre unos hechos hasta ahora desconocidos o deliberadamente tergiversados. Y la conclusión es que las teorías propuestas por historiadores de generaciones anteriores tan famosos como Fernand Braudel estaban equivocadas. Braudel estaba convencido de que el dominio colonial francés proporcionaba un nivel de educación mucho mayor a la población indígena (el poder civilizador de Francia, tan valorado por sus clases dirigentes hasta el día de hoy) que el británico. Resulta que estaba equivocado.

El colonialismo francés y el británico se han presentado muchas veces como dos tipos de gobierno contrapuestos, pero si interpretamos la historia con más detalle nos encontramos con que, a pesar de las peleas entre los comentaristas de ambos países durante más de un siglo, esos dos tipos de gobierno no eran tan diferentes. Un elemento crucial que tenían en común era que la administración del imperio no costaba mucho dinero a París ni a Londres: se financiaba sobre todo con los impuestos recaudados entre la población colonial.

Un empire bon marché es una voladura total de la creencia, popularizada durante mucho tiempo por los historiadores, de que el segundo imperio colonial de Francia (no el primero, que perdió a manos de los británicos a finales del siglo XVIII), construido en los siglos XIX y XX, constituyó una carga económica para la madre patria. El segundo imperio le costó a Francia aproximadamente el 1% de su Producto Interior Bruto y, de esa cantidad, el 0,65 % se destinó a Argelia. Entre el 3% y el 9% de los gastos del Estado en Francia y el Reino Unido se dedicaban a la administración de las colonias, la mayor parte a los gastos militares. Este porcentaje subió hasta el 17% durante el periodo más intenso de las guerras que Francia libró en Vietnam y en Argelia.

Denis Cogneau afirma también que el gobierno colonial francés no consiguió situar el nivel de vida de los indígenas de las colonias a la altura del de Francia. La tan cacareada misión civilizadora de Francia (Mission civilisatrice) fue mucho más modesta de lo que muchos dirigentes políticos franceses aseguran todavía. En resumen, las colonias pagaban su propio mantenimiento con los impuestos recaudados allí mismo.

Después, el autor expone una idea que será una herejía para muchos franceses y británicos actuales. Por más que el poder colonial oficial se acabara legalmente en los años 50 y 60, cuando se independizaron decenas de antiguas colonias africanas, las antiguas potencias coloniales siguieron ejerciendo su influencia económica en los nuevos Estados, porque conservaron la propiedad de tierras y otros bienes industriales. La deuda externa cada vez mayor que los países recién independizados contrajeron con las potencias occidentales o con organizaciones multinacionales como el Banco Mundial, por no hablar de los tratados comerciales favorables a las metrópolis, siguió proporcionando a Francia, Reino Unido y Estados Unidos enormes beneficios económicos. La transición de los antiguos altos funcionarios blancos a los nuevos funcionarios africanos o árabes se desarrolló sin problemas: los funcionarios nuevos heredaron los privilegios de sus predecesores coloniales, como los coches, los vales de comida y gasolina y la vivienda gratuita. Y el número de funcionarios aumentó de forma increíble: solo en Túnez, la cifra pasó de 18.000 en la época colonial a 68.000 en 1960. Esa es la razón de que la administración pública tunecina esté hoy tan hinchada.

La centralización fue una característica importante de la dominación colonial y siguió siéndolo de los nuevos Estados independientes. La fuerza del autoritarismo y la negativa a dialogar con los ciudadanos siguen siendo un gran obstáculo para el desarrollo de un país, que muy pocas colonias han conseguido superar.

La rivalidad por adquirir nuevas fuentes de riqueza, ya fueran especias o esclavos, provocó, a partir del siglo XVII, una feroz competencia entre España, Portugal, Francia, Reino Unido, Países Bajos y Bélgica. Los dueños del capital en estos países emplearon un nivel de violencia como no se había visto jamás. La violencia militar y policial se racializó en una medida inaudita hasta entonces y la “eficiencia” industrial fomentada en Europa desde finales del siglo XIX alteró las instituciones locales y la gestión económica de las tierras bajo dominio occidental. Lo que ocurrió en África y la India se reprodujo en Estados Unidos, a medida que iba adueñándose de tierras indias, y en Rusia, cuando se extendió por Siberia.

El régimen colonial francés se diferenciaba del de otros países europeos en un aspecto importante: Reino Unido, Bélgica, Alemania y Países Bajos eran monarquías, Francia era una república. Una contradicción intrínseca entre un Estado republicano, heredero de una revolución que había proclamado los derechos humano, y una realidad de discriminación racial. El lugar en el que quedó más patente esta contradicción fue Argelia, esa verdadera caja negra de la historia francesa. La Tercera República Francesa se convenció a sí misma de que era la mejor representante de la misión civilizadora que la revolución de 1789 había “otorgado” a Francia, pero el lenguaje que utilizaba era el de Rudyard Kipling en La carga del hombre blanco. Esta contradicción explica por qué las élites francesas siempre han tenido —y tienen todavía hoy— que reconocer la violencia que ejercieron, igual que sus rivales británicos, contra millones de africanos, asiáticos y argelinos. Argelia fue la piedra angular del segundo imperio francés conquistado a partir de 1830.

Los paralelismos entre los distintos países colonizados (sobre todo por los franceses y los británicos, pero también por los holandeses y los belgas) hacen que este libro sea especialmente interesante, porque permite deshacerse de muchos “mitos” sobre el dominio colonial: la comparación entre el número de indios y otras tropas “coloniales” que lucharon junto a la metrópolis en cada una de las dos guerras mundiales es muy interesante. Los nativos que regresaron de los campos de exterminio de Flandes en 1914-1918 y de Montecassino en la Segunda Guerra Mundial no estaban dispuestos a aceptar el status quo. Francia estaba más desesperada por aferrarse a sus dos grandes colonias, Vietnam y Argelia, porque su humillación militar en 1815, 1870 y 1940 hizo surgir un nacionalismo más feroz que en Gran Bretaña.

Alexis de Tocqueville, uno de los grandes teóricos de la democracia en el siglo XIX, apoyó la presencia colonial francesa en Argelia, aunque tuvo la lucidez de comprender que “todo acabaría en un baño de sangre”. Argelia, escribió en 1846, es “Francia sin leyes y sin hipocresía”. Esta fórmula podría resumir la colonización europea desde India hasta África. Se pensó que “proyectar la gloria de Francia en África” era una compensación de las principales potencias europeas por la desintegración del imperio napoleónico. Pero la proyección de esa gloria no sirvió para que los colonizados alcanzaran a las metrópolis (París, Londres, etcétera) en educación ni en nivel de vida. La falta de desarrollo ayudó a encender la mecha de la emigración de antiguos pueblos colonizados hacia Europa. Y las consecuencias estamos viéndolas hoy, más que nunca.

Lo curioso de todo esto es que el capitalismo europeo, durante mucho tiempo, no prestó mucha atención a las conquistas coloniales. Unos pocos bancos y empresas privadas en Francia, un puñado de ricos terratenientes e industriales en las colonias, sobre todo en Argelia, hicieron mucho. El grueso de los "blancos pobres", ya fueran de extracción francesa, italiana o española, no. Esa es otra faceta fascinante de este libro: la paradoja del comportamiento de los dueños del capital respecto a las colonias conquistadas en el siglo XIX. En general, las colonias francesas establecidas en ese siglo desempeñaron un papel marginal en la enorme expansión del capitalismo y la industria moderna en la madre patria.

La historia está siendo escrita desde el punto de vista de los perdedores, por una joven generación de historiadores cuya comprensión de la economía es mucho mayor ahora. Otra cuestión es si esto hace que los europeos sean menos condescendientes con los pueblos de sus antiguas colonias, especialmente cuando buscan una nueva vida en Europa.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia