Piezas de puzzle flotando en el cielo con esferas (Colin Anderson Productions/Getty Images)

He aquí las razones por las que en el mundo de las relaciones políticas y económicas internacionales el arte de gobernar radica en asegurar el resultado menos malo.

A juzgar por las contundentes declaraciones de la gente que encontramos en Twitter y otras redes sociales, ya sean académicos o comentaristas, la política exterior es fácil y clara. Por lo tanto, los líderes políticos que se equivocan son estúpidos —culpablemente estúpidos—, si no corruptos. Nuestros compañeros tuiteros nos cuentan sin reparos ni dudas qué medidas de política exterior deberían estar siguiendo nuestros gobiernos. Pero lo que toda esta seguridad y grandilocuencia me dice es que ninguno de estos gurús ha trabajado nunca en un Ministerio de Relaciones Exteriores o una embajada. Ninguno de ellos se ha esforzado nunca por escribir un documento político sobre la guerra en Bosnia una fría noche de un viernes de noviembre sabiendo que su esposa y su bebé le esperan impacientes en casa. Porque la política exterior es difícil y resulta casi imposible acertar, sea lo que sea que signifique acertar. 

El mundo de las relaciones políticas y económicas internacionales es un sistema adaptativo intrínsecamente complejo. La complejidad de los bucles de retroalimentación positiva y negativa hace que sea imposible predecir los resultados de cualquier intervención política a no ser que sea a muy corto plazo, y no hablemos ya del largo plazo. La política nacional también tiene que lidiar con un sistema adaptativo complejo, hasta el punto de que gobernar con frecuencia se asemeja a hacer labores de apagafuegos, acudiendo a resolver una consecuencia inesperada tras otra. No en vano los filósofos taoístas chinos aconsejaban a los líderes políticos wuwei erzhi: no hagas nada y todo se resolverá. La política exterior tiene, sin embargo, que enfrentarse a sistemas adaptativos aún más complejos, y las consecuencias inesperadas pueden ser letales.

La política exterior es difícil porque las decisiones deben tomarse en condiciones de extrema incertidumbre con conocimiento o información imperfectos. Henry Kissinger ya dijo que la tragedia de la política exterior es que cuando tienes la menor información es cuando tienes mayor libertad de maniobra y cuando tienes la mayor información es cuando tienes menos libertad para maniobrar. Mientras esperas más información, tus opciones se reducen. Si esperas demasiado, tus opciones desaparecen y con ellas la oportunidad de influir en los acontecimientos. No es para los diplomáticos el lujo de la política basada en evidencias o en “seguir lo que dice la ciencia”. Puede parecer extraño quejarse de información imperfecta en esta era en la que estamos inundados de datos. Pero el problema no es la insuficiencia de ellos sino la información imperfecta. Tampoco el análisis de big data o las tecnologías de aprendizaje profundo (deep learning) pueden ayudar mucho en un área de la política en la que incluso los historiadores, cincuenta años después y analizando en retrospectiva, son incapaces de ponerse de acuerdo sobre cuál fue la decisión correcta.

En política exterior nunca decides tu propio destino. Los resultados dependen no solo de las decisiones que tomes, sino también de las de otros actores. Hasta cierto punto, esto también se aplica a la política interna de un país. Las consecuencias resultantes dependen no solo de las decisiones que toma el gobierno, sino también de cómo reaccionan sus ciudadanos ante esas decisiones. Pero una vez que éste ha tomado una decisión o adoptado una legislación puede contar con las fuerzas de coerción del Estado (policía, tribunales, funcionarios) para hacerla cumplir. Esto no funciona así en política exterior. Decidir una acción exterior es solo el comienzo del proceso. Luego debes persuadir o engatusar a otros actores internacionales, sobre todo a los demás Estados, para que sigan tu política. No existen fuerzas internacionales de coerción para hacer cumplir una política dada (aún menos ahora con el Consejo de Seguridad de la ONU en punto muerto para el futuro próximo). Los intentos de coerción de otros países pueden conducir con demasiada frecuencia a un conflicto. O se puede ignorar la coerción, como ha quedado claro con las sanciones a Rusia: a pesar de todos los esfuerzos de Occidente, la mayoría de los Estados se han negado a imponer sanciones, dando prioridad a sus intereses nacionales y a las relaciones comerciales con Moscú.

Pero la política exterior no puede tener en cuenta únicamente las opiniones de los Estados extranjeros y los actores no estatales. Los responsables de ella ya no pueden aspirar al “espléndido aislamiento” de lord Salisbury. Deben considerar además, especialmente en las democracias, la opinión pública interna, que a menudo no muestra una gran comprensión de las complejidades de la política exterior y está influenciada por políticos o medios de comunicación demagogos. Las redes sociales aumentan las divisiones y polarizan los debates. No hay nada nuevo en todo esto. Tucídides se quejaba de que el demagogo Cleón azuzaba a las masas de Atenas. En septiembre de 1938, una de las razones por las que Chamberlain apaciguó a Hitler fue que sabía que no había apoyo popular para la guerra en Gran Bretaña. Fue recibido como un héroe a su regreso portando “la paz para nuestro tiempo”. Un año después, contó con el apoyo popular para declarar la guerra a Alemania. Los líderes políticos europeos que hoy en día están midiendo hasta dónde pueden extender el apoyo a Ucrania también deben evaluar qué aceptará la opinión pública y cómo eso puede cambiar con el transcurrir del tiempo.

Finalmente, como solían saber bien los diplomáticos, los problemas de política exterior nunca se resuelven. En el mejor de los casos, se gestionan de forma que se mantenga la estabilidad internacional y se protejan, en la medida de lo posible, los intereses nacionales. La idea de que los problemas internacionales deben ser gestionados más que resueltos puede ser un anatema para las ONG y los activistas de derechos humanos, pero con demasiada frecuencia la búsqueda de la virtud sólo genera más violencia y sufrimiento. Como ha señalado Kissinger, a menudo todas las opciones son malas. El arte de gobernar radica en asegurar el resultado menos malo. Esta es la posición en la que se encuentran los líderes europeos con Ucrania. No hay buenas soluciones. Incluso el resultado preferido de una victoria ucraniana (cualquiera que sea la definición de esta) conlleva riesgos significativos para la estabilidad internacional y el riesgo de más (y más peligrosos) conflictos. Lo mejor que se puede esperar es evitar el peor de los efectos.

De modo que la política exterior es difícil, y desde luego más complicada de lo que piensan los expertos de Twitter. Pero quizás es algo que solo entiendes si has estado involucrado en esta labor a algún nivel y has tenido tu parte de responsabilidad en liarla.

La versión original y en inglés de este artículo se publicó con anterioridad aquí. Traducción Natalia Rodríguez.