Biden se dirige a la prensa desde el comedor de la Casa Blanca. (Drew Angerer/Getty Images)

En su primer año de gobierno, la Administración Biden ha mostrado un fuerte pragmatismo: ha definido a sus contrincantes, está dispuesta a defender la democracia, pero sin usar la fuerza y acepta los límites que impone un sistema internacional complejo e incierto. 

Joe Biden asumió la presidencia en enero de 2021, tras cuatro años de gobierno de Donald Trump marcados por la destrucción del sistema institucional del país y una política de ruptura con los aliados y compromisos internacionales. Frente al impacto que tuvieron las políticas de choque de Trump, Biden tuvo un período de gracia en el que todo el mundo, excepto los que no aceptaron su victoria, entendió que haría las cosas de forma distinta, y posiblemente mejor.

La nueva Administración adoptó una serie de medidas claramente diferentes de la anterior. Estados Unidos regresó al Acuerdo de París sobre cambio climático y a ser miembro de la Organización Mundial de la Salud (OMS), acordó extender el plazo del tratado sobre armas nucleares estratégicas (START) con Rusia, y reabrió negociaciones con Teherán para revisar el acuerdo sobre el programa nuclear iraní que Trump abandonó.

Como había prometido en la campaña electoral, el presidente demócrata revirtió algunas de las medidas que violaban los derechos humanos de los inmigrantes y solicitantes de asilo de América Central y otros países. Sin embargo, la falta de una reforma de la política migratoria y un dictamen contrario de la Corte Suprema ha dejado los intentos de Biden a mitad de camino en esta delicada cuestión.

También hacia América Central, y al contrario de Trump, ha puesto en marcha un programa de cooperación al desarrollo y contra la corrupción en Honduras, Guatemala y El Salvador, con el objetivo estratégico de que menos personas abandonen esos países y traten de emigrar a Estados Unidos.

Respecto de China, Biden abandonó la retórica de “cambiar el régimen” en Pekín y se ha mostrado dispuesto a cooperar con ese país sobre el cambio climático. La nueva Casa Blanca cortó la fascinación de Trump por el presidente ruso, Vladímir Putin, y ha intensificado sus críticas por la detención de opositores políticos.

Los aliados de la OTAN sintieron un gran alivio ante el anuncio de Biden de que Estados Unidos “está de regreso”. Sin embargo, Washington no les consultó lo suficiente durante la polémica salida de las tropas de Afganistán en agosto pasado, y ven con preocupación que pueda haber un regreso de los Republicanos a la Casa Blanca.

Una visión pragmática

En su primer año, Biden y el secretario de Estado Anthony Blinken han llevado a cabo, pese a la retórica sobre la defensa de la democracia, una política pragmática, basada antes en los intereses económicos y políticos de Estados Unidos que en la defensa de la democracia y los derechos humanos en otras partes del mundo.

Las grandes líneas de la política exterior hacia África subsahariana, América Latina y el Caribe y Asia no han cambiado respecto de administraciones anteriores, mientras que ha proseguido la retirada política y militar de Oriente Medio y Afganistán.

Un ejemplo de pragmatismo es la relación con Arabia Saudí. Durante la campaña electoral Biden criticó duramente a la monarquía de ese país y en particular al príncipe heredero Mohammed bin Salman por haber ordenado (según toda la información conocida) el asesinato del periodista crítico saudí Jamal Khashoggi.

En sus primeras semanas en la Casa Blanca, Biden restringió la venta a Arabia Saudí de algunos tipos de armas que podían ser usadas en la guerra en Yemen, hizo público el informe de la CIA sobre el asesinato Khashoggi e informó de que no trataría con el príncipe heredero. A la vez, dejó en claro que eso no debería afectar a las relaciones entre los dos países. Visto de otro modo: seguirían vendiéndole armas, comprándole petróleo y considerando a ese país como uno de los aliados claves en Oriente Medio, junto con Israel y Egipto.

La respuesta de Riad fue reducir el número de barriles de petróleo que oferta en el mercado internacional. Esto produjo un aumento del precio del crudo del 40%. La Casa Blanca necesita precios estables y bajos de la energía para su plan de relanzamiento de la economía. En consecuencia, ha cedido e iniciado una estrategia para retomar las buenas relaciones con la monarquía saudí, dejando de lado las críticas y las restricciones a las ventas de armas.

También en nombre del pragmatismo, Biden respetó el vergonzoso acuerdo que hizo la Administración Trump con los talibanes en Doha, que marginó al gobierno de Kabul, abrió la puerta para la salida de las tropas occidentales y la toma del poder por parte de estos. Más aún, lo utilizó como excusa para la precipitada salida de Afganistán.

Igualmente, no ha revocado el reconocimiento de soberanía de Israel sobre la zona de los Altos del Golán (en disputa con Siria) ni a renegado del plan de Trump para que ese país anexione los territorios ocupados de Palestina.

En otra parte del mundo, y con la mirada puesta en los votantes cubanoamericanos en las elecciones de medio término, la nueva Administración ha continuado la misma política de Trump hacia Cuba, manteniendo las sanciones y la congelación de las relaciones diplomáticas.

En el caso de Colombia, la Administración Biden ha reafirmado el compromiso de Estados Unidos con el acuerdo de paz que se firmó con la guerrilla de las FARC en 2016, pero no ha realizado ninguna crítica al gobierno de Iván Duque por la dura represión que llevó a cabo contra las protestas sociales de este año.

Muy significativo fue que después del asesinato del presidente de Haití, en julio de 2021, la Casa Blanca respondió negativamente a diversas solicitudes de intervención militar en ese país.

Los frentes principales

La Administración Biden no está interesada en librar batallas diplomáticas de menos peso, ni en mandar tropas a conflictos inciertos. En cambio, se ha concentrado en definir a China como su contrincante principal y, en la práctica, a Rusia como el segundo frente más conflictivo e importante de su política exterior.

La relación con China y Rusia está fuertemente marcada por la competencia por el acceso a recursos, a inversiones en infraestructura, mercados financieros y de consumo, y por la capacidad de contar con altas tecnologías. China dispone de una amplia infraestructura productiva en Asia y la está ampliando en otros continentes a través de la iniciativa de la “nueva ruta de la seda”.

El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, participa en una reunión virtual con el presidente chino, Xi Jinping. (Alex Wong/Getty Images)

Biden continúa hacia China la línea de confrontación que inició Trump indicando que con ese país tiene una “competencia extrema”.  Para demostrarlo, durante 2021 la Casa Blanca ha estrechado los vínculos con Taiwán (algo que irrita profundamente al gobierno chino, que reivindica la soberanía sobre ese país) dando mensajes de que un intento de China de ocupar la isla podría llevar a una confrontación armada.

Por otro lado, la Casa Blanca no ha modificado las restricciones comerciales (tarifas y control de exportaciones) que impuso Trump. Igualmente, busca establecer o reforzar relaciones de defensa y seguridad con países asiáticos con el fin de crear alianzas para contener la influencia económica, comercial y militar china y sostener una zona Indo-Pacífico “libre y abierta” frente a las “agresiones chinas” en palabras del secretario de Estado Blinken.

Washington impulsó un acuerdo para proveer de submarinos con potencia nuclear a Australia, en asociación con el Reino Unido. Esto causó una crisis con Francia, que tenía un contrato para construir ese tipo de submarinos para el gobierno australiano.

La política de confrontación de Biden con China, sin embargo, tiene problemas y contradicciones, entre otras que un alto número de corporaciones estadounidenses y de otros países occidentales siguen produciendo en el gigante asiático y que poderosos actores financieros de Estados Unidos están ampliando sus inversiones y operaciones en ese país.

Por tratar de mostrar una cara “fuerte” que compita con el “American First” de Trump, Biden se puede quedar con pocos apoyos y arriesgándose a situaciones que le obliguen a amenazar con el uso de la fuerza.

Respecto de Moscú, la Administración lo considera un contrincante, pero de menor peso que China. Biden parece seguir su larga experiencia en política exterior durante la Guerra Fría, inclinándose por una relación que combine el diálogo con el crecimiento gradual de los arsenales en el marco de acuerdos de control de armamentos, la gestión de crisis y tensiones sobre derechos humanos y democracia.

La primera ronda de tensiones ha sido sobre Ucrania. Biden ha dejado claro a Putin que no piensa usar la fuerza de las armas si Rusia invade el oriente de ese país. A la vez, ha pedido a los aliados de la OTAN que se comprometan con sanciones a Moscú y ha solicitado a Alemania que cancele el amplísimo contrato que tiene con Rusia para adquirir gas.

Para unos aliados que se han sentido abandonados en Afganistán y traicionados (“una puñalada por la espalda”, dijo la diplomacia francesa) por el reciente acuerdo con el Reino Unido para proveer submarinos a Australia, Washington les estaría pidiendo demasiado.

Además, Biden abrió la puerta a Putin a dialogar con la OTAN sobre la cuestión ucraniana. La respuesta de Moscú ha sido una lista de exigencias respecto de Rusia y Europa oriental.

La democracia como identidad

Biden y su gobierno tienen el complicado desafío de poner el mayor esfuerzo en edificar una economía incluyente (al contrario del modelo neoliberal que ha generado desigualdad), reconstruir la desgastada infraestructura industrial y tratar de frenar la brecha política y cultural que agudizó el trumpismo.

En esta agenda, la política exterior tiene un peso secundario. Pero frente al ascenso de China como potencia global, Washington considera que debe competir por recursos, mercados y presencia en sitios geopolíticamente importantes.

Por su parte, los aliados de la OTAN y una serie de gobiernos alrededor del mundo esperan que Washington vuelva a cumplir un papel de liderazgo y protección frente a potencias como China y Rusia u organizaciones terroristas como el Estado Islámico.

Mantener ese liderazgo no es fácil, como se ha visto en el primer año de gobierno, debido a la combinación de varios factores. Primero, las dinámicas políticas en regiones como Oriente Medio y África Subsahariana tienen una gran complejidad que le impiden a Estados Unidos controlarlas.

Segundo, además de Rusia y China hay potencias regionales con creciente influencia. Se trata de un mundo con múltiples poderes en el que nadie es capaz de imponer totalmente sus intereses, ni siquiera el país con el aparato militar más poderoso.

En tercer lugar, una gran parte de la sociedad estadounidense no tiene interés en que su país se implique en guerras caras y lejanas.

Para tratar de conciliar todos estos factores, distanciarse de las políticas de su predecesor y, a la vez, hacer campaña contra el trumpismo, Biden ha elegido como tema a la democracia en contraposición al autoritarismo.

El presidente convocó un encuentro virtual de democracia, contra la corrupción y por los derechos humanos (el 9 y 10 de diciembre pasado) mientras que ha lanzado fuertes críticas a China y Rusia por violaciones de derechos humanos y políticos.

El encuentro ha sido criticado desde diversos sectores por invitar a algunos países que no responden a estos principios (como India, Polonia y Filipinas) y dejar fuera a otros sin ninguna razón (por ejemplo, Turquía).

Detrás de la retórica sobre la democracia no se han presentado medidas concretas sobre cómo defenderla. Además, el sistema democrático en Estados Unidos se encuentra en crisis y diversos observadores se preguntan dónde se encuentra la legitimidad de Washington para liderar iniciativas como esta.

Repliegue y declive

Algunos analistas, como Richard Haass, presidente del Council on Foreign Relation, consideran que hay una perturbadora continuidad entre Trump y Biden.

La cuestión, sin embargo, va más allá de continuidades. En realidad, son expresión de la tendencia, que se empezó a evidenciar durante la presidencia de Barack Obama, a centrarse en los problemas internos del país, a replegarse de diversos escenarios conflictivos para enfocarse en la confrontación con la potencia global en ascenso, y a reforzar que los intereses de Estados Unidos están por delante de la cooperación con otras naciones.

El país enfrenta graves problemas, como desindustrialización; pérdida de competitividad internacional; fracturas sociales por cuestiones de racismo, desigualdad y guerras culturales; y un desgaste del sistema democrático debido a que el Partido Republicano se ha convertido en un movimiento ultraderechista antidemocrático de masas, liderado por Trump.

Soldados y marines estadounidenses ayudan con la seguridad en un puesto de control de control de evacuación durante una evacuación en el Aeropuerto Internacional Hamid Karzai, Kabul. ( U.S. Marine Corps via Getty Images)

El ejemplo más patente del repliegue de zonas de conflicto ha sido la controvertida salida de las últimas tropas de Estados Unidos de Afganistán y la retirada, casi inadvertida, de las fuerzas que quedaban en Irak también hace pocas semanas.

Previamente, Washington retiró en 2019 los efectivos que luchaban en Siria contra el Estado Islámico, aceptó tácitamente que la guerra en Siria la definiese la intervención rusa, no ha desempeñado ningún papel relevante en los conflictos de Libia y Yemen, y ha permitido que, en gran medida, la política de Oriente Medio y el Norte de África la dicten Arabia Saudí, Israel e Irán.

Respecto de la cooperación con otros países, Estados Unidos fue un impulsor del sistema multilateral que se configuró después de la Segunda Guerra Mundial, pero siempre ha utilizado su poder económico, político y, en ocasiones, militar para eximirse de cumplir las reglas del denominado orden liberal si va en contra de sus intereses.

La presidencia de Trump puso brutalmente en evidencia este hecho, usando incluso el insulto hacia los aliados de la OTAN, países del Sur y dejando de lado cualquier formalidad para hacer lo que Washington ya había hecho en muchas ocasiones: casarse políticamente con dictaduras, rechazar la participación en instituciones multilaterales como la Corte Penal Internacional o usar el veto en el Consejo de Seguridad de la ONU para apoyar a aliados que violan el Derecho Internacional, como Israel.

Al entrar en su segundo año de gobierno, el presidente Biden probablemente siga la línea que mostró durante la salida de las tropas de Afganistán: firmeza para defender los intereses propios, elegir las batallas que se quieren librar y asumir que Estados Unidos está muy ocupado en el frente interno y que no puede ni quiere solucionar todos los problemas del mundo.