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Una mujer celebra la victoria de Joe Biden y Kamala Harris en Delaware, EE UU. Joe Raedle/Getty Images

Así son los Estados Unidos y el escenario global con los que tendrán que lidiar Joe Biden y Kamala Harris tras cuatro años de trumpismo.

Escoger a los que ganan y los que pierden con la victoria presidencial de Biden es un acto claramente trumpiano. Esta falsa dicotomía de vencedores y derrotados, amigos y enemigos, conmigo o contra mí, ha dominado la política en los cuatro últimos años. Pero el objetivo de la política es el poder, y el poder no es un juego de suma cero. Es caótico y difuso y Biden y su equipo lo saben. Tendremos que acostumbrarnos a que las noticias nos vuelvan tan locos y a que, en lugar de esforzarnos en explicar lo mentiroso que es el presidente, quizá tengamos que adentrarnos en las malas hierbas de la política. Si hay que escoger ganadores y perdedores, el mayor perdedor es el propio Donald Trump, seguido de cerca por la política como juego de suma cero.

Lo que estaba sobre el tapete en estas elecciones eran, sobre todo, la decencia y el civismo. Más que votar por Biden, los estadounidenses han votado contra un presidente que miente tanto que es imposible seguir la pista de las mentiras y es agotador recordarlas. Un hombre que carece hasta tal punto de empatía hacia otras personas que, incluso después de su propio encuentro con el coronavirus, ha seguido celebrando mítines presenciales y sin mascarillas. Un grupo de economistas de la Universidad de Stanford ha construido un modelo estadístico que calcula que los 18 mítines que celebró la campaña de Trump entre junio y septiembre provocaron el contagio por coronavirus de 30.000 personas y el fallecimiento de 700. ¿Cómo hay que ser para hacer algo así? Como Donald Trump, y el pueblo estadounidense lo ha rechazado.

Pero no del todo: es importante recordar que hay millones que han votado para tener cuatro años más de las tácticas de conmoción y espanto de Trump. Biden no puede sanar el país por arte de magia después de todo el daño que ha sufrido su psique colectiva. Los días anteriores al 3 de noviembre miles de seguidores de Trump, vestidos con uniformes de camuflaje, se han dedicado a acosar a los votantes en los colegios electorales y a pasearse con sus enormes camiones, sus banderas y sus armas por las calles de todo el país. Prometieron que habría violencia en caso de que perdiera, y peor para la democracia. En un debate electoral celebrado cuando todavía era presidente, Trump fomentó ese tipo de comportamiento. Me habría sido totalmente imposible imaginar algo así si no lo hubiera visto en directo en televisión. Trump siempre ha dado voz a las milicias y los grupos de supremacistas blancos, les ha animado a que se dejasen guiar por sus peores instintos y ha alimentado un monstruo que no va a desaparecer así como así.

Puede parecer que otro de los ganadores es la democracia, pero se ha degradado tanto en estos cuatro años que para revivirla van a hacer falta unos poderes tal vez fuera del alcance de cualquier mortal. Las elecciones son la expresión más directa de nuestra democracia pero, para ganar, los demócratas necesitaban una mayoría abrumadora, no solo para superar la ventaja de los republicanos en el colegio electoral, sino para evitar empates en los estados indecisos. Los republicanos —no solo Trump, sino la dirección del partido del que se ha apoderado— han elaborado un plan para enviar el 14 de diciembre a Washington unos delegados alternativos que pongan en duda la legitimidad de los delegados de Biden si consiguen arrojar dudas suficientes sobre los resultados en determinados estados clave. Y todavía puede que lo hagan. Y no olvidemos el propio colegio electoral, una desgracia continua para la democracia estadounidense. Este antidemocrático sistema solo puede modificarse mediante una enmienda constitucional, algo que los republicanos nunca aceptarán porque creen que les otorga una ventaja permanente.

Si Estados Unidos no puede vivir con arreglo a sus propios valores democráticos, ¿cómo va a volver a ser una especie de modelo de democracia para el resto del mundo? Hemos visto cómo su prestigio en el extranjero se derrumbó durante el mandato de George W. Bush, se disparó durante la presidencia de Barack Obama y ha vuelto a caer durante los cuatro últimos años. ¿Hasta qué punto va a seguir siendo indulgente el mundo con este país que oscila entre uno y otro extremo? ¿Cómo puede volver a confiar en nosotros?

Trump dijo una vez en tono de broma que “Tenemos aliados. Tenemos enemigos. A veces, los aliados son enemigos, pero no lo sabemos”. Biden sabe quiénes son los aliados de Estados Unidos y hará todo lo posible para reparar las relaciones con ellos, empezando por Europa. Una de sus mejores bazas es que tiene relaciones asentadas con líderes de todo el mundo, lo que, sin duda, le ayudará a granjearse su confianza.

Pero una cosa son las relaciones personales entre dirigentes y otra son los ciudadanos: es difícil ver cómo va a recuperar EE UU su prestigio entre la gente de todo el mundo, y habrá que esperar al tiempo y las encuestas. Por eso, aunque pueda parecer que las relaciones con los aliados y la imagen estadounidense en el mundo salen ganado, tampoco este aspecto está nada claro. El atribulado cuerpo diplomático del país —los funcionarios que representan a EE UU en todo el mundo— tiene que mejorar con Biden de presidente, que probablemente devolverá al Departamento de Estado su presupuesto y su dignidad.

El multilateralismo también puede parecer uno de los grandes ganadores. Y, aunque es cierto que Trump ha hecho todo lo posible para deteriorarlo, ya estaba maltrecho antes de que él llegara. El hecho de que los aliados conozcan a Biden será útil, desde luego, pero el orden multilateral internacional necesita una reforma radical y, para eso, hace falta liderazgo. Los dirigentes, en su mayoría, apenas pueden arreglárselas para gestionar la epidemia de la COVID en sus respectivos países, así que mucho menos van a encabezar una respuesta colectiva. Es difícil pensar que Biden pueda hacer mucho por unir el mundo en estos momentos, con la segunda ola y la tercera en pleno auge y un largo y duro invierno por delante. De todas formas, la presidencia de Biden debería contribuir a que la vacuna, cuando los científicos por fin la obtengan, se distribuya de forma justa en todas partes, y quizá esa sea la oportunidad de demostrar al mundo que el presidente de Estados Unidos merece el título de “líder del mundo libre”.

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Una pantalla muestra las noticias sobre las elecciones en Estados Unidos en Hong Kong, noviembre 2020. Miguel Candela/SOPA Images/LightRocket via Getty Images

La victoria de Biden representa el rechazo a la gestión que ha hecho Trump de la pandemia, que los medios, Trump e incluso el propio Biden han caracterizado como una emergencia nacional, no internacional, salvo en lo que respecta a China. Trump y Xi Jinping se dedicaron a echarse las culpas uno a otro, en particular sobre el origen de la enfermedad; en una entrevista concedida a Reuters, Trump dijo que “China hará lo que sea con tal de que yo pierda estas elecciones”. Ahora bien, aunque fuera verdad que Xi prefiere a Biden, eso no quiere decir necesariamente que Pekín salga ganando con el resultado.

Biden siempre ha preferido el diálogo con el gigante asiático y se ha mostrado muy precavido en la cuestión de Taiwán. Pero durante la campaña ha cambiado ligeramente de tono. En el debate del 25 de abril en plenas primarias demócratas, Biden llamó “matón” a Xi y dijo que “no tiene ni pizca de demócrata, con d minúscula”. A mediados de abril, la campaña de Biden emitió un anuncio en el que criticaban a Trump por haber elogiado, al principio, la reacción de China ante la COVID-19. Aunque no parece probable que Biden emprenda ninguna guerra comercial a corto plazo, la retórica que ha empleado en la campaña y el hecho de que el 66% de los estadounidenses tiene una opinión negativa de China hacen que sea difícil pensar que la Casa Blanca de Biden va a mejorar significativamente las relaciones con el gigante asiático, sobre todo porque los sentimientos negativos son mutuos.

La presidencia de Biden traerá consigo tanto oportunidades como retos en Latinoamérica. Como era de esperar, Trump revocó la apertura iniciada por Obama en la relación con Cuba. El hecho de que los estadounidenses partidarios de restablecer las relaciones diplomáticas con la isla y poner fin al embargo son más numerosos que los que están en contra permitió al ex presidente incluir esa decisión entre sus últimas medidas de política exterior, y es una cuestión en la que los demócratas están de acuerdo. Biden ha prometido recuperar esta estrategia.

Venezuela es un asunto un poco más complicado para los demócratas. Siguiendo los consejos del senador Marco Rubio, Trump apoyó públicamente a Juan Guaidó en su intento de liderar Venezuela. Al principio, el senador Bernie Sanders se negó a respaldar a Guaidó, que suscita desconfianza en el ala izquierda del partido, pero Biden ha proclamado su apoyo a “los intentos de restaurar la democracia”.

De vuelta en Estados Unidos, las empresas de encuestas también han salido ganando, porque la gente había perdido la fe en ellas después de 2016. Ya he explicado por qué me parece injusto pero, en cualquier caso, los encuestadores han acertado en esta ocasión, dentro del margen de error. Personalmente me parece desconcertante que hasta el último momento, a pesar de meses y meses de encuestas claramente favorables a Biden, haya habido personas que me decían que iba a ganar Trump, basándose solo en la intuición. Es verdad que los que ocupan la presidencia suelen ganar y que siempre hay un margen de error en los sondeos, pero normalmente es de 3 o 4 puntos, y Biden ha ido siempre por delante con una ventaja de 8 o 9 en las encuestas nacionales que acertaron más. Dicho esto, seguramente hay pocas esperanzas de que la gente entienda que las encuestas no son predictivas, pese a que los periodistas han aprendido a transmitir mejor el mensaje.

Después de haber perdido la Casa Blanca y las mayorías en la Cámara de Representantes, y veremos que pasa en el Senado tras los dos elecciones que hay que repetir en Georgia, podría decirse que el otro gran derrotado, aparte de Trump, es el Partido Republicano. Es cierto que el resultado electoral ha sido un desastre sin paliativos para ellos. Pero no hay que olvidar que ha sucedido después de que alcanzara su máximo objetivo: una magistrada conservadora en el Tribunal Supremo y, junto con ella, una enorme cantidad de jueces conservadores para los tribunales federales. De modo que, aunque les falte poder político, el pensamiento conservador va a dominar el sistema judicial durante décadas.