
La economía global se va a enfriar, de hecho, se está enfriando claramente, pero eso no significa ni que vaya a producirse una hecatombe ni que debamos dejar de reconocer lo conseguido.
Con el paso de los meses, la recesión se ha impuesto casi como una forma de ver el mundo y nuestra mirada, en consecuencia, se ha contraído. Las crisis se van a multiplicar, los vulnerables sufrirán lo indecible, las clases medias ya han empezado a empobrecerse drásticamente… y los Gobiernos cederán ante el populismo y la era de la globalización dará un paso más hacia su extinción definitiva. Vamos, que la guerra en Europa, la inflación fabulosa, los tipos exorbitados, la deuda nacional pesadísima y otros lastres superlativos nos han quitado las ganas de esperar buenas noticias con el año nuevo.
Estamos viviendo la vuelta terrible de una emoción pendular. Recordemos que primero llegó, en 2020, la angustia por la reedición de otra crisis como la de 2008 con el parón productivo de la Covid-19. Un año después, sin embargo, la euforia por la recuperación era tan abrumadora que pasamos por alto una inflación que empezaba a ser disparatada… como si se tratase de un resfriado. Habíamos evitado lo peor, y lo sabíamos, pero ahora, ya en 2022, con la dentellada de la crisis energética, el galope de los tipos para neutralizar la crecida de los precios, el desabastecimiento parcial de determinados productos importantes y el enfriamiento del crecimiento… volvemos a mirar con agonía el presente y el futuro.
Entre tantos nubarrones y péndulos, lo primero que debemos preguntarnos es si nos enfrentaremos a una crisis global el año que viene y cuál parece que será su gravedad. Y la respuesta es que no, según las principales predicciones de finales de noviembre de los economistas del Institute of International Finance y la inmensa mayoría de los servicios de estudios de los bancos internacionales. La OCDE preveía en noviembre un crecimiento mundial para 2023 superior al 2%... y haría falta un volantazo espectacular para que la situación se invirtiese.
¿Pero a qué viene entonces tanto pesimismo? Muy probablemente a un nivel supremo de incertidumbre que ha llevado a que las predicciones de instituciones tan rigurosas como los bancos centrales en Europa y Estados Unidos hayan fallado una y otra vez en el último año y medio. Ni vieron a tiempo el peligro de la inflación tras meses de crisis de desabastecimiento y precios disparatados, ni anticiparon los hogares la velocidad y la intensidad con las que escalarían los tipos de interés, ni los Gobiernos parecen haber entendido a tiempo el evidente enfriamiento económico que venía anunciándose desde el verano. La población, en consecuencia, no sabe qué pensar ni qué esperar, y ya no se fía como antes de lo que le dicen los gobiernos, las instituciones internacionales e incluso su propio olfato sobre lo que puede suceder a corto plazo.
Por otra parte, hemos confundido el peligro de recesión con la certeza de la contracción y la crisis. La ...
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