Vista de la barrera israelí de Cisjordania en Belén, Territorios Palestinos, el 28 de diciembre de 2022. (Jakub P8orzycki/NurPhoto/Getty Images)

Incluso los peores conflictos acaban encontrando el camino a la paz, como demuestran casos de todo el mundo desde Ruanda a Camboya. No hay razón para que Palestina-Israel sea diferente. El artículo analiza factores clave que empujan a los actores desde la violencia extrema a sentarse para negociar la paz y cómo, paradójicamente, las recientes tragedias crean las mejores condiciones objetivas en 25 años para iniciar ese camino hacia la paz.

Una de las grandes paradojas en el mundo de la resolución de conflictos es que el momento de más escepticismo y rechazo ante la perspectiva de hablar de paz, sea precisamente el más importante para empezar a hacerlo. Por supuesto, no es algo que hoy podamos pedir ni a israelíes ni a palestinos –bastante tienen con seguir viviendo con el dolor inimaginable de haber perdido a sus hijos e hijas. Pero aquellos que no estamos en esa situación, podemos y debemos hacerlo, porque tiene una importancia primordial para acercar el momento de la paz.

Para quien piense indignado –¿¡Pero es que este tipo no ha encendido la tele!?– quiero apresurarme a explicar que mi convencimiento de que la paz en Palestina-Israel es posible no viene de ningún optimismo bienintencionado, sino de la constatación de varios elementos objetivos que se repiten a lo largo de la historia de los conflictos, sea cual sea su gravedad y sus características. De hecho, no solamente estoy persuadido de que esa paz es posible, sino que tengo buenas razones para pensar que estamos en el momento más cercano a la paz en Palestina-Israel en los últimos 25 años. 

¿Qué razones hay para pensar que la paz en Palestina e Israel es posible?

Tras trabajar en conflictos en más de 80 países –incluyendo el palestino-israelí– tanto en el terreno como a nivel político, observo que todos ellos tienen fuertes particularidades que los hacen únicos. Pero también compruebo elementos clave que se repiten una y otra vez en todos y cada uno de ellos. Para ilustrarlo, tomemos cinco casos icónicos que tengo la fortuna de conocer de primera mano, lo que nos permite visualizar algunos detalles importantes: Sierra Leona, Ruanda, Camboya, Sudáfrica y Colombia. Déjenme elegir tres aspectos idénticos en todos ellos a pesar de sus profundas diferencias: uno, todos estaban convencidos de que la paz era imposible para ellos; dos, todos consiguieron la paz; tres, todos siguieron los mismos pasos clave para pasar de la violencia a la mesa de diálogo.

Sobre el primer y segundo punto es importante señalar que, al igual que en el caso del conflicto Palestina-Israel, los cinco fueron considerados conflictos intratables y prolongados, clasificación técnica que designa los conflictos más profundamente enraizados, traumatizantes y complejos. De cara a su comparación con Palestina-Israel merece la pena subrayar que hubo una larga época en la que el mundo y ellos mismos estuvieron absolutamente convencidos de que la paz era imposible en su caso. A pesar de saber que otros lo habían conseguido, todos tenían el convencimiento de estar sufriendo algo único –más grave o complicado que lo que otros sufrieron– lo que les hacía entrar en una especie de fatalismo colectivo en el que se decían –y te decían: “ya, pero es que tú no entiendes nuestro caso, aquí no lo vamos a conseguir”. Y el caso es que lo consiguieron todos, siendo la principal diferencia cuánto tiempo, vidas y generaciones se perdieron inútilmente mientras les duró el descreimiento. 

Uno de los problemas a los que se enfrenta quien sufre un conflicto intratable y prolongado es la incapacidad de imaginarse una realidad distinta a la única que conoce. En el caso de Palestina-Israel –conflicto que comenzó en 1948– no existe en todo el planeta ni una sola persona menor de 75 años que haya visto con sus ojos una Palestina-Israel en paz. Jamás. Por lo que nos basta con oír juntas las dos palabras Palestina e Israel, para que el cerebro añada automáticamente una tercera: conflicto u odio, dependiendo de nuestra cercanía al problema. Y este añadido condenatorio ocurre siempre e inconscientemente, sin necesidad de que nadie lo pronuncie, fundiéndose en un solo concepto indivisible en nuestras cabezas: miel-(dulce), túnel-(oscuro), Palestina-Israel-(conflicto). Por ello, la primera tarea en el camino hacia la paz es ser capaz de imaginarse algo que uno nunca ha visto: miel salada, túnel con luz… y una Palestina-Israel en paz donde los palestinos se dedican a educar a sus hijos para un futuro brillante sin necesidad de irse de su tierra, y los israelíes pasean relajados en la suya sin necesidad de ir armados, tal como hacemos en Barcelona o Atenas. Quien es capaz de imaginarse esto puede quizá llegar a imaginarse también cómo a medida que palestinos e israelíes disfrutan de sus vidas en paz y libertad, van a ir además conociéndose poco a poco, y juntándose para aprovechar aquello que les hace complementarios y mejores juntos. No hoy, no mañana –el camino será largo–, pero lo conseguirán, al igual que lo consiguieron otros. Y un día será tan normal verles juntos, como lo es hoy ver a alemanes y franceses compartiendo oficina en Bruselas, a hutus y tutsis compartiendo autobús sin saber su procedencia tribal, a estadounidenses de turismo en Vietnam, o a camboyanos jugando al fútbol juntos sin saber si sus padres fueron verdugos o víctimas.

Sesión colectiva de curación de traumas para supervivientes y autores del genocidio de 1994 en la celda de Giko, en el sector de Kayumbu, Ruanda. (William Campbell-Corbis/Getty Images)

Es entendible que sea difícil imaginarlo, pero no hay que confundir las limitaciones de nuestra imaginación con la realidad de lo que es posible. Porque hay otros que han hecho ese camino y nos muestran que se puede hacer. Sierra Leona es un lugar donde vecinos que estuvieron masacrándose del modo más cruel imaginable hace solo 15 años, hoy se saludan cortésmente, haciéndome sentir envidia y reflexionar sobre por qué en mi país no somos capaces de ser más generosos con personas de tendencias políticas diferentes a las nuestras; Ruanda, que en 1994 asistió al genocidio del 75% de la población tutsi y a la violación de medio millón de mujeres, es hoy uno de los países más prósperos de África oriental, mantiene su estabilidad política y ha conseguido alcanzar todos los objetivos de salud del milenio. Camboya ha pasado de ser un reino del terror que atravesé hace 25 años escondido en la parte trasera de camiones, a convertirse en un país estable que atravesé hace dos años en bici, viendo como las madres ya no tienen miedo y se dedican a preparar la mochila de sus hijos para ir al cole; Sudáfrica ha pasado de tener el sistema de segregación racial más institucionalizado y vergonzoso del mundo a ser conocida como la nación arcoíris, por la gran cantidad de grupos étnicos que agrupa el país, todos comprometidos con la democracia parlamentaria; finalmente, Colombia, sigue afrontando el reto de guerras pendientes con otros grupos armados, pero amplísimos territorios que vivían bajo el terror de las FARC o los paramilitares, son hoy lugares donde muchas comunidades gozan de tranquilidad o se han convertido en parques nacionales que asombran a colombianos y extranjeros que los pueden visitar por primera vez en 70 años. ¿Son estos cinco países paraísos donde todo funciona bien? Ni mucho menos, todos ellos conviven con sus retos y sus imperfecciones –¿quién no?– pero viven hoy liberados del peor de los males: guerras que no solo producían muertos, sino que se comían la energía de los vivos, monopolizándola para la tarea de apenas sobrevivir, en vez de poder dedicarla a la de vivir y construir un futuro.

A pesar de esta constatación histórica de que el camino de la violencia a la paz es posible, llega el caso de Palestina-Israel y una vez más volvemos a pensar –“Ya, pero es que aquí es distinto”. Y curiosamente, a pesar de todas las pruebas, tendemos a tachar de iluso o idealista al que dice “la paz es posible”, cuando lo que no tiene una base racional clara es precisamente ese fatalismo pesimista que raya la superstición, porque, si otros pueblos tan distintos han conseguido superar situaciones tan graves, ¿por qué tú no lo vas a conseguir?

–Ya… es que en Palestina-Israel es más grave, porque con la cantidad de personas que han sido asesinadas… –¿Más grave que Ruanda, donde en solo 100 días asesinaron brutalmente a golpe de machete a 800.000 personas? ¿Más grave que Camboya, donde se produjo el sufrimiento indecible y genocidio de un cuarto de la población total del país, alrededor de dos millones de personas?

–Ya, bueno… pero es que en Palestina-Israel el problema es muy largo, llevamos ya no sé cuánto tiempo… ¿Más largo que Irlanda, uno de los conflictos más violentos de Europa occidental que empezó con Enrique VIII en el siglo 16 y no acabó hasta 1998? ¿Mucho más que Colombia con las FARC, que empieza en 1948 y no llegó a un acuerdo de paz hasta 2016?

–Vale, sí… pero es que la crueldad de lo de Palestina-Israel, tú no la entiendes… –¿Más crueldad que en Sierra Leona donde les cortaban las manos y los pies, obligaban a niños a matar a sus propias familias o torturaban a mujeres de un modo que me hizo vomitar con tan solo leerlo cuando preparaba mi misión, antes de ni siquiera haber puesto un pie allí?

–Pero es que aquí hay injerencias de otros países que también nos dificultan, ¿no te das cuenta? –¿Más que con los diamantes de Sierra Leona o Liberia? ¿Más que la influencia del narcotráfico internacional en Colombia o de la guerra fría en Camboya?…

Y si sigues preguntando, te acabas dando cuenta de que esa desesperanza no viene provocada por un análisis racional, sino que responde a una distorsión cognitiva relacionada con lo que los psicólogos llaman indefensión aprendida, caracterizada por la creencia de que hagas lo que hagas las cosas van a salir mal, y que por lo tanto no vale la pena actuar. Que te ocurra algo así tras tantos traumas y decepciones es absolutamente comprensible. Y también lo es que en casos así no baste con presentar pruebas tangibles de que pueden cambiar las cosas para convencernos de ello: hace falta algo más.

¿Cómo se pasa de la violencia al camino de la paz?

Los conflictos violentos presentan típicamente una cadena de venganzas en la que alguien mata a mi hijo, yo me vengo matando al hijo de otro de su grupo, ese otro se venga de la muerte de su hijo matando al hijo de otro de mi grupo, etc. En los conflictos que además son intratables y prolongados esa cadena se mantiene a través de diferentes generaciones, educando a los hijos para que sean vengadores de sus padres. 

¿Cómo se pasa de esa cadena de violencia al camino de la paz? Esencialmente, llega un momento en el que alguien rompe la cadena, decide dejar de vengarse y elige sentarse a hablar con su enemigo. Pero… ¿Cómo es posible algo así? 

¿Es por empatía? ¿Es porque perdonan al otro? No, no, nada que ver… 

Simplificando, hay dos caminos para salir del camino de la violencia y sentarse a hablar de paz. El primero, es algo parecido a la santidad. El caso más conocido es el de Nelson Mandela, que tras 27 años en la cárcel logra romper la cadena de venganzas y pasar a la paz. Antes de seguir, permítanme extenderme sobre lo que significa 27 años, porque si no, no se entiende el resto. Básicamente, le roban la vida. Un hombre de una vitalidad extraordinaria entra en prisión a sus 40 y sale con 68 años, habiéndose perdido a sus hijos e hijas, perdiendo toda una vida y perdiéndose el mundo. Cuando el régimen blanco se ve obligado a liberarle, han cambiado completamente las tornas, porque en una Sudáfrica libre donde los blancos son solo el 13% de la población, existen todas las oportunidades para que los negros puedan vengarse. Pero Mandela no solo decide perdonar a los que le han causado ese dolor inimaginable a él y a su pueblo, sino que además dice a los blancos que les necesita para construir el país: el doble salto mortal de la nobleza y la sabiduría. Lamentablemente, esta estatura humana es difícilmente alcanzable para la mayoría de nosotros… pero afortunadamente, tampoco es necesaria, porque en la inmensa mayoría de los casos, asistimos a un camino diferente. Un camino que está al alcance de cualquiera y que depende de un instinto que se encuentra en todas las culturas del planeta sin excepción.

Niños jugando en un parque de Phnom Penh, Camboya. (Matt Hunt/SOPA Images/LightRocket/Getty Images)

El segundo camino hacia la paz tiene como motor el tipo de amor más ordinario y abundante en nuestra especie, pero no por ello menos poderoso: el amor a nuestros hijos e hijas. Si me permiten cierta simplificación, el proceso ocurre más o menos del siguiente modo. Pensemos por ejemplo en unos padres israelíes o palestinos a los que les acaban de matar a uno de sus dos hijos. Hay un primer momento de dolor infinito que generalmente desemboca en ira, odio y deseo de venganza. Pasado un tiempo, la ira es paulatinamente sustituida por una profunda tristeza. Esa tristeza, independientemente del dolor que conlleve, es una emoción más serena que la de la ira, y en esa serenidad se va abriendo la posibilidad de empezar a reflexionar y poder preguntarse: ¿Y ahora qué? Porque es necesario construir un futuro para el hijo que ha sobrevivido, y el deseo de venganza puede ser muchas cosas, pero lo que no es, es un proyecto de futuro. Y es esta búsqueda de futuro para sus hijos e hijas vivos lo que hace que uno rompa la cadena, decida no vengar a su hijo muerto y acabe comprendiendo que tiene que sentarse a negociar la paz con su enemigo. No lo hace por empatía hacia su enemigo –eso vendrá después; no lo hace porque necesariamente haya perdonado a nadie –eso varía en cada persona. Lo hace por amor a sus hijos: por el futuro de sus nietos.

Así ocurre y así ha ocurrido en todos los conflictos graves que han desembocado en negociaciones de paz. Y tras más de 20 años trabajando con israelíes y con palestinos, en Israel, Gaza, Cisjordania o Jerusalén, a día de hoy no veo ninguna razón que impida a Palestina-Israel seguir el mismo camino hacia la paz.

El momento más cercano a la paz en los últimos 25 años

En los últimos 25 años se ha venido dando una situación que explica en gran parte por qué ese tránsito inevitable hacia la paz que tuvo lugar en los conflictos más difíciles del mundo, no ha ocurrido aún en Palestina-Israel. Podríamos definirla así: “cuando se da una asimetría de poder tan fuerte que hace creer a una de las partes que puede conseguir sus principales objetivos sin necesidad de sentarse a negociar con la otra, es muy difícil que se siente”. Así ocurre con cualquier país con poder –es un rasgo humano, no cultural– y así se ha sentido también Israel durante los últimos años. En este contexto, no es que no se consiga la paz, es que ni siquiera se da principio al proceso, lo que lo convierte en infinito. Pero esta situación cambió hace unos días.

Permítanme centrarme en el lado israelí para intentar explicar un efecto clave de la asimetría de poder, sin que esto deba interpretarse como un intento de culpabilizar a ninguna de las partes y aclarando que queda fuera del ámbito de este artículo las razones detrás de la percepción israelí de lo que constituye su seguridad. Para nuestro propósito, baste decir que un objetivo indiscutible de Israel es la seguridad de sus ciudadanos, y que la estrategia para conseguir dicha seguridad ha constituido un debate central en la sociedad israelí desde la fundación del país, con diferentes posturas, unas más cercanas a la negociación con los palestinos y otras al uso de la fuerza. En los últimos 25 años –después de que el asesinato del primer ministro israelí Yitzhak Rabin en 1995 hiciese descarrilar el proceso de paz iniciado por él mismo y el presidente palestino Yasir Arafat– Israel ha ido confiando su seguridad cada vez más a su fuerza militar, apartándose del diálogo con los palestinos. La mayoría de los israelíes han creído que esta estrategia estaba funcionando en gran medida, mientras que una minoría cada vez más pequeña consideraba que no. Ami Ayalon, político y militar israelí, no se cansaba de repetirme en privado su convencimiento de que ese enfoque no funcionaba ni moral ni objetivamente, y que era necesario hablar con los palestinos. Después, lo dijo en público: “La tragedia del debate sobre la seguridad pública de Israel es que no nos damos cuenta de que nos enfrentamos a la frustrante situación en la cual ganamos cada batalla, pero perdemos la guerra.” Ami Ayalon no es un hippy: combatió en seis guerras, recibió la medalla al valor –la más alta condecoración militar en Israel– y fue jefe del Shin Bet, la principal institución israelí encargada de seguridad nacional, inteligencia y antiterrorismo en Israel, Cisjordania y Gaza.

Independientemente de la opinión de cada uno, el asesinato de 1.400 civiles israelíes el 7 de octubre de 2023 constituye la constatación objetiva del fracaso de la estrategia de seguridad de Israel basada en la fuerza militar. Este hecho constata -por primera vez en 25 años- la necesidad objetiva de los israelíes de sentarse a negociar de verdad, es decir, con la obligación de llegar a un acuerdo acceptable para las dos partes. Por su parte, los palestinos hace ya mucho que están también obligados a sentarse del mismo modo. Y -aunque no será ni hoy ni mañana –con miles de civiles palestinos e israelíes siendo absurdamente asesinados mientras escribo estas líneas– cuando la ira deje paso a la tristeza, la tristeza deje paso a la serenidad y la serenidad deje paso a pensar en el futuro de sus hijos e hijas vivos, se sentarán con sus enemigos, tal como lo hicieron otros en Ruanda, Irlanda o Colombia. Independientemente del contenido de las negociaciones, el hecho de sentarse marcará en sí un hito extraordinario, porque dará un principio al proceso de paz, logrando así que -por fin- deje de ser infinito. Y aunque el camino será tremendamente difícil –todos los casos mencionados más arriba también lo fueron– sin duda conseguirán un futuro digno, libre y seguro para los nietos y las nietas de palestinos e israelíes, al igual que lo consiguieron otros. 

Lo que está ocurriendo ahora pasará a los libros de historia. De esta generación de israelíes y palestinos depende decidir si estos miles de muertos serán los últimos antes de volver a sentarse para comenzar a negociar la paz, o si dejarán pasar absurdamente una generación más para acabar encontrándose exactamente en el mismo punto, pero unos miles de muertos más tarde. Y de nosotros depende preparar el camino para ayudarles a que ese momento llegue lo antes posible y en las mejores condiciones.