Miles de iraníes se manifiestan llevando la bandera palestina en apoyo a Hamás y a la resistencia palestina en Teherán, Irán, el 07 de octubre de 2023. (Fatemeh Bahrami/Anadolu Agency/Getty Images)

He aquí las claves para entender las implicaciones que tiene el actual estallido de violencia para los actores más relevantes de la región y las posibles consecuencias a medio plazo.

Cuando los acuerdos de Abraham entre Israel y Emiratos Árabes Unidos se firmaron en septiembre de 2020, advertí en un artículo en esglobal que aunque era un logro diplomático de la administración del republicano Donald Trump, no era para nada un acuerdo “que vaya a traer más paz, y sobre todo más justicia y equidad; principalmente para la población palestina”, sobre todo porque estos acuerdos se habían hecho en detrimento de la población palestina, y porque no detendrían, sino por el contrario, acelerarían, el proceso de colonización israelí. La posterior normalización con Bahréin, Marruecos y Sudán, y la reciente mención del Príncipe heredero saudí, Mohamed Bin Salman, sobre la cercanía de una normalización con Israel en una reciente entrevista para Fox News, no hizo sino incrementar la sensación de abandono que la población palestina, y también las diversas facciones y grupos políticos palestinos, por parte de los Estados árabes. La administración del demócrata de Joe Biden, en principio más crítico que Trump respecto a Israel, pero mucho menos que su predecesor, Barack Obama, ratificó la ruta a seguir en la región para garantizar la seguridad de Israel, avalando la continuidad de las alianzas de Washington con Tel Aviv y Riad, y alentando a este último a seguir la línea de otros países del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) en su normalización con Israel. Una estrategia que fue tácitamente apoyada por una Bruselas que no ha sido capaz de ofrecer una propuesta alternativa de solución al conflicto de Oriente Medio desde hace ya muchos años.

(De izquierda a derecha) El ministro de Asuntos Exteriores de Bahréin, Abdullatif bin Rashid Al Zayani, el primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y el ministro de Asuntos Exteriores de los Emiratos Árabes Unidos, Abdullah bin Zayed bin Sultan Al Nahyan, en la firma de los Acuerdos de Abraham el 15 de septiembre de 2020 en Washington, DC.(Alex Wong/Getty Images)

Esta iniciativa diplomática, que acercaba a los dos aliados principales de Washington en la región, se hacía en paralelo con otros procesos de reconciliación regional que, en principio, auguraban una reducción de las tensiones en Oriente Medio. En primer lugar, el fin del cisma dentro del CCG  —principalmente entre Arabia Saudí y Catar— tras la firma del acuerdo de Al Ula en 2021, y que finalizaba con los tres años de bloqueo al que Catar había sido sometido. Por otra parte, la normalización de Arabia Saudí e Irán, también iniciada en 2020, pero recién ratificada con la firma de los acuerdos de Pekín en marzo de 2023 tras varios años de retrasos. En principio, estas dos tendencias parecen contradecirse con el acercamiento saudí a Israel, debido al descontento que eso podría generar tanto en Teherán como en Doha, principales apoyos políticos y financieros de Hamás. Sin embargo, circularon rumores sobre una posible reducción, al menos en el tono, de Irán respecto a Israel, como contrapartida al fin del aislamiento que la República islámica había sufrido desde la ruptura de relaciones diplomáticas con los saudíes en 2016 como consecuencia de los ataques contra las legaciones diplomáticas en Teherán y Mashad, y tras los años de las más dañinas sanciones impuestas por la administración Trump y su política de “presión máxima” contra Irán. La normalización previa de Teherán con Emiratos Árabes Unidos, e incluso el comienzo de las conversaciones con Bahréin y un posible deshielo con Egipto, se sumaban así al rédito diplomático que para el gobierno del iraní Ibrahim Raisi representaba también la reincorporación de Siria a la Liga de Estados Árabes (LEA) tras su suspensión desde 2011. Todo esto permitía visualizar un posible status quo que mantuviera a las diversas potencias regionales, principalmente Irán y Arabia Saudí, pero también a Israel y a otras potencias menores, en principio, satisfechas por el equilibrio de poder logrado tras tantos años de conflictos.

El fin de la calma

Sin embargo, todas estas expectativas sobre una distensión duradera en el Golfo y Oriente Medio se desvanecieron rápidamente con los recientes sucesos en Gaza. Cabe destacar que, aunque inesperados e inexplicables para muchos, era previsible que una escalada similar ocurriera tarde o temprano, teniendo en cuenta el contexto antes mencionado y la creciente presión ejercida sobre los territorios ocupados por parte de un sector de la población israelí amparado por un gobierno de coalición en el que la derecha ultraortodoxa hace valer demasiado su peso en la toma de decisiones respecto a las políticas de colonización. La creciente marginación de los palestinos a partir de la firma de los Acuerdos de Abraham se hizo evidente, y el desamparo de la población alentó a la toma de medidas drásticas por parte de grupos palestinos.

El ataque masivo protagonizado por Hamás en coordinación con otros grupos era, por lo tanto, previsible, más allá de la intensidad, la coordinación y la efectividad, que ha sorprendido tanto a analistas como a cancillerías del mundo entero. Y es que aún queda por explicar cómo es posible organizar una operación tan precisa y masiva en las severas condiciones de aislamiento, bloqueo y vigilancia en las que Gaza está inmersa desde hace ya décadas, y cómo uno de los más sofisticados sistemas de seguridad y de defensa del mundo pudieron fallar tan flagrantemente.

Las principales acusaciones cursadas tras el ataque sorpresa se apresuraban a apuntar a Irán, en principio el principal apoyo financiero y moral de Hamás. El periódico estadounidense The Wall Street Journal publicaba que el ministro de Asuntos Exteriores iraní, Amir Abdolahian, habría mantenido reuniones en Gaza y Líbano para coordinar estas operaciones con operativos de diversos grupos. Sin embargo, el  propio líder iraní, Alí Jamenei, rechazaba tajantemente estas acusaciones, asegurando que, aunque su país ha mantenido su apoyo permanente a la agrupación, no dictaba órdenes ni establecía su agenda política ni programática, desligándose por completo del ataque. No obstante, los medios iraníes han festejado los suecesos, y diversas autoridades de la república islámica advirtieron sobre la invulnerabilidad de Israel y la interminable determinación de los palestinos en terminar con el régimen sionista, con apoyo del “eje de la resistencia” liderado por Irán y el error que representaba para los Estados árabes normalizar relaciones con Israel.

Este rechazo de Teherán a su intervención directa en los ataques ha sido a su vez confirmada, en principio, por las propias declaraciones del Secretario de Estado de EE UU, Antony Blinken, de que no existía evidencia directa de la participación de Irán en los acontecimientos recientes. A su vez, el portavoz de las Fuerzas Armadas de Israel, Daniel Hagari, reconocía que no se podía afirmar, por ahora, que Irán tuviera algún rol en la planificación o entrenamiento de los involucrados, más allá del ya conocido apoyo y suministro durante años.

Ganadores y perdedores 

Más allá de lo tremendo de las imágenes que se han distribuido, tanto de los ataques sobre la población civil israelí como de aquellos contra la población civil palestina, así como las represalias que están llevándose a cabo y que, sin duda, se incrementarán en el corto plazo, según las declaraciones de las autoridades militares israelíes, es evidente que esta operación deja a su paso ganadores y perdedores en el corto y medio plazo.

Sin duda, el mayor beneficiado de esta escalada bélica es Irán, a pesar de ser, tras Hamás, el principal acusado por estas acciones. Teherán ha sido el impulsor del “eje de la resistencia” contra Israel que incluye a Hezbolá, Siria y Hamás, y se ha opuesto tajantemente tanto a la firma de los acuerdos de Camp David entre Israel y Egipto en 1979, como a los acuerdos de Madrid y Oslo de 1994 y con posterioridad a los acuerdos de Abraham de 2020. Su persistencia en su política de oposición a Israel ha sido siempre un activo muy bien utilizado por las autoridades iraníes, sobre todo frente a la denominada “calle árabe”, que ha tendido habitualmente a tener mayor simpatía por la causa palestina que sus propios gobiernos, como lo ha demostrado los acontecimientos regionales de los últimos años. Más aún, sin siquiera haber intensificado su discurso en contra de otros Estados árabes de la región, Teherán ha obtenido el rédito político de haber apoyado en todo momento a Hamás, de cara al público al que Irán se dirige principalmente, la población musulmana, árabe y no árabe, de Oriente Medio, y al “Sur global” antiimperialista y antisionista de modo amplio. 

En este sentido, Irán no ha tenido que ser “políticamente correcto” en sus declaraciones de apoyo a los ataques, sino todo lo contrario, se congratuló del éxito de la operación ante un público que no son Estados Unidos y Europa, sino por el contrario, aquellos que se sienten traicionados por sus propios gobiernos por normalizar sus relaciones con Israel.

En un contexto reciente en el que Irán ha firmado en principio las paces con uno de sus enemigos regionales más acérrimos, Arabia Saudí, y en medio de una cosecha de éxitos diplomáticos por parte del presidente Raisí como resultado de las estrategias de sus antecesores, Mahmoud Ahmadinejad y Hassan Rouhani, que incluye, entre otras, la incorporación del país a la Organización de Cooperación de Shanghái, y la reciente invitación a formar parte del grupo BRICS, Teherán saldría fortalecido en el corto plazo de esta acción de Hamás sin haber invertido muchos recursos en la misma.

Soldados de las Fuerzas de Defensa de Israel vigilan cerca de una bandera israelí que ondea en el exterior del kibutz Kfar Aza, donde decenas de civiles murieron días antes en un ataque de militantes de Hamás en esta cerca de la frontera con Gaza, el 10 de octubre de 2023 en Kfar Aza, Israel. (Alexi J. Rosenfeld/Getty Images)

El más perjudicado, sin lugar a dudas, es Israel, y su primer ministro, Benjamin Netanyahu, sobre todo si no logra transformar la creciente oposición interna a su reforma judicial y las críticas por corrupción por un apoyo sin fisuras a la anunciada represalia contra Gaza. Pero no parece que esto último pueda pasar. El Gobierno está siendo criticado por no haber evitado una masacre, ya sea por incapacidad o por falta de voluntad política, y por la retardada respuesta militar que permitió no solo la muerte de numerosos civiles, sino que hizo posible que los milicianos de Hamás capturaran a decenas de israelíes que serán luego utilizados en futuras negociaciones. También, voces muy críticas dentro de Israel acusan directamente a Netanyahu del ataque, como lo demuestra el lapidario artículo de Gideon Levy en el diario Haaretz. Pero, por otra parte, estos acontecimientos han afectado a la imagen de seguridad e invulnerabilidad de Israel en un contexto regional que, precisamente, parecía volverse más amable tras la firma de los recientes acuerdos de Abraham, y que, si la represalia se prolonga en el tiempo y genera una previsible matanza en Gaza, haga insostenible la continuidad de los acuerdos ya firmados. 

En segundo lugar, y teniendo en cuenta el largo plazo y su impacto interno, una ofensiva sangrienta y prolongada, con el evidente impacto que eso tendrá sobre una población palestina que ya ha sufrido lo indecible, no es sostenible en el largo plazo, ni de cara a la comunidad internacional ni frente a la propia opinión pública israelí, que ya se encuentra muy polarizada en relación a su propio Gobierno. Y todo lo que afecte en el largo plazo a Israel en su relación con los palestinos, irá en detrimento de los acuerdos de Abraham. 

Lo que vendrá

Es un secreto a voces que la opinión pública árabe no es proclive al reconocimiento de Israel, y que los países firmantes lo han hecho silenciando o negociando concesiones con aquellos que se oponían internamente. La estrategia de Hamás e Irán se demostraría acertada si la guerra se prolonga demasiado y pone en aprietos a los Estados recientemente normalizados, y desalienta a otros a hacer lo mismo en el corto o mediano plazo. Esto sin duda reduciría el margen de maniobra en un contexto ya de por sí turbulento por los diversos conflictos regionales aún abiertos y la presión que la aún vigente guerra de Ucrania sigue ejerciendo sobre gobiernos que, si bien privilegian sus relaciones estratégico-militares y políticas con Washington, necesitan no obstante de una estabilidad duradera para estrechar lazos económicos con Pekín, Moscú y otros países asiáticos.

Es difícil predecir los próximos días, meses o años, con un Hezbolá que ha demostrado su apoyo a Hamás y con la posibilidad de abrir un segundo frente que debilite la ofensiva israelí en el sur. La última guerra que involucró a ambos terminó con una rápida invasión de castigo por parte de Israel, que afectó mucho militarmente al grupo libanés, pero que por el contrario lo fortaleció políticamente, al igual que a su mentor iraní. La tentación de repetir la misma lógica, sobre todo tras la caída en desgracia y su designación como organización terrorista por parte de la LEA y el CCG por su apoyo directo al régimen de Bachar al Assad en Siria, parece ser muy grande como para desestimarla del todo, y más allá de saber de antemano las consecuencias económicas, humanas y militares que tal confrontación podría tener.

Como se preveía ya en 2020, los Acuerdos de Abraham nacieron como una necesidad de Trump de justificar un éxito diplomático, sin tener en cuenta el problema de fondo del conflicto, que ha estallado en las narices del mundo entero y de la manera más brutal. No es de prever que la situación se normalice, sino por el contrario, se radicalice, mientras los gobiernos de la región sigan aproximándose al conflicto palestino en clave de sus propias políticas de supervivencia de élite.