La policía pasa junto a la casa más afectada por el coche bomba en Jamundí, Colombia, el 22 de septiembre de 2023. (Edwin Rodriguez Pipicano/Anadolu Agency/Getty Images)

¿Es posible superar los condicionantes estructurales y simbólicos que soportan la violencia en Colombia? ¿Cuáles con los desafíos por delante?

El conflicto armado colombiano ha sido y es el conflicto armado interno más violento, más longevo y complejo de la historia de América Latina, tanto del siglo XX, como del siglo XXI. Hunde sus raíces formales a mediados de los 60 del siglo pasado, cuando afloran las primeras guerrillas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y el Ejército Popular de Liberación (EPL). Sin embargo, sus raíces políticas, estructurales e institucionales incluso conectan con acontecimientos de dos décadas atrás. A lo largo de todo este tiempo, la producción de violencia ha sido incomparable con cualquier otro conflicto latinoamericano. Según detalla la Comisión de la Verdad, se contabilizan más de 450.000 muertes violentas, 50.000 secuestros y 8.000.000 de desplazamientos forzados. Finalmente, el ciclo de violencia, que ha experimentado varias fases de expansión y contracción, ha sido alimentado por una veintena de guerrillas, facciones, disidencias y reincidencias, a la que se añade una treinta de estructuras paramilitares, cárteles de la droga y otras tantas estructuras criminales más. 

Con estas credenciales es de esperar que la gestión de dicha violencia y la centralidad de la paz hayan sido preocupaciones de buena parte de las últimas agencias presidenciales. Con mayor notoriedad, es desde comienzos de los 80, que se hacen más visibles los esfuerzos por desactivar los conflictos armados que involucraban al Estado con distintas formaciones entonces concebidas como revolucionarias. Sin embargo, casi siempre, como dieron cuenta los procesos de paz impulsados con las FARC-EP y el M-19 por parte de Belisario Betancur (1984); con las FARC-EP y el ELN, bajo la presidencia de César Gaviria (1992); o solo con las FARC-EP, como impulsó el gobierno de Andrés Pastrana (1999), evidenciaron importantes fracasos. Incluso, los procesos con mayores avances, como los de Ernesto Samper (1998) o Juan Manuel Santos (2016) con el ELN terminaron superados por la afectación de las circunstancias del momento. Y es que, sumado a la dificultad per se para asumir procesos de diálogo en conflictos de larga duración como el colombiano, se suma la ortodoxia ideológica de las guerrillas y las nociones de paz maximalistas, generalistas e imprecisas que ha predominado, y que dificultaban cualquier intercambio cooperativo posibilista. Asimismo, no puede dejarse de lado la debilidad institucional del Estado colombiano en buena parte de su geografía o la importancia de las economías ilícitas asociadas al conflicto.

Por todo lo anterior, los objetivos que presenta el gobierno actual de Gustavo Petro han de ser considerados como notables y necesarios, en aras de intentar finalizar un episodio de violencia demasiado longevo y violento, traumático para cualquier sociedad. A través de la concebida como paz total, se intenta asumir un proceso de paz completa que discurre por varios caminos. Primero, retomar la agenda del Acuerdo suscrito con las FARC-EP en 2016 y relegado al ostracismo y el incumplimiento bajo la presidencia del uribista Iván Duque (2018-2022). Segundo, recuperando la agenda de negociación de marzo de 2016 con el ELN y abriendo un proceso formal de diálogo que aspire a finalizar definitivamente el conflicto. Tercero, se intenta buscar un espacio de interlocución con las diferentes disidencias de las FARC-EP. Sobre todo, la surgida antes de la firma del Acuerdo de Paz, hoy conocida como Estado Mayor Central (EMC) y dirigida por “Iván Mordisco”; y por otro lado, Segunda Marquetalia, una disidencia creada en agosto de 2019 por algunos de los nombres de la guerrilla que mayor protagonismo cobraron en el proceso de diálogo que transcurrió en La Habana entre 2012 y 2016. Por último, y a través de lo que se ha denominado como “sometimiento a la justicia”, se reconoce la necesidad de entablar diálogos con grupos herederos del paramilitarismo, aunque de naturaleza jurídica (y penitenciaria), más que política, con acciones orientadas a una plena reincorporación a la vida civil. 

La realidad de la violencia asociada al conflicto armado, en la actualidad, es más cruenta que la vivida durante el proceso de diálogo con las FARC-EP. Son varias las circunstancias que explican tan particular paradoja, la más importante es que la geografía de la violencia, enquistada territorialmente desde hace décadas, persiste irresoluta. Así, el corredor colombo-venezolano, el litoral Pacífico, el sur del país y el departamento de Antioquia presentan exacerbados niveles de concentración cocalera, presencia de grupos que reclaman algún tipo de continuidad con las otrora FARC-EP, aparte de estructuras armadas asociadas a la actividad criminal, herederas del paramilitarismo desmovilizado a mediados de los 2000. Sirva de ejemplo cómo, en apenas ocho departamentos de los 32 que conforman el país, se concentra más del 80% del total de la superficie cocalera y la mayor disputa entre los grupos en liza. Asimismo, en estos enclaves se produce más del 80% de los asesinatos contra líderes sociales o población excombatiente, en pleno proceso de reincorporación a la vida civil. 

Sobre la base de lo anterior, por tanto, es necesario cumplir con una demanda pendiente desde hace décadas: llevar la institucionalidad a la periferia territorial colombiana. Esto supone, no solo consumar esfuerzos por una presencia más eficaz del Estado en este tipo de regiones, sino concebir que la misma, más allá de Ejército y Policía Nacional, debe visibilizarse por medio de infraestructura, inversión, construcción de capacidades o formalización de derechos sobre la propiedad de la tierra. Todo ello sumado a un ejercicio de obstinada desconcentración de algunas instituciones centrales, y coadyuvada por un esfuerzo real de descentralización. No se puede pasar por alto que Colombia, junto con Venezuela, es el país más (re)centralizado de América Latina en términos de falta de elasticidad vertical de los ingresos del Estado. A tal efecto, más del 83% de los recursos del Estado se resuelven en el nivel central del gobierno, toda vez que los niveles subnacionales, apenas disponen de competencias y autonomía en la gestión del recurso público. Así, entre la concurrencia de la violencia directa y estructural, la democracia local se torna como una apuesta tan imprescindible como, con los años, desatendida.

Un trabajador muestra los guantes y la cinta adhesiva que utiliza para protegerse las manos mientras cosecha hojas de coca en Llorente, Colombia. (Edinson Arroyo/dpa/Getty Images)

Sin embargo, si bien el Estado debe optimizar sus capacidades de respuesta en el nivel local, por otro lado, buena parte de los problemas (y soluciones) que transcurren asociados a la violencia armada demandan su atención en la escala supranacional. Aunque existen numerosas fuentes de financiación para los actores que hacen parte del tablero de la violencia colombiana, como es la minería ilegal, el despojo de tierras, la extorsión o el contrabando, un factor central explicativo de la virulencia y la longevidad de dicha violencia pasa, necesariamente, por atender el problema acuciante de la droga. El país ha sido incapaz de reducir una superficie cocalera que, en la actualidad, según los reportes de Naciones Unidas, es superior a la de mediados de los 90, cuando aún estaban los cárteles de la droga vigentes. Las más de 200.000 hectáreas cultivadas se suman a un incremento notable de la producción de cocaína que, desde mediados de la presidencia de Iván Duque, viene incrementándose de forma descontrolada, también, por el perfeccionamiento de los cultivos y los mayores rendimientos en su procesamiento. 

Sin duda, la política reactiva de aspersión con herbicidas como el glifosato, tan recurrida en el pasado, dejó serias evidencias respecto a que ese no era el camino que seguir, además de por no reducir realmente la superficie cultivada, por su impacto medioambiental y por la afectación sobre el eslabón más débil y desprotegido de la cadena productiva. Al respecto, desincentivar el cultivo exige de un despliegue de recursos y de inversiones de parte del Estado, tanto directos como indirectos que, a pesar de algunos esfuerzos evidentes, se ha tornado como una medida insatisfactoria, en la medida que reclama de unos mínimos de infraestructura y capacidades establecida que en la Colombia más azotada por la violencia está sencillamente ausente. 

Esto no quiere decir que haya que abandonar esta vía, sino que impulsarla con un modelo paralelo de reforma territorial que transforme e intervenga sobre las condiciones socioeconómicas e institucionales que, por omisión, soportan la violencia. Sin embargo, incluso así, la escala supranacional ha de ser considerada igualmente como imprescindible en el abordaje de soluciones. Aparte de que de poco sirve reducir los cultivos y las economías ilícitas si, eventualmente, viran hacia otros emplazamientos regionales como Ecuador o Perú, la principal cuestión reposa en que es necesario llevar el debate sobre la lucha contra las drogas —tan asociado a la violencia colombiana— a otras esferas. Es decir, mientras que los países esencialmente consumidores de cocaína no se comprometan con un problema del que son parte muy responsable, la capacidad de respuesta es más que limitada. Esto, por no decir que los elementos punitivos son mucho más limitados, al securitizar la lucha contra las drogas, que la gestión y tratamiento como un tema de seguridad pública. Es cierto que este debate ya se empieza a proponer, incluso, desde Estados Unidos, si bien habrá que esperar su evolución pues, aunque el problema existe, visibilizar, problematizar y politizar esta cuestión exigirá esfuerzos para una dimensión social del agente estadounidense, precaria y profundamente mercantilizada.

En conclusión, la violencia colombiana vinculada con el conflicto armado ha experimentado una evolución que, en la actualidad, demanda niveles de acción más eficaces para con una amenaza indómita que exige mejores respuestas a nivel local, políticas a nivel central que imbriquen la función de seguridad y orden público con otras cuestiones más apremiantes, y una escala supranacional, con márgenes de respuesta en ciernes. Así, y más allá de los buenos propósitos del actual Gobierno colombiano, cualquier atisbo real de construcción de paz, entendida esta como la superación de los condicionantes estructurales y simbólicos que soportan la violencia, se torna como una empresa que reclama para sí un horizonte de largo aliento, que trascienda de cortoplacismos gubernamentales, y frente a los cuales, la política de paz total, en el mejor de los casos, será otro hito de gran valor en una suma de necesidades que están por ser resueltas.