El presidente de Colombia, Gustavo Petro, saluda al líder del ELN, Israel Ramírez, alias Pablo Beltrán, durante una ceremonia para dar comienzo a un alto el fuego de seis meses como parte de un proceso para iniciar una paz permanente entre el ELN y el gobierno en Bogotá, Colombia, el 3 de agosto de 2023. (Sebastián Barros/NurPhoto via Getty Images)

El actual cese al fuego entre la guerrilla y el Gobierno colombiano enfrenta importantes desafíos que podrían echar a perder el complejo proceso de diálogo.

Hace unos días acudíamos a una de las imágenes, hasta el momento, más importantes del proceso de negociación entre el Gobierno colombiano y la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN), comenzado a finales del pasado mes de octubre. El mandatario progresista, Gustavo Petro, y el jefe del equipo negociador de la guerrilla, “Pablo Beltrán”, daban luz verde al comienzo del cese al fuego que, por seis meses, ha de acompañar al proceso de diálogo que transcurre actualmente y, con ello, al mecanismo de participación por el cual la sociedad civil ha de ser partícipe de dicho proceso. 

Este diálogo de paz, con mucha diferencia, es el que más ha avanzado en las últimas cuatro décadas en Colombia. Sólo con Ernesto Samper, en 1998, y con Juan Manuel Santos, en 2016, se había conseguido identificar un punto de partida y una cierta hoja de ruta por la que dirigir los esfuerzos negociadores con la guerrilla fundada en 1964. En el primer caso, la imposibilidad de la paz devino, en buena parte, por las dificultades gubernamentales derivadas de la afectación del “Proceso 8.000” —resultado de la entrada de cuatro millones de dólares provenientes del Cártel de Cali a la campaña presidencial de Samper—. En el segundo caso, la falta de condiciones reales para negociar, especialmente, se encontró del lado de un ELN superado por las contradicciones internas y la falta de compromisos reales, a su vez soliviantados por una coyuntura de inminente llegada del uribismo, tal y como sucedió a partir de 2018.

Tras los cuatro años ominosos de la presidencia de Iván Duque, caracterizada por sus reservas a implementar integralmente el Acuerdo de Paz suscrito con las FARC-EP y ofrecer nulas políticas de afectación y transformación respecto de los condicionantes que soportan el conflicto armado colombiano, la presidencia de Gustavo Petro, no sin dificultades, ha sabido reconducir la situación. Retomando la senda de las conversaciones con el ELN, se logró la recuperación de la agenda de seis puntos negociada en marzo de 2016, lo cual se suma a una interlocución más política que militar, un fuerte acompañamiento internacional y la búsqueda de espacios de legitimación interna en la sociedad colombiana, cuyo alcance y significado están todavía por conocerse.

Son muchas las cuestiones que este cese al fuego y este mecanismo de participación ciudadana van a ayudar a resolver. En primer lugar, los 180 días comprometidos con ausencia de acciones armadas serán fiscalizados por un Mecanismo de Monitoreo y Verificación del cual son partícipes Naciones Unidas, la Conferencia Episcopal y las partes involucradas, Gobierno y guerrilla. Aparte de servir como herramienta de confianza, especialmente para un ELN que ha protagonizado casi una treintena de ceses al fuego, permitirá medir su compromiso real. Cabe recordar que el ELN no estuvo a la altura de las circunstancias en el pasado reciente, cuando entre finales de 2017 y comienzos de 2018 protagonizó un incremento de sus acciones armadas que sirvieron para sepultar cualquier posibilidad, de por sí remota, de reencauzar un proceso de diálogo fuertemente afectado por el descrédito, la falta de garantías y la nula existencia de intercambios cooperativos. 

El desescalamiento de las acciones, por otro lado, será la prueba de fuego para una guerrilla que nada tiene que ver con las FARC-EP. Estas, por ejemplo, protagonizaron 824 acciones armadas en 2012, al comienzo del proceso de diálogo que transcurriría en La Habana con el primer gobierno de Juan Manuel Santos. Tres años después se reducían a 94, mostrando una reducción de los niveles de confrontación que, junto a otras cuestiones, invitaba al optimismo en cuanto al avance de las negociaciones. A diferencia de las FARC-EP, el ELN es una suerte de guerrilla con mucha ortodoxia ideológica, pero con escasa organización centralizada. Es cierto que dispone de niveles decisorios, como el Comando Central y la Dirección Nacional, pero es igualmente notoria su condición de guerrilla federal, en donde la asunción de decisiones y la articulación de compromisos se desarrolla bajo escenarios de discusión horizontal, con los diferentes Frentes de Guerra. Especialmente dos fueron los que en el pasado protagonizaron las mayores dificultades para avanzar en el diálogo. El Frente de Guerra Occidental, activo en Chocó, ya a finales de marzo hizo públicas sus reservas al proyecto de paz total que procuraba el gobierno de Gustavo Petro. Asimismo, el Frente de Guerra Oriental, protagónico en el corredor colombo-venezolano, es el que concentra mayor número de efectivos algunos estiman que más de la mitad de los 3.500-4.000 que conforman la guerrilla (sumando el Frente de Guerra Nororiental, presente en Norte de Santander), haciendo gala de una particular condición binacional y, de igual manera, una clara impronta belicista, en torno a Arauca. Y a pesar de todo lo anterior, sin representación notoria en la mesa de diálogo, pues se trata de la estructura con mayor nivel de autonomía interior de la guerrilla. En otras palabras, habrá que ver hasta qué punto ésta, y las comandancias de segunda generación, más jóvenes, más militaristas y menos políticas, mantienen la cohesión interna de una guerrilla caracterizada en el pasado por la discusión interna y la proliferación de fracturas y disidencias.

En tercer lugar, está la vulnerabilidad misma del cese al fuego y del mecanismo a la concurrencia de varias estructuras armadas que, si bien inicialmente han estado contempladas por el proyecto de paz total del actual Gobierno, sus expectativas son bajas tirando a nulas, toda vez que los niveles de hostilidad y confrontación con el ELN son acuciantes. Tal es el caso del Clan del Golfo y la disidencia del Estado Mayor Central. El primero, en los últimos años, ha protagonizado notables enfrentamientos en los departamentos de Chocó, Antioquia, Cauca o Nariño, en donde es evidente la presencia guerrillera del ELN. De igual manera, el enclave más atractivo para esta estructura se encuentra en el oriente/nororiente colombiano, en donde el negocio cocalero y narcotraficante se suma al contrabando de todo tipo de enseres, haciendo que desde hace año exista una suerte de confluencia violenta, oportunista y cambiante de guerrillas, mal llamadas disidencias de las FARC-EP, grupos postparamilitares y otras formaciones criminales. El ELN mantiene confrontaciones armadas con varias de ellas, lo cual influirá en cómo se resuelva esta realidad, tanto en la posición misma de la guerrilla como en la labor de actor, testigo y garante que le corresponde al Estado colombiano. Desde luego, la investigación para la paz y la resolución de conflictos ya nos ha advertido en numerosas ocasiones que cuantos más actores forman parte de un conflicto de larga duración, y más mesas de diálogo concurren, mayores son los riesgos de afectación por saboteadores y elementos contrarios a la construcción de paz. Recuérdese el comunicado del Frente de Guerra Oriental hace dos meses, por el cual

reconocía literalmente cómo “no vamos a tener tregua con esas organizaciones

criminales, mercenarias y narcoparamilitares” (en alusión al Clan del Golfo y Estado

Mayor Central y la situación que actualmente transcurre en Arauca). 

Fusiles en el funeral del oficial de policía Andrés Idarraga Orozco, asesinado en un atentado guerrillero en Tibú, Bogotá, en mayo de 2023. (GettyImages)

Finalmente, el escenario que representa el mecanismo de participación ciudadana, que incluye una treintena de sectores de la sociedad civil, tiene como objetivo identificar prioridades, necesidades y reivindicaciones con vistas a fortalecer la democracia colombiana y legitimar el sentido político que el ELN ha demandado como parte activa del proceso de diálogo. Este es un viejo reclamo que tradicionalmente fue entendido como un requerimiento de máximos, en tanto que ha sido lugar común de generalidades, tópicos e imprecisiones que en cualquier acuerdo de paz han de concretarse y mensurarse bajo mínimos pragmáticos, posibilistas y reales. En otras palabras, habrá que ver qué y cuánto de lo que salga de este mecanismo tiene sentido real de ser incorporado como objeto de negociación. Esto, no sólo por lo etéreo en sí que representa este escenario de participación ciudadana, sino por el escepticismo real que acompaña a una guerrilla responsable de casi 18.000 muertes violentas y 10.000 secuestros en los últimos cuarenta años, según el informe de la Comisión de la Verdad publicado en 2022. La popularidad de la violencia armada cuenta con escasos réditos de aprobación entre los colombianos, y el anterior proceso con las FARC-EP ya puso de manifiesto que su ciudadanía se moviliza más para remover las condiciones y los actores que forman parte del conflicto armado que para apoyar política o electoralmente a siglas que en el pasado enarbolaron la bandera de la transformación social junto a la de la violencia armada. Ello, sin perder de vista, cuestión aparte, que el ELN arrastra una importante desconexión con algunas de las cuestiones más acuciantes del país, resultado de que hace décadas que su influencia en departamentales capitales o municipios de cierta relevancia brilla por su ausencia.

Sea como fuere, y a pesar de todo lo que aquí se adelante, lo cual dentro de seis meses ha de ser objeto de obligada revisión y reflexión, no debe perderse de vista el contexto político por el que atraviesa el país, tanto actualmente como en el corto y medio plazo. La detención del hijo del presidente, Nicolás Petro, que ha llegado a afirmar que introdujo dinero “sucio” en la campaña presidencial de su padre (sin su conocimiento), además del resultado de las elecciones departamentales y municipales previstas para finales del próximo mes de octubre —que no parecen muy promisorias para los intereses políticos del Pacto Histórico—, y los procesos que en paralelo están previstos con otros actores de la violencia —especialmente con el Estado Mayor Central—, seguro que serán factores determinantes a considerar en una paz que, en cualquier caso, llega muchas décadas tarde para Colombia.