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Miembros de asistencia médica chinos celebran su esfuerzo después de ayudar a la ciudad de Wuhan a recuperarse del coronavirus. STR/AFP via Getty Images.

China ha pasado de ser el foco inicial y más afectado por el coronavirus, a controlar la pandemia, ser un ejemplo para otros países y extender su soft power gracias a su ayuda internacional. Pero su agresividad geopolítica contra EE UU, justo en medio de esta crisis global, puede revertir esta imagen de potencia responsable. 

Cuando el primer foco de la epidemia del coronavirus estalló en la provincia china de Hubei -y amenazaba con descontrolarse por el resto del país- el Gobierno chino impuso fuertes medidas de cuarentena, que nadie sabía si iban a funcionar o si iban a ser apoyadas por la población. Como suele suceder cuando hay un problema en China, muchos medios internacionales empezaron a hablar de la posible caída del régimen chino o de una confianza quebrada entre pueblo y autoridades.

Meses después, los chinos vuelven a salir con cierta normalidad a la calle, después de que el número de nuevos infectados haya bajado fuertemente -y la mayoría de nuevos casos sean importados del exterior-. Eso contrasta con las actuales situaciones dramáticas de países europeos como Italia o España, que han imitado la “táctica china” de imponer confinamientos masivos para detener la epidemia. Pekín, además, está enviando importantes ayudas de material médico y especialistas sanitarios a los países más afectados. China ha pasado, en pocas semanas, de estar en una situación crítica, a ser considerado como un ejemplo técnico ante el coronavirus e incluso una valiosa ayuda internacional.

Pero la política exterior de China no sólo se ha enfocado a la ayuda internacional. Su parte más agresiva también se ha dedicado a presionar en su competición geopolítica contra Estados Unidos. Ambos países se encuentran, actualmente, en su peor situación en cuanto a relaciones en décadas, intercambiando teorías de la conspiración, insultos y expulsiones de periodistas. Es una conducta arriesgada que puede hacerle perder a Pekín el soft power y papel de potencia responsable que estaba consiguiendo con su éxito al combatir la pandemia y su despliegue de ayuda internacional.

¿Cómo ha pasado China de estar en una situación límite como primer y más afectado país por el coronavirus, a transformarse en un ejemplo o una ayuda de cara a otros países -e incluso tener margen para una temeraria competición geopolítica-? ¿Cómo ha podido Pekín “dar la vuelta a la tortilla” y cambiar su imagen a nivel internacional?

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Policias chinos llevando máscaras en Pekín, China. Betsy Joles/Getty Images.

En primer lugar, hay que dejar algo claro: en ningún momento se vivió un “Chernóbil chino” o una “segundo Tiananmen” durante la epidemia del coronavirus. A pesar de las especulaciones de importantes medios internacionales, que ven en cada crisis china una inminente caída del gobierno, no hubo ninguna rebelión popular ni una ruptura de confianza entre el pueblo y sus élites. Aunque hubo importantes quejas y enfado en las redes sociales chinas, especialmente tras la muerte del doctor Li Wenliang -que había alertado del problema en el inicio de la epidemia y fue reprendido por la policía local-, eso no se ha traducido en ninguna protesta o cambios importantes en el poder político chino. Los únicos relevos importantes han sido el de los dirigentes de la ciudad de Wuhan y la provincia de Hubei. A ellos -y no al gobierno central de Pekín- es a quien la mayoría de chinos ven como los principales culpables de que la situación escalara en número de infectados y muertos. El gobierno central, en cambio, ha sido percibido por la mayoría del país como el que ha puesto orden y arreglado esa situación de descontrol permitida por las autoridades locales. Es probable que incluso Pekín haya ganado aún más legitimidad interna después de esta epidemia -y también su modelo de control tecnológico extendido por el país, parte clave de la contención del coronavirus-.

Por otro lado, se ha producido un cambio en la percepción internacional de las medidas de contención tomadas por Pekín. Al inicio, hubo gran cantidad de titulares que señalaban la cuarentena forzada o el confinamiento del país como una medida “antidemocrática” imposible de aplicar en una democracia occidental. Pero después de que las cifras empezaran a mejorar, muchos medios empezaron a reconocer que, a pesar de ser extremas, eran efectivas -aunque, en general, señalaban como mejores las elegidas por otros países como Corea del Sur-. Aunque la epidemia se iba extendiendo a países como Irán u otros estados asiáticos, Occidente todavía la percibía como un problema abstracto que sucedía a miles de kilómetros de distancia y que era poco probable que llegase al mundo occidental. Hasta que empezaron a crecer de manera preocupante los casos de infectados en Europa y Estados Unidos. En ese momento, las medidas “draconianas” aplicadas en China empezaron a ser copiadas por países como Italia. La percepción había cambiado: quizás el gigante asiático sí que había sabido gestionar la epidemia.

En este contexto en el que en Occidente aumentaban peligrosamente los contagios, en China disminuían cada vez más y la situación parecía controlada. Los nuevos casos recientes han sido la mayoría “importados”, de chinos que volvían a su país desde el extranjero. En la provincia de Hubei, recientemente, se celebró la noticia de que ya no había nuevos casos locales de infectados y la gente podía empezar a hacer vida más o menos normal en sus calles -aunque todavía hay preocupación por posibles casos asintomáticos, que Pekín no contabiliza como infectados-.

Pekín, una vez que parece que ya tiene controlada la epidemia, ha podido enfocarse más en su acción exterior frente al coronavirus. Ha puesto en marcha una campaña de ayuda internacional con envíos de material médico, personal sanitario y científicos expertos a países como Italia, España, Irak o Filipinas. Por poner un ejemplo, hace pocos días envió dos millones de mascarillas médicas y 50.000 kits de detección del coronavirus a la Unión Europea. La celeridad de esta medidas chinas contrastó con la ausencia de ayuda de Estados Unidos y de otros países de Europa hacia los países más afectados en el continente europeo por esta epidemia durante su estallido inicial -o también con el intento de Washington de comprar una vacuna alemana en exclusiva para Estados Unidos-. En oposición, la imagen ha sido de liderazgo por parte de China y de responsabilidad a nivel mundial.

Para algunos, esto se trata de una campaña de propaganda para “lavar su imagen” o “ampliar su influencia” a nivel internacional. Obviamente estas medidas van a ayudar a mejorar la visión que el resto del mundo tiene de China y aumentar su soft power. También es cierto que Pekín las está difundiendo fuertemente por sus medios de comunicación. Pero lo cierto es que las mascarillas, equipos médicos o ventiladores que China están enviando van a salvar vidas y son una ayuda inestimable en esta grave crisis. El escrutinio de supuestas intenciones maquiavélicas al que se somete el país cuando actúa de manera responsable y cooperativa a nivel internacional no se ha rebajado con esta crisis. Parece como si detrás de cada una de sus buenas acciones hubiera una conspiración, o como si fuera el único que se preocupa por mejorar sus relaciones públicas después de una caída de imagen a nivel internacional.

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Trump cambia en las notas de una comparecencia “Coronavirus“ por “virus chino“. Jabin Botsford/The Washington Post via Getty Images.

Eso no quiere decir que la actual política exterior de China sea perfecta: de hecho, estos últimos días, se ha visto como el país está presionando en su pulso geopolítico con Estados Unidos, justo cuando un alto al fuego y colaboración entre ambas potencias sería más beneficioso a nivel mundial. Diversos diplomáticos chinos han aireado de manera irresponsable teorías de la conspiración sobre el coronavirus apuntando su origen en Estados Unidos, o ironizado sobre la situación en este país, justo cuando hay gente sufriendo los estragos de la pandemia -aunque parece que hay divisiones en la diplomacia china respecto esta oportunista estrategia-. Donald Trump, experto en aprovechar estas polémicas, ha calificado una y otra vez a la enfermedad por COVID-19 como el “virus chino”, mientras miembros de su administración o medios de comunicación afines bordean la sinofobia. En un país inmerso en sus propias cultural wars sobre el vocabulario racista, que Trump use o no la palabra “virus chino” ayuda a desviar la atención de la situación preocupante que se vive en Estados Unidos -mientras, a la vez, aumentan las agresiones a personas de origen asiático en el país-.

La batalla geopolítica entre EE UU y China también ha saltado a los medios de comunicación y sus periodistas. Después de la expulsión de tres corresponsales en China del Wall Street Journal hace semanas -bajo el argumento de que este periódico había publicado un artículo de opinión titulado de manera ofensiva contra China-, Estados Unidos cambió el estatus de los principales medios chinos operando en el país argumentando que los que trabajan allí no son periodistas, sino casi diplomáticos al servicio del gobierno chino. Eso, de facto, conllevó la expulsión de 60 periodistas chinos que trabajaban en Estados Unidos.

Hace pocos días, en represalia, el gobierno chino anunciaba la expulsión de todos los corresponsales estadounidenses en Pekín del New York Times, el Washington Post y el Wall Street Journal. China no había echado a tantos periodistas occidentales del país desde que Mao llegó al poder. La relación entre Estados Unidos y China en plena crisis del coronavirus es la peor entre estos dos países desde hace décadas. Parece que con la reciente escalada de infectados en Estados Unidos, Xi y Trump han intentado rebajar tensiones mediante una llamada telefónica. Pero si eso no sirve y la confrontación entre Washington y Pekín se mantiene, eso llevará a que la lucha y la ayuda internacional se politice, exigiendo lealtades a cambio de cooperación -y creando conflictos evitables-.   

El coronavirus se está usando como campo de batalla para demostrar cuál es mejor: el modelo de China o el de Estados Unidos. Es posible que Pekín sea capaz de darle la vuelta a su imagen negativa fruto de la pandemia, gracias a su ayuda internacional -y a pesar de su reciente oportunismo geopolítico contra Estados Unidos-. Incluso podría ser el nuevo “líder mundial”, al menos a nivel simbólico, para varios países.

Pero hay un ámbito en el que el coronavirus está produciendo cambios y que puede afectar mucho más a China que su mala imagen: la economía y las cadenas globales de valor. En estos días en que derecha e izquierda se alinean con el cierre de fronteras ante el virus -y en el que ya se da por sentada la crisis económica que va a generar tanto en China como en el mundo-, es posible que la deslocalización, la dependencia de mercados extranjeros y la globalización se pongan más en duda. El mercado global no va a desaparecer, pero la nueva percepción del riesgo hará que el sistema de las cadenas globales de valor y especialización sea visto con más escepticismo no sólo por los adalides del populismo proteccionista.

En este sentido, la batalla más importante que tendrá que jugar China no es tanto la de su imagen, como la de mantener el sistema económico global mediante el que Pekín -con iniciativas como la Nueva Ruta de la Seda- quiere extender su modelo de globalización, a través del cual conseguir su objetivo definitivo: ser un país plenamente desarrollado y un líder tecnológico al mismo nivel o superior que Occidente. Después de la batalla del coronavirus, vendrá la batalla por la economía.