Algunas de las razones de la reelección de George W. Bush como presidente de Estados Unidos pueden ahondar las diferencias que, en lo más profundo, han separado a Europa de la potencia hegemónica y que se han exacerbado desde el 11-S: Dios, armas y ley; en otras palabras, la religión, el uso de la fuerza y el derecho internacional.

Más allá de que la OTAN se recomponga o no, que avance la cooperación
antiterrorista o que Washington hable cada vez más con la Unión
Europea como tal, la brecha transatlántica difícilmente se colmará tras
la reelección de Bush. Aunque hay deseos de recomponer los platos rotos,
la división entre Europa y Estados Unidos puede acrecentarse debido
a esas diferencias.

Si EE UU se ha visto como centro de gravedad moral del mundo, ahora este papel
lo reivindica también, desde otra perspectiva, una Europa que busca
un mayor margen de autonomía. Por supuesto, en la vida social y cultural,
en la diplomática e internacional y en la económica, hay mucho
en común en las relaciones transatlánticas, aunque el conocimiento
mutuo se haya reducido con la llegada de nuevas generaciones con otra formación
y referencias históricas. Más allá del turismo, sería útil
que ambas partes concedieran un mayor número de becas a estudiantes
para que éstos aprendan a conocerse mejor, con una especie de programa
Erasmus
transatlántico.

La deriva secular de Europa y el aumento del fundamentalismo en EE UU no son
meros asuntos internos. Alimentan el distanciamiento transatlántico
y tienen otros efectos nocivos en la política internacional. Las diferencias
al respecto eran mucho menores en los años 50 o incluso hasta los años
80. Hoy, Estados Unidos es la sociedad más religiosa entre las occidentales,
y la religión se incorpora a la vida cotidiana individual o colectiva –e
incluso a la política– en mucho mayor grado que en Europa. Según
una encuesta de 2003 de la consultora estadounidense Harris, el 79% de los
ciudadanos de EE UU cree en Dios, y una tercera parte asiste a un servicio
religioso al menos una vez al mes, mientras que en Europa esta cifra baja:
en Francia no llega al 5%. Un 36% de los estadounidenses reza cada día.
Europa es más descreída y menos practicante.

La participación en organizaciones religiosas es muy superior en Estados
Unidos. Sólo un 21% de los europeos considera la religión "muy
importante para ellos", frente a un 58% en EE UU. La sociedad estadounidense
está entre las primeras en creer que existen el demonio y el cielo.
La incesante batalla de los creacionistas para introducir su credo en los planes
de estudios escolares es otra prueba de esta falla que no es sólo entre
Europa y EE UU, sino entre los propios norteamericanos. Todas estas diferencias
influyen en la percepción del mundo y en la política exterior.

Formalmente, la separación Iglesia-Estado es mucho más marcada
en Estados Unidos que en algunos países europeos. Pero la realidad es
que el Viejo Continente está más secularizado. Quizá,
como mantiene la experta británica en sociología de la religión
Grace Davie, Europa constituye una excepción en un mundo cada vez más
desecularizado. En la Unión Europea, de los 25 Estados, 6 tienen iglesias
oficiales, sólo Portugal prohíbe la denominación religiosa
a los partidos políticos y sólo la República Francesa
se define como laica. La UE no es un club de laicos, pero sí un club
laico o un espacio laico, y el hecho de que no se haya incluido referencia
a la herencia judeocristiana en la nueva Constitución Europea indica
la importancia que algunos prestan a preservar esta condición. Sin embargo,
el reto al laicismo vuelve a plantearse en Europa por parte de movimientos
cristianos integristas y, sobre todo, con la creciente inmigración islámica
y cristiana –a menudo evangélica desde América Latina– y,
en todo caso, más religiosa que las sociedades de acogida.

Si bien Estados Unidos no tiene una religión de Estado, la religión
lo permea casi todo, aunque sea a veces por razones espúreas. El famoso
In God we trust (Confiamos en Dios) en los billetes de dólares es, por
ejemplo, algo relativamente reciente, que respondió a motivos electoralistas
de Eisenhower. Apareció en las monedas en 1861, en respuesta al aumento
de la religiosidad tras la guerra civil; en 1951 se adoptó como lema
oficial de Estados Unidos en sustitución del anterior E
pluribus unum
(Uno a partir de muchos), y en 1956 se imprimió en los billetes verdes.

Lo novedoso en EE UU en los últimos años es la incidencia que,
con George W. Bush, ha tenido la religión –sobre todo la fundamentalista
cristiana– en la política, mucho mayor que con el padre, que era
un protestante tradicional. Su hijo se considera un new-born
Christian
, un
cristiano renacido, y parte de la plataforma que le sostiene se encuentra en
los movimientos evangélicos que han crecido mucho y rápido (y
que también aumentan en España y en el resto de Europa).

EL PESO DE LA RELIGION
Además de que Bush lea la Biblia cada noche y empiece algunas reuniones
de trabajo con oraciones o lecturas sagradas, hay una madeja entretejida con
el fundamentalismo religioso y la mayoría moral –que empezó con
Ronald Reagan– a la que el republicano intenta dar nueva vida con diversas
iniciativas, y que ha sido uno de los ejes de su exitosa campaña de
reelección. También en eso este Bush es más nieto de Reagan
que hijo de su padre, un exceso que puede contribuir a dividir al Partido Republicano.
Probablemente nadie había llegado a conciliar nacionalismo y religión
como el reelegido presidente, quien, según el filósofo Peter
Singer, cree que "tener fe en Dios es tener fe en EE UU".

En la campaña de lo que han sido unas "elecciones de movilización",
los estrategas republicanos han logrado animar al menos a una parte de los
cuatro millones de cristianos evangélicos que, según las cuentas
de Karl Rove, máximo estratega de la campaña de Bush, no votaron
en 2000. Bush padre encomendó a su hijo el contacto con estos grupos
cada vez más numerosos. él perdió en 1992, pero el hijo
logró en esos colectivos una decisiva plataforma para lograr en 2000
la Casa Blanca, y ahora, en su reelección han resultado decisivos los
votos de tres cuartas partes de los evangélicos, lo que supone una quinta
parte del electorado.

George W. Bush ha conseguido unir
en la misma persona la cabeza de la
derecha religiosa y del presidente de los Estados Unidos

Bush ha conseguido, según Kevin Phillips, antiguo asesor republicano en la Casa Blanca, "unir en la misma persona la cabeza de la derecha religiosa y la del presidente de los Estados Unidos". Es un paso sin precedentes en ese país, un reflejo del cambio socioreligioso de los últimos años con el marcado crecimiento de los evangélicos y pentecostalistas, frente a la regresión de episcopalianos y metodistas que representaba Bush padre. Según algunas encuestas, el 55% de los votantes de Bush cree en un segundo advenimiento y que el mundo acabará en un Armagedón
o Apocalipsis entre Cristo y el Anticristo. El concepto del "mal" (evil)
de la Administración Bush se inscribe también en esta tendencia
(y por ello no es mera coincidencia que Reagan hablara del imperio
del mal
o Bush del eje del mal), y está a años luz del europeo actual,
que tiende a relegar los recuerdos de un mal absoluto como fue el Holocausto. "Estamos
involucrados en un conflicto entre el bien y el mal, y Estados Unidos llamará al
mal por su nombre", afirmó Bush en la Academia Militar de Westpoint
el 1 de junio de 2002 al anticipar la doctrina de la guerra
preventiva
que lleva su nombre.

La primera Administración de George W. Bush supuso un regreso al Antiguo
Testamento, el del ojo por ojo, el de la pena de muerte, el de la guerra
preventiva
del Libro de Ester (8:11). Al Antiguo Testamento se refiere el reelegido presidente
muy a menudo. Y más aún tras el atentado del 11-S, porque aquella
catástrofe –según confidencias a amigos, asegura Kevin
Phillips– hizo que Bush se sintiera "elegido por Dios para conducir
a la nación en su respuesta a este ataque", y hablara, en un primer
momento, de "cruzada". Y como ha indicado el periodista Ron Suskind,
una presidencia basada en la fe no presta demasiada atención a los hechos.

De una parte radical de este movimiento evangélico ha surgido una crítica
furibunda –por ejemplo, de Franklin Graham, hijo del famoso telepredicador– contra
el islam como intrínsecamente perverso y violento, con el que rehúye
la convivencia. Los evangélicos más extremistas no creen en el
diálogo entre confesiones, sino que, en una agresiva política
proselitista, buscan conversiones incluso de musulmanes y se proyectan en el
sionismo, en la medida en que ven que es antiárabe y antimusulmán.

Esto también contribuye a explicar la actitud de Bush hacia Sharon,
más allá de consideraciones geopolíticas o del voto judío
en Estados Unidos, o de ese sentimiento del estadounidense como "pueblo
elegido" o como un "nuevo Israel" y las referencias al "destino
manifiesto" del país o a la providencia. Esta base evangélica
se ha unido con la visión de los neoconservadores (no son lo mismo)
para formar una amalgama que configura parte de la política exterior
del primer mandato de Bush.

Si, como ha dicho Karl Rove, en esta campaña no se trataba sólo
de reelegir a Bush sino de sentar las bases para una permanencia más
larga de los republicanos en el poder, las diferencias con los europeos persistirán.
La dimensión religiosa acrecienta también las diferencias entre
EE UU y Europa respecto a Israel. Ambos defienden el derecho a la existencia
del Estado de Israel en fronteras seguras, pero Washington mantiene con ese
país una relación muy especial –difícil de entender
desde el Viejo Continente– cuyas raíces no son sólo electorales
sino, como vemos, mucho más profundas, y que han llevado a Bush, en
su primer mandato al menos, a dar carta blanca a Sharon, lo que ha restado
credibilidad a la superpotencia para retomar su papel de "intermediario
honesto" (honest broker). Tanto es así que –argumenta la
historiadora italiana Diana Pinto–, en las nuevas circunstancias, ha
generado el rechazo de los neoconservadores y los teoconservadores de la UE
como tal. La mala relación entre Israel y Europa, vista ahora como antisemita,
explica Pinto, envenena también la relación transatlántica.
Y probablemente la reconciliación pasa por Jerusalén.

LAS ARMAS
El politólogo estadounidense Robert Kagan ha hecho famoso el dicho de
que "los europeos son de Venus, y los americanos, de Marte". Si
fuera verdad, sería un cambio respecto al pasado de Europa. La diferencia
no versa únicamente sobre cómo unos y otros contemplan el uso
de la fuerza, sino también sobre la posesión de armas de fuego,
lo que –intereses sectoriales aparte– parece, en buena parte, consustancial
con la historia de EE UU. El hecho de que ni Bush ni John Kerry movieran un
dedo para prorrogar la prohibición, que duraba ya 10 años, de
la posesión de ciertas armas de asalto es muy indicativo de esta diferencia
de cultura. Se ha dicho que
EE UU fue fundado en guerra, de la guerra y que siempre ha necesitado un enemigo
externo (ingleses, españoles, alemanes y japoneses, soviéticos,
y ahora el difuso terrorismo global), mientras que la UE –no Europa– viene
de la guerra (civil si se quiere), pero para la paz, y sus guerras internas
y coloniales pasadas han frenado su voluntad de usar la fuerza.

El 41% de los europeos
acepta que en determinadas circunstancias la guerra es necesaria para
lograr la justicia, mientras que ésta es la opinión del
82% de la población de Estados Unidos

Sin embargo, la imagen venusiana es poco real. Hoy, los países europeos, aunque no sean exactamente Europa, están militarmente muy presentes en el mundo. Como tal, los europeos son la segunda potencia militar, en la
medida en que están unidos. Los 25 gastan alrededor de 180.000 millones de dólares al año (140.000 millones de euros), menos de la mitad que EE UU. Pero la menor productividad se traduce en que, con 1,3 millones
de hombres y mujeres bajo las armas, su capacidad de desplegarlos no supera los 85.000 efectivos a la vez (frente a 400.000 por parte de EE UU), si bien el objetivo es llegar a 200.000 en 2015. A la vez avanzan proyectos como los
grupos de combate europeos o la Gendarmería Europea, y capacidades logísticas
comunes.

Las mayores diferencias entre EE UU y Europa se refieren a la naturaleza de
las amenazas y cómo hacerles frente. Un ejemplo es el tratamiento del
tema Irán y la proliferación nuclear, aunque en este caso la "diplomacia
preventiva" ha sido no de la UE como tal, sino de Londres, París
y Berlín. De hecho, la perspectiva o eventual materialización
de un ataque por parte de Washington o Israel contra Irán volvería
a dividir a los europeos y a agrandar sus diferencias con EE UU.

Hay una distancia notable entre los conceptos estratégicos. No digamos
ya ante la idea de guerra preventiva, pues, aunque se ha hecho durante toda
la historia, nunca se ha anunciado como doctrina, y ha quedado derrotada en
Irak por los fallos en la llamada inteligencia. Los europeos no han renunciado
a la disuasión o la persuasión que funcionó en el caso
de Irak antes de la invasión. La Unión dispone ya de una doctrina
de seguridad (que podría servir para acercar posiciones con unos
EE UU que revisaran las suyas a la baja), aunque aún no de una doctrina
militar. Y no cabe esconder que dentro de la UE conviven varias Europas o varias
ideas de Europa: la neutral, la atlántica, la de potencia autónoma
y la de una Europa limitada a ser un espacio.

GUERRA A LA EUROPEA
Los europeos son más reticentes que los norteamericanos a usar la fuerza.
La encuesta sobre Tendencias Transatlánticas refleja que el 41% de los
europeos acepta que "en determinadas circunstancias, la guerra es necesaria
para lograr la justicia". En
EE UU, un 82%. En Europa, sólo en el Reino Unido, Holanda, Turquía
y Polonia se sobrepasa el 50%. O incluso, como han señalado Charles
Grant, director del Centre for European Reform, y otros, hay un "modo
europeo de guerra" que se centraría más en operaciones
de mantenimiento o imposición de la paz que en las ofensivas. Hay también
aquí una diferencia en las encuestas. Un 56% en la UE, frente a un 38%
en Estados Unidos, está dispuesto al uso de la fuerza para detener los
combates en una guerra civil. Las opiniones son más similares a la hora
de derrocar a un régimen que viola los derechos humanos. Además,
como se ha visto también en Afganistán y en otros lugares, las
fuerzas europeas dedican un esfuerzo menor que las estadounidenses a la autoprotección.
Pero, hoy por hoy, hay poco que puedan hacer sin el apoyo de EE UU. En todo
caso, la diferencia sobre si se requiere la aprobación de Naciones Unidas
antes del uso de la fuerza es abismal, incluso con Londres (EE UU, 41%; Reino
Unido, 64%; Francia, 63%; Alemania, ¡80%!), aunque ha crecido el número
de europeos que considera que se puede prescindir de la ONU en caso de que
se vean implicados los intereses de sus países, y haya mejorado la opinión
que en EE UU tienen de Naciones Unidas.

Si tras la liberación del nazismo y durante la guerra fría,
Europa, al menos en la parte occidental, se sintió un protectorado de
EE UU, lo que percibe desde el 11-S y con la guerra de Irak es que, más
allá de la lucha en común contra el terrorismo,
EE UU y la política de Bush han aportado inseguridad a Europa, en vez
de seguridad. En Francia, Reino Unido y Alemania hay una clara mayoría
que considera que la guerra de Irak ha tenido un impacto negativo en la lucha
contra el terrorismo, frente a sólo el 28% en Estados Unidos, según
la encuesta del Centro Pew.

En el trasfondo del debate sobre Irak, y pese a la creciente implicación
de la Alianza en ese país o en Afganistán, se esconden diferencias
sobre la OTAN, es decir, maneras distintas de ver para qué sirve esta
alianza que se ha globalizado, tanto en su alcance como en su composición.
Cuando se formó se dijo que era para mantener a EE UU en Europa, a los
rusos controlados y a los alemanes sumisos (keep the americans
in, the Russians out and the Germans down
). Hoy es muy distinto. Tras la victoria de Bush se
debería confirmar el plan de retirada parcial de fuerzas estadounidenses
de Europa, lo que necesariamente reduce el control de EE UU sobre Europa y
la OTAN. Los neoconservadores no ven para qué sirve una alianza permanente.
Prefieren las alianzas ad hoc, coaliciones de los que quieren o son útiles.
El desprecio de EE UU a la puesta a su servicio de la OTAN tras el 11-S, cuando
los aliados activaron por vez primera su artículo 5 de defensa mutua,
fue un gran error del Gobierno de EE UU, que no entendió que, fundamentalmente,
como señala el ex asesor de Tony Blair, Robert Cooper, la OTAN es una "medida
de confianza masiva intra-occidental". "Nous
sommes tous Américains
»",
tituló Le Monde tras el ataque. Unos meses después, con este
tipo de actitudes y la guerra de Irak, la Administración Bush había
dilapidado este capital de simpatía, transformándolo en un capital
de antipatía y recelo.

Se corre también el riesgo de que la distancia tecnológica militar
entre la superpotencia y Europa haga imposible la Alianza porque la tecnología
impida que las diversas fuerzas puedan actuar juntas. Evitarlo es una de las
razones por las que Londres siempre se pone de parte de Washington a la hora
de entrar en combate. A cambio, tiene acceso a parte de esa tecnología
y se obliga a estar al día.

Era lógico que la OTAN perdiera centralidad tras la guerra fría,
en beneficio de las relaciones directas entre EE UU y la UE y sus Estados,
incluyendo la lucha antiterrorista. Hoy hay una amplia mayoría en casi
todos los países de la Unión Europea a favor de que Europa adquiera
un mayor poderío militar para proteger sus intereses de forma independiente
de Estados Unidos, pero esas mayorías se esfuman cuando se les pregunta
si están dispuestos a gastar más dinero con estos fines. Y, pese
a la cooperación en la lucha, hay dos visiones distintas sobre el terrorismo.
Es lo que explica la diferencia entre el 11-S y el 11-M: no en el tenor del
daño causado, sino en la reacción. Tras el atentado en Madrid,
Europa no perdió la cabeza; no se consideró "en guerra" (aunque
sí ante una temible, y nueva, amenaza) ni se preguntó, como el
pueblo estadounidense: "¿Por qué nos odian?". Cuando
tras el 11-M el ministro alemán del Interior reclamó una reunión
de la UE, fueron los ministros de Interior y de Justicia, y no los de Defensa,
quienes que se reunieron en gabinete de crisis. Además, los europeos
insisten en combatir no sólo los efectos, sino las causas, las raíces
de los distintos terrorismos.

En buena parte, el exceso de confianza en lo militar –que es una extensión
de la ciega confianza de Estados Unidos en la tecnología– ha debilitado
su capacidad diplomática. Su exceso de hard power (poder duro), en terminología
de Joseph Nye le ha restado soft power (poder blando).

LA LEY
La Carta de Naciones Unidas fue un producto muy americano, que mezclaba esos
ingredientes de idealismo y realismo que han alimentado la política
exterior de Estados Unidos. Entre 1919 y 2001, este país ha estado
detrás del impulso de gran parte del derecho internacional creado
en esta larga etapa. Esto cambió con la Administración Bush,
acelerando un proceso de "exención" del derecho internacional
que había comenzado antes. Hoy, especialmente con Irak, en general
la Unión Europea ha estado en batalla por la legitimidad y EE UU en
batalla por la victoria, al creer que, si triunfa, la democratización
del país conseguirá, con el tiempo, la legitimidad.

De hecho, la Administración Bush no ha firmado más de tres tratados
internacionales de relevancia en sus cuatro años, y ha denunciado otros,
algunos de suma importancia. Su adversario Kerry habló más de
multilateralismo pero muy poco de derecho internacional. En el trasfondo se
ha ido imponiendo una cierta idea imperial. Dada la preponderancia de EE UU
en el mundo actual, sostiene Washington, lo lógico es que sean los demás
los que se rijan por su derecho interno (el principio de extraterritorialidad
que se plasmó en la Ley Helms-Burton contra las inversiones en Cuba),
o por un derecho cortado a la medida estadounidense, y no que el imperio se
vea sujeto al derecho internacional. El colmo de esta filosofía se ha
reflejado especialmente en Guantánamo, donde se ha mantenido a los presos
de la guerra de Afganistán al margen de toda ley, torturados allí o
en Abu Ghraib.

Dada su preponderancia,
EE UU sostiene que lo lógico es que los demás se rijan
por su derecho interno o por un derecho cortado a la medida estadounidense,
y no que el ‘imperio’ se vea sujeto a la ley internacional

Entre otros aspectos del nuevo derecho internacional, EE UU se ha quedado fuera de la Corte Penal Internacional –que Clinton firmó en el último momento y Bush desfirmó–, principalmente por temor a ver afectados a sus militares y funcionarios. Pero también se ha quedado fuera del
Protocolo de Kioto sobre emisiones de gases contaminantes; del Tratado de Prohibición de Minas Antipersona de 1997; del Protocolo a la Convención Internacional
contra la Tortura, que pondría en marcha un sistema independiente de inspección de prisiones, y otros acuerdos. En 1999, el Senado rechazó ratificar el Tratado de Prohibición Total de Pruebas Nucleares de 1966, firmado
por Clinton en 1996. Además, la Administración Bush ha denunciado
el Tratado ABM, que limita los sistemas antimisiles balísticos. Y EE
UU no ha ratificado el tratado que prohíbe la discriminación
contra las mujeres, firmado en 1980 por el entonces presidente Carter. Powell
lo sacó del cajón para mandarlo al Senado, pero lo paró en
seco el más conservador de la primera Administración Bush, el
entonces ministro de Justicia John Ashcroft.

Además, frente al derecho internacional universal, EE UU ha venido
impulsando desde el fin de la guerra fría otro tipo de regímenes,
opacos, especie de clubes en los que entran los que estén de acuerdo,
dirigidos sobre todo a la lucha contra el terrorismo y/o la proliferación
de armas nucleares y otras de destrucción masivas. Es un poco la herencia
del antiguo COCOM, para controlar las ventas de material militar o susceptible
de uso militar al entonces bloque soviético. Entre éstos, en
casi todos los cuales participan España y otros países europeos,
figuran el MTCR (Régimen de Control de Tecnología de Misiles,
el más antiguo); el Acuerdo de Wassenaar sobre Control de Exportaciones
de Armas Convencionales y de uso Dual, lanzado en 1995 y oficializado en 1998;
el Grupo de Suministradores Nucleares, o la Iniciativa de Seguridad de Contenedores.

INTERDEPENDENCIA NECESARIA
En EE UU ha crecido la visión negativa de la ONU. Sólo un 55%,
según la última encuesta del Centro Pew, tiene una visión
favorable, la más baja de los últimos 14 años, mientras
un 35% se muestra contrario, también un récord, cuando en Europa
la opinión mayoritaria es de apoyo a Naciones Unidas.

Además, Washington ha empujado a la ONU a cambios poco perceptibles.
El Consejo de Seguridad va dando unos pasos que pueden llegar a construir en
torno a este órgano una estructura paralela a la de la Secretaría
General, y otras alteraciones que lo están convirtiendo en una instancia
legislativa mundial, pese a su falta de representatividad. La necesaria reforma
de la ONU puede servir de terreno de acercamiento, o de nuevo de elemento de
separación, entre Estados Unidos y los europeos. Se ha dicho que con
los predecesores de Bush EE UU era "multilateral cuando podía
y unilateral cuando no podía", y que su primera Administración
ha sido lo contrario: "unilateral desde un principio y, al ver que no
podía, multilateral". Por el contrario, Europa es multilateral
porque no puede ser otra cosa y es parte de su esencia misma, pues la UE es
puro derecho. Es, en buena parte, integración a través del derecho,
incluso sin una policía para forzar su aplicación, pues –salvo
ahora con algunas sanciones– esta labor recae fundamentalmente en los
tribunales nacionales. Esta visión del derecho lleva a Europa a creer
también en la necesidad de impulsar el derecho internacional. El impulso
dado por la UE a la Corte Penal Internacional es, probablemente, el caso más
revelador de esta tendencia.

Estas derivas preceden a Bush, pero se han reforzado con él en la Casa
Blanca. La UE no es un monolito, y tampoco EE UU. En el seno de ambos hay distintas
sensibilidades. Además, por detrás de todo esto, y a pesar de
la diferencia de modelos socioeconómicos, hay una obstinada realidad
económica que cementa la relación transatlántica, condenada
a la interdependencia incluso con el creciente peso de la cuenca del Pacífico.
A pesar del deterioro de las relaciones políticas entre EE UU y la UE
por Irak, sus relaciones económicas han seguido creciendo. En 2003 hubo
87.000 millones de dólares de inversión directa en Europa desde
EE UU, un 30% más que el año anterior (con el Reino Unido como
primer destino, por delante de China o México). De hecho, el 65% de
la inversión de EE UU en el exterior fue a Europa. En sentido inverso,
las empresas europeas invirtieron 36.900 millones de dólares en Estados
Unidos, y es allí donde las multinacionales europeas obtienen más
beneficios fuera de Europa. En 2002 Europa tenía inversiones por valor
de un billón de dólares en EE UU, y en sentido inverso, un 20%
menos. El comercio también ha crecido, hasta 395.000 millones de dólares.
Y en términos de empleo, casi 10 millones de europeos estaban empleados
en 2001 en empresas estadounidenses (43% de ellos en Europa), y en sentido
inverso, 6,4 millones.

Más que una posible crisis entre ambas potencias, lo grave sería
que las relaciones transatlánticas se volvieran política y estratégicamente
irrelevantes. En los próximos 20 a 50 años, si no antes, va a
haber un desplazamiento de poder sin precedentes en el mundo hacia China e
India. ¿En qué nos quedamos en Europa y en EE UU? ése
es el reto, que equivale, nada más y nada menos que a reinventar Occidente,
un Occidente que contendrá en parte a Oriente en su seno. No es fácil,
dada la profundidad de las diferencias. Pero sí necesario.

¿Algo más?
En El sueño europeo: cómo la visión
europea del futuro está eclipsando el sueño americano
(Paidós, Barcelona, 2004), Jeremy Rifkin recoge muchas encuestas
y estadísticas que confirman estas tendencias. Los datos
básicos se pueden encontrar en las encuestas del Pew Center
(www.people-press.org), en www.transatlantictrends.org y en Human
beliefs and Values: a cross-cultural sourcebook based on the 1999-2002
values surveys
(Ronald Inglehart y otros, eds., Siglo XXI, México,
2004). Sobre la relación de Bush con las iglesias, American
Dynasty
, de Kevin Phillips (Viking, 2004), es indispensable. Y
sobre Europa y la religión recomendamos el de Grace Davie
Europe, the Exceptional Case: Parameters of
faith in the Global World
(Darton, Longman & Todd, Londres, 2002), además
de otro anterior compilado por Peter Berger, The Desacralization of the World (Wm B Eerdmans Publishing Co, 1999).Philip Jenkins, en The Next Christendom:
The Coming of Global Christianity
(Oxford University Press, 2003), presenta una visión original y fundamentada sobre cómo el cristianismo puede
superar en número al islam y, a su vez transformarse profundamente.
Y Diana Pinto en ‘Comment réconcilier les juifs et
l´Europe’ (Commentaire, otoño de 2004) explica
con profundidad y originalidad el deterioro de las relaciones entre
Israel e Europa. El filósofo Peter Singer ha estudiado las
contradicciones morales de Bush en El presidente
del Bien y del Mal
(Tusquets, 2004). También sobre el reelegido presidente,
ver The price of Loyalty. George W. Bush, the White House and the Education of Paul O’Neill, de Ron Suskind (Simon & Schuster, Nueva York, 2004).En cuanto al aspecto militar, Charles Grant ha compilado varios
interesantes ensayos en A European way to
war
(CER, 2004), además de su artículo ‘El discreto encanto de la defensa
europea’, en el número 4 de FP edición española,
y en el libro La política de seguridad y defensa de la UE:
los primeros cinco año
s (1999-2004), compilado por Nicole
Gnesotto (París, 2004). El estudio de Daniel Hamilton y
Joseph Quinlan Partners in Prosperity: The
Changing Geography of the Transatlantic Economy
(Center for Transatlantic Relations, 2004) es esencial para entender la dimensión económica
y comercial del vínculo transatlántico.