Mujer sosteniendo una pancarta "Destruyamos el patriarcado y no el clima" en las calles de Toulouse, con motivo del Día Internacional de la Mujer. (Alain Pitton/NurPhoto/Getty Images)

Las temperaturas medias aumentan generando sequías. Recursos naturales básicos como el agua escasean, y el control sobre el uso de los mismos se convierte en foco de tensiones provocando guerras y distintos tipos de violencia. La vida de las mujeres se vuelve más difícil cuando arrecia el desorden del clima, pues el cambio climático tiene una cara patriarcal.

El cambio acelerado del clima constituye una realidad de alcance mundial cuyas consecuencias tienen significados muy diferentes según qué grupos humanos y otros seres vivos. 

En las zonas rurales se traduce en escasez de agua para las actividades agropecuarias, reducción o pérdida de cosechas, conflictos por la apropiación de ese bien escaso o migraciones climáticas. En las ciudades, se percibe fundamentalmente por el aumento de las temperaturas, en especial en los barrios con viviendas mal aisladas y falta de zonas verdes, donde la subida de precios complica el acceso también a otros bienes esenciales como la energía y la alimentación saludable. La precariedad se agudiza donde ya existía, y comienza a extenderse a más grupos sociales. En los espacios naturales, la pérdida de biodiversidad y el cambio de las condiciones biofísicas vuelve más frágiles los ecosistemas y dificulta las funciones que la naturaleza cumple, como la limpieza del agua, la polinización o el mantenimiento de los suelos.  

Todos estos fenómenos se interrelacionan  a través de un sistema económico, político y cultural que da la espalda a la crisis ecosocial y que se sostiene debido a la explotación de la tierra, de las poblaciones más vulnerables y muy especialmente de las mujeres. Patriarcado, capitalismo y colonialismo son estructuras socialmente normalizadas  que atraviesan el cambio climático, generando efectos muy desiguales en función de los territorios que se habiten, la clase, la raza o el género. Todo ello en un contexto de desarticulación social y de individualización que culpabiliza y responsabiliza a las víctimas de las dificultades que sufren.

Repatriarcalización de la vida con el cambio climático 

Los daños asimétricos del cambio climático recaen con más fuerza en quienes menos contribuyen a generarlos y se manifiestan de forma especial sobre las mujeres. Las catástrofes ambientales se ceban con intensidad sobre ellas. Recordemos que más del 75% de las personas que fallecieron en el tsunami de Asia en 2004 eran mujeres, según la OMS. Esto se debe a una cultura patriarcal, que se traduce en menor autonomía en la movilidad y en la toma de decisiones, menor poder y formación para gestionar colectivamente las dificultades y mayores responsabilidades de cuidado impuestas, agravadas por una reducción al acceso a ayudas y servicios. El deterioro ambiental supone un empeoramiento de la salud y en consecuencia más necesidades de cuidados que precisan de tareas, en su mayor parte feminizadas. 

Afectados por las inundaciones refugiados en cabañas provisionales, Bangladesh. (H M Shahidul Islam/Eyepix Group/Future Publishing/Getty Images)

Encontramos un patrón similar en las migraciones climáticas, donde el 80% de las personas desplazadas son también mujeres, de acuerdo con la ONU. Cuando estas migran encuentran más dificultades y riesgos, pues a menudo se desplazan haciéndose cargo de personas dependientes, con escasos recursos y sufriendo abusos de todo tipo.

Pero permanecer en el territorio a veces no es más seguro que migrar. El cambio climático genera una reducción o encarecimiento de los recursos básicos, cada vez más escasos, con lo que profundiza en la asignación de las tareas de cuidados a las mujeres dentro del espacio doméstico, donde se gestionan muchos de esos recursos. Por tanto, fortalece la estructura de la familia nuclear patriarcal, donde están claramente subordinadas. La crisis climática se da en un contexto de profunda desigualdad, de individualización creciente y de recesión de los sistemas de protección social. 

Para mantener y avanzar en el dominio sobre los bienes naturales y las personas (entendidos ambos como recursos) es necesario reforzar los poderes de grupos privilegiados y blindar el orden jerárquico, si es necesario a través de la violencia.

El sistema patriarcal -sinérgico con el capitalista y el colonial- cumple estas funciones. Cuando amenaza la escasez, cuando se recrudecen las tensiones sociales, las mujeres y los sujetos más atravesados por el patriarcado soportan con especial crudeza diferentes formas de violencia. Los procesos de empobrecimiento derivados del cambio climático generan tensiones sociales que derivan en formas violentas, tanto en los espacios públicos, que se vuelven lugares menos seguros, como en los hogares, donde se intensifica el sometimiento de las mujeres.

La crisis ecosocial frecuentemente se aborda con herramientas que fortalecen el patriarcado. Es el caso de las guerras, el fascismo o las dictaduras. Sus efectos se manifiestan -entre otros- en la militarización de la vida, en la jerarquización de las relaciones y en la apropiación del cuerpo de las mujeres como expresión de dominio. La cultura de guerra alimenta la cultura patriarcal con su correlato de miedos, exclusión, violencia y lógicas de oposición e imposición.

La necesidad de fortalecer el tejido relacional y comunitario contrasta con las falsas soluciones que se proponen desde un marco cultural individualista. Históricamente, las mujeres han asumido, incluso por la fuerza, la responsabilidad de sostener las redes relacionales y los vínculos imprescindibles para mantener el bienestar social. Estas tareas se vuelven mucho más costosas de realizar en sociedades desarticuladas y abducidas por este marco cultural. 

Pero existen respuestas a estas lógicas que se encuadran en lo que podemos llamar, en sentido amplio, prácticas ecofeministas.

Propuestas ecofeministas para sostener la vida dignamente 

Cualquier propuesta ecofeminista tiene que estar basada en una relación armónica entre humanidad y naturaleza bajo los principios de suficiencia, redistribución y cuidados, frente al deseo infinito y la cultura de guerra. Estas tres condiciones no pueden darse por separado ni al margen de estructuras comunitarias.

Vivir globalmente con menos materiales y energía, con lo suficiente, es una exigencia que imponen los límites biofísicos. Esta reducción apela a sectores privilegiados que mantienen niveles desmedidos de consumo. Pero el principio de suficiencia también es un derecho de todas las personas en nuestro planeta para acceder a los materiales y energía necesarios en el desarrollo de vidas dignas. 

Universalizar el bienestar general está directamente relacionado con la distribución y reparto de la riqueza, lo que de manera inevitable nos obliga a confrontar con los poderes económicos. Es imprescindible reflexionar y debatir socialmente sobre cuáles son las necesidades humanas ineludibles y cómo las podemos atender con carácter universal. De esa reflexión han de partir las decisiones sobre lo que precisamos producir para satisfacerlas, y cómo hacerlo de forma sostenible.

Existe una responsabilidad colectiva en el sostenimiento de la vida que no solo tiene que ver con racionalizar los recursos y repartir los bienes materiales, sino también con atender a las necesidades materiales y afectivas de nuestros cuerpos durante el desarrollo de nuestra existencia. Es necesario distinguir entre los trabajos necesarios para la reproducción social y natural y aquellos que generan destrucción, para eliminar los segundos y compartir los primeros. Garantizar los cuidados que necesitamos no puede ni debe ser un asunto de mujeres sino un objetivo social compartido que no esté atravesado por las relaciones patriarcales. Es una cuestión política de primer orden que sólo puede prosperar bajo una cultura de gestión pacífica de los conflictos y de la que deben corresponsabilizarse los grupos humanos, las instituciones sociales y las redes comunitarias.

El marco que enlaza estos tres ejes, al que podríamos llamar el enfoque de la sostenibilidad de la vida, plantea asegurar un suelo social de mínimos para toda la población, dentro de los límites del techo ecológico que nos marca la biosfera, según indica Kate Raworth en Economía del donut, para cubrir las necesidades básicas, protegiendo a los seres más vulnerables, que a la vez son los más afectados por el cambio climático. 

Las prácticas ecofeministas más conocidas están protagonizadas por mujeres campesinas y se dirigen normalmente a la defensa de los territorios que habitan (Movimiento Chipko, Cinturón Verde, luchas indígenas…) En muchos casos crean redes, como ocurre en Mesoamérica con las Defensoras de los Derechos Humanos y la Tierra, que afrontan las violencias que afectan a sus cuerpos y territorios a través de la construcción colectiva y puesta en práctica de la Protección Integral Feminista.

En zonas rurales de nuestro contexto, mujeres que trabajan en ganadería extensiva se organizan en red para producir alimentos desde relaciones de apoyo mutuo y cooperación. Temporeras agrícolas se unen para demandar condiciones dignas ante la concatenación de violencias contra sus cuerpos y la tierra.

Sin embargo, las intervenciones en defensa de la sostenibilidad de la vida son menos visibles en los entornos urbanos, a pesar de ser los territorios donde el conflicto capital-vida y el cruce de los diferentes ejes de desigualdad se manifiestan de forma más intensa.

Algunas propuestas que apuntan a la sostenibilidad de la vida en las ciudades se recogen en el informe Tiempo para la vida (una reflexión aterrizada en la ciudad sostenible). En este informe aparecen tres ámbitos de análisis que abarcan diferentes áreas de actuación: metabolismo urbano, estructura de la ciudad  y nuevos imaginarios sobre el tiempo para la vida. Existen diversos estudios que señalan el modelo alimentario, la movilidad y el urbanismo, como ejes básicos para reducir el gasto energético y abordar el cambio del clima.

Algunas ciudades han incorporado políticas públicas que se ocupan de estas cuestiones con una perspectiva ecofeminista, incidiendo en los principios de suficiencia, redistribución y cuidado, sin olvidar poner el foco en las desigualdades sociales que soportan las mujeres.

Podemos encontrar diferentes ejemplos de aplicación de políticas ecofeministas urbanas para paliar los efectos del cambio climático, como pueden ser las de Barcelona y Bogotá.

Trabajadora recolectando tomates maduros en una granja ecológica. (Getty Images)

El Ayuntamiento de Barcelona ha puesto en marcha durante la última legislatura políticas: el desarrollo de modelos agroalimentarios sostenibles, justos, sanos y resilientes que fomenten el comercio de proximidad y el campesinado. La recogida de compost en todos los barrios de la ciudad y su utilización en la Red de Huertos Urbanos. Estas políticas están en línea con el Pacto de Milán y la Red de municipios para la agroecología. Iniciativas como "R-Barceloneta" para el fomento de la cultura de la reutilización, centrada en actividades y necesidades de las entidades del barrio, o la organización de redes de intercambio para favorecer la reutilización de ropa y diferentes utensilios. El proyecto de Traperos de Emaús es referente en este sentido con 50 años de experiencia. Configuraciones urbanas y dotaciones de equipamientos que permiten a las personas acceder a los servicios cotidianos en un radio que no supere los 15 minutos de lejanía a pie o en bicicleta. Incremento de los kilómetros de carril bici y transporte público o la construcción de refugios climáticos en bibliotecas, centros deportivos y educativos, parques y jardines.

Todas estas prácticas se dirigen a la resolución de necesidades como son la alimentación, la movilidad o los cuidados, y facilitan la vida a toda la población y en especial a las mujeres, que se ocupan de estas tareas en la mayor parte de los casos.

En la ciudad de Bogotá, se está desarrollando el proyecto “Manzanas de cuidados”. Es una estrategia de planeamiento urbano y de servicios, pionera en América Latina, creada para aliviar y redistribuir las cargas de cuidado, históricamente asignadas a las mujeres. Las manzanas de cuidados ofrecen servicios para compartir, rotar y transformar los trabajos de cuidados. Apuntan en tres direcciones: fortalecer y ampliar la oferta de servicios de cuidado para la atención a la población con mayores niveles de dependencia funcional, incluidos los de la atención a la primera infancia, la población con discapacidad, la vejez y los relacionados con apoyos alimentarios. Desarrollar una estrategia que valore y resignifique el trabajo de cuidado, implementando procesos de empoderamiento para cuidadoras y cuidadores, a través de servicios de reposo y recreación y espacios de formación y homologación. Poner en marcha estrategias de cambio cultural y pedagógico en los distritos, para la corresponsabilidad en la realización del trabajo de cuidado en los hogares y comunidades, a fin de redistribuir este trabajo entre hombres y mujeres, buscando el desarrollo de nuevas masculinidades.

El cuidado de la vida natural y el de las personas -que formamos parte de esa red viva- son inseparables. Cuando hablamos de la sostenibilidad de la vida estamos hablando de las condiciones de supervivencia de los espacios naturales, pero también de los humanizados, que necesitan de una misma lógica de protección de la vulnerabilidad. Las redes comunitarias, unidas a las ecosistémicas, permiten sostener la vida, incluso en situaciones límite. Por eso consideramos ecofeministas tanto las manzanas de cuidados como las conquistas de las trabajadoras domésticas por la dignificación de sus trabajos. Con ambas se responde a la centralidad de los cuidados, reduciendo la precariedad y fortaleciendo una práctica necesaria y sostenible. La defensa de unos servicios públicos universales apunta en esta misma dirección.

El paradigma ecofeminista subvierte las prioridades del sistema económico y patriarcal, al exigir las condiciones de suficiencia, redistribución y cuidados. Apunta propuestas que visibilizan a las mujeres, pero también a poblaciones empobrecidas, expulsadas o vulnerabilizadas. Las personas con diversidad funcional, las campesinas, las racializadas, las de las periferias urbanas, las ancianas, las que no encajan en el modelo de sujeto hegemónico, que de forma general están más afectadas por las consecuencias del cambio climático, serán quienes deban marcar los criterios de inclusión.

La crisis climática nos aboca a cambios profundos. Es posible que estos ahonden en la polarización social y el crecimiento de la precariedad, pero también pueden dar paso a sociedades en que la suficiencia, la equidad y los cuidados sean centrales para desarrollar la vida. Esta es la apuesta de los  ecofeminismos.