El presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, en la ceremonia oficial de bienvenida de la delegación de la CELAC, recibido por la presidenta de la Comisión Europea, Ursula Von Der Leyen. (Nicolas Economou/NurPhoto/Getty Images)

Por qué es importante apostar por una relación estratégica entre Europa y América Latina que no deje de lado la gobernanza inclusiva, la responsabilidad social y medioambiental de las empresas y la lucha contra las desigualdades.

Una cumbre que reúne a 60 mandatarios mundiales siempre levanta interés. Si, además, se consigue sentar en la misma sala en Bruselas, uno de los corazones del mundo occidental, al presidente de Cuba, de Brasil o Bolivia junto con el de Alemania, Francia o España, el interés ya es notorio. Y si la agenda viene trufada de expectativas de declaraciones y condenas a la invasión en Ucrania, solicitudes de levantamiento del embargo a Cuba, acuerdos para garantizar el acceso a los materiales críticos para la transición verde, o la contraoferta europea a la Ruta de la Seda china, el interés es ya mayúsculo.

Europa ha llegado a la cumbre con una agenda política atlántica: conseguir la condena a la invasión rusa a Ucrania; una urgencia estratégica: su autonomía energética; y una agenda económica apremiante: recuperar posiciones comerciales y de inversión en la región. Lo primero ha sido motivo de bloqueo, lo segundo motivo de disputa y lo tercero nos tendrá entretenidas durante los próximos meses. 

Aunque Europa se mantiene como primer socio inversor en América Latina, ya ha caído a la tercera posición como socio comercial. Esta realidad ha puesto en el centro de la asociación estratégica una oferta geopolítica marcada por la urgencia por renovar acuerdos comerciales, afianzar las inversiones y la presencia de empresas europeas en la región —en infraestructura y sectores estratégicos — bajo la partitura de las transiciones verde y digital. La narrativa: una asociación entre iguales para garantizar la autonomía estratégica de ambas regiones frente a actores globales como China y Estados Unidos. Incluso más: una asociación estratégica basada en valores compartidos y con miras a renovar los cimientos —los pactos sociales— de unas sociedades maltratadas por las crisis, más polarizadas y que desconfían cada vez más de las democracias.

En este punto la disputa por la narrativa ha sido importante. La sociedad civil lo ha puesto negro sobre blanco: ¿cómo vamos a compatibilizar, cuando no priorizar, una alianza basada en puentes, carreteras, cables… con una alianza basada en derechos, libertades y el compromiso con la democracia y las sociedades igualitarias? Las tensiones y los riesgos son mayúsculos. Especialmente cuando sabemos que las inversiones en sectores estratégicos como las telecomunicaciones o la minería pocas veces han redundado en agregar valor a las estructuras productivas latinoamericanas en las cadenas globales, en crear empleos dignos, mayores ingresos fiscales, o garantizar el respeto por los derechos humanos y ambientales en el territorio. Lo que hemos visto ha sido más bien lo contrario: procesos de reprimarización de las economías, privilegios y exoneraciones fiscales, vulneración de derechos laborales y el recrudecimiento de lo que algunos denominan zonas de sacrificio —económico, ambiental, humano— en los territorios donde se da la disputa por los recursos.

La oferta europea le confía, una vez más, al trasnochado efecto derrame del crecimiento. Esta vez verde y digital, y lo sitúa en el centro de la relación estratégica. Desconociendo que la renovación de los pactos sociales en una región donde conviven los Carlos Slim y las Bertas Cáceres del mundo pasa, indefectiblemente, por poner en el centro una agenda de combate a las desigualdades y a la cultura del privilegio. De no ser así, la tragedia va a seguir su curso. Podemos tener una segunda, una tercera, ¿hasta cuántas? décadas perdidas. Es momento para la disrupción, para evitarlo.

Y la disrupción pasa por: acompañar la agenda de inversiones con compromisos de transferencia de tecnologías y marcos regulatorios de obligado cumplimiento para las empresas en el ejercicio de su responsabilidad social y ambiental; renovar la arquitectura internacional de la financiación al desarrollo y apoyar reformas que garanticen el espacio fiscal y la autonomía financiera —ergo, política— a los socios latinoamericanos; garantizar espacios de gobernanza inclusivos para el diálogo y los mecanismos de cooperación birregional que incorporen la voz de la sociedad civil; incluir la agenda de la lucha contra las desigualdades y el respeto al espacio cívico en el centro de la agenda de cooperación entre ambas regiones con instrumentos concretos, programas, e iniciativas emblemáticas. Es momento para la disrupción. Todavía estamos a tiempo.