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Una mujer pasa al lado de un mural sobre la pandemia en Mexico. Ricardo Castelan Cruz / Eyepix Group/Barcroft Media via Getty Images

¿Se verá fortalecido el escenario regional en el continente tras la pandemia? Todo indica que no. La desconfianza y el unilateralismo seguirán siendo la norma.

La crisis generada por la covid-19 en América Latina ha servido, entre otras muchas cuestiones, para visibilizar algunas de las debilidades endémicas y contradicciones del continente, no desconocidas para la mayoría. Sin embargo, la mirada normativa que debiera dirigir las futuras inversiones y transformaciones de aquellas estructuras e instituciones que, en el plano regional, no han estado a la altura de una gestión cooperativa, difícilmente van a darse. Ello, por tratarse de un contexto en donde, salvo excepciones, la lógica gatopardiana de “cambiar para que nada cambie” prevalece como una máxima tan real como inalterable.

Se hace complejo vislumbrar un escenario futuro en donde, una vez se supere la situación de pandemia actual, emerjan mayores niveles de confianza mutua, multilateralismo e instituciones sólidas orientadas a coadyuvar el interés común o las miradas solidarias entre aquellos Estados que, con mayores dificultades, hacen frente a situaciones de incertidumbre como el actual.

La integración del continente, stricto sensu, viene siendo un proyecto lastrado desde mediados del siglo pasado. Lo anterior, ya sea por el factor interviniente y desestabilizador de Estados Unidos, ya sea por la lógica maximalista de priorizar, cueste lo que cueste, el interés nacional por encima de todo. Es decir, bajo una ecuación que integra escepticismo con la supranacionaldad, con un exceso de nacionalismo y un notable clima de desconfianza, se suma una falta de liderazgo y una absoluta agenda de mínimos que permiten entender la ausencia de respuestas regionales sólidas frente a la amenaza de la covid-19. Así, las evocaciones a la necesidad de una integración regional más sólida han sido propuestas por destacados dirigentes como, recientemente, el argentino Alberto Fernández o el mexicano Andrés Manuel López Obrador. Empero, casi siempre, este tipo de proclamas transitan entre una máxima que proferir sin más y una orientación, a lo sumo, con intereses estrictamente comerciales. Sea como fuere, habrá que esperar para valorar el impulso regional que México o Argentina han venido reivindicando y que, incluso, ha prosperado en el hecho de que ambos países sean los encargados de producir la vacuna contra el coronavirus en América Latina que viene desarrollando la Universidad de Oxford.

Cualquier escenario futuro invita al pesimismo y a que la mayoría de los elementos difícilmente puedan cambiar una vez que la crisis del coronavirus amaine. De hecho, durante la situación de riesgo que aún transcurre, lo único que ha importado a buena parte de los Estados y de las estructuras regionales existentes ha sido la necesidad de recuperar las relaciones comerciales tan pronto como sea posible, dejando patente la prevalencia de las respuestas estatales en la gestión de la pandemia, sin atisbo alguno de acervo colectivo.

De ello dan buena prueba la Comunidad Andina y la Alianza del Pacífico. En la primera, sus resoluciones han gravitado, mayormente, en torno al intercambio de información, la búsqueda de mecanismos de financiación reembolsable, aunque siempre negociada unilateralmente, y el mantenimiento de reuniones virtuales para, “de ser necesario”, coordinar acciones en áreas de interés regional que apenas han cristalizado en nada. En realidad, este esquema de integración lleva en una crisis institucional desde 2006, y parece que, con el paso de los años, transita por la irrelevancia y una agenda de mínimos con poco espíritu de trasformación.

Algo parecido cabe esperar de la Alianza del Pacífico. Si bien se trata del último esquema de integración comercial del continente -a la espera de saber qué sucede con el Foro para el Progreso de América del Sur, éste se encuentra formado por los países con códigos geopolíticos para la región más unilaterales y conservadores: México, Colombia, Perú y Chile. La agenda de mínimos es exclusivamente comercial, y, de hecho, durante la pandemia, las escasas acciones adoptadas han sido orientadas a levantar limitaciones comerciales para el intercambio de bienes médico-sanitarios o promover cierto grado de inversión tecnológica en pequeñas y medianas empresas.

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Igualmente, tampoco aparece un mejor escenario en el proyecto regional que ofrece Mercosur, seriamente afectado por la confluencia de liderazgos antónimos como son los de Alberto Fernández en Argentina y Jair Bolsonaro en Brasil. La agenda de la integración mercosureña, algo más robusta que la andina, no ha propiciado respuestas multilaterales a destacar en la gestión de la pandemia. Éstas, como en el caso andino, apenas han invitado al manejo conjunto de estadísticas, cierto nivel de intercambio comercial y la necesidad de buscar financiación proveniente de organismos como la Corporación Andina de Fomento o el Banco Interamericano de Desarrollo. Una de las puntuales medidas pudiera ser la dotación de un fondo inicial con apenas 16  millones de dólares, para la adquisición de material de testeo y  apoyo  al  eje  “Investigación, Educación  y  Biotecnología  aplicadas  a la Salud”, centrado  en  cuestiones  que  atañen  a  la covid-19. Asimismo, la mayor certidumbre en el plano regional será la recuperación de los diálogos comerciales que actualmente han sido suspendidos, y que buscan la consecución de tratados de libre comercio con actores como la Unión Europea, Canadá o Corea del Sur.

En realidad, el único esquema subregional que ha encontrado mecanismos colectivos para hacer frente a la pandemia, hasta el momento, ha sido el Sistema de Integración Centroamericano. Así, desde inicios del mes de marzo se impulsaba la declaración “Centroamérica unida contra el coronavirus”, comprometiendo hasta 1.900 millones de dólares con los que prevenir, contener y superar, en clave regional, los efectos de la covid-19. Esto, en torno a tres ejes centrales (salud y gestión del riesgo; comercio y finanzas; seguridad, justicia y migración) y dos transversales (comunicación estratégica; gestión de la cooperación internacional). Una muestra de que Centroamérica posee una idiosincrasia que, a diferencia de la región andina o el Cono Sur, entiende mejor la coadyuvancia de la integración con las agendas estatales, toda vez que sus economías, instituciones y códigos presentan mayores semejanzas que en el resto de los mecanismos subregionales latinoamericanos.

Un escenario más pesimista cabe encontrarlo en el legado posliberal de la integración regional de América Latina, y que impulsó el ciclo progresista durante la década pasada. El proyecto bolivariano de Hugo Chávez, iniciado en 2004 a través de ALBA, se ha convertido en algo meramente testimonial. Más bien opera como un marco para ahondar en las relaciones entre Venezuela y Cuba, y en donde ya sólo quedan como miembros de pleno derecho algunas Antillas menores como Antigua y Barbuda, Dominica, Granada, San Cristóbal y Nieves y San Vicente y Granadina. Países otrora más influyentes, como Bolivia, Ecuador o Argentina, están totalmente alejados del proyecto, y es de esperar que este esquema puede terminar desapareciendo, como tantos otros.

Similar suerte parece correr la Unión de Naciones Suramericanas. Antes de la pandemia, Ecuador, y durante ésta, Uruguay, abandonaron el proyecto, de manera que solo quedan como miembros Venezuela, Bolivia, Surinam y Guyana. Igual que ALBA, pareciera difícil, incluso con un retorno del ciclo progresista, que este esquema pudiera impulsarse tras la pandemia. Así, únicamente la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños ha ofrecido algunas medidas para hacer frente a la crisis sanitaria desde una mirada regional, tal y como ha sido la creación de la Red de Expertos en Agentes Infecciosos y Enfermedades Emergentes y Reemergentes, o ciertas alianzas estratégicas con PNUD, CEPAL o CLACSO para complementar estrategias posibles frente a la covid-19. De este modo, sólo este esquema se erige como referencia estrictamente en clave latinoamericana, aunque sin obviar que, a su vez, es un escenario de concertación de políticas y, por ende, representa el nivel de la integración regional más endeble y superficial.

En términos similares se encuentra la Organización de Estados Americanos, la cual sigue dejando constancia de su escasa relevancia en el continente. Lo único destacable en estos meses ha sido la reelección de su secretario general, Luis Almagro, a lo que se suman algunas acciones de apoyo tan puntuales como limitadas en México o El Salvador. En el plano opuesto, pero igualmente vinculado con la OEA, sí que cabría destacar en positivo el papel desempeñado por la Organización Panamericana de Salud. Ésta, semanalmente, desde hace meses, elabora informes y ruedas de prensa buscando ofrecer instrumentos regionales de diagnóstico, gestión y pronóstico, además de apoyo directo a los Estados que la conforman.

De todo lo expuesto con anterioridad no queda sino la casi certidumbre de que el escenario regional latinoamericano no va a verse fortalecido tras la situación ocasionada por el coronavirus. Todo lo contrario, éste ha servido como la constatación perfecta de la prevalencia omnímoda de las escalas gubernamentales nacionales. Y es que la integración regional en América Latina vive completamente ajena a sus posibilidades. Prevalece la desconfianza a cualquier atisbo de supranacionalidad y las agendas económica y comercial se erigen como el único horizonte de entendimiento, de modo que los esquemas con una impronta política, como pudo ser UNASUR, adolecen de serias dificultades para su consolidación. Nada ayudan la preservación de una marcada ideologización de la política regional, concebida como razón partidista y no como una política de Estado, y un tablero geopolítico profundamente fracturado, en donde la ultraderecha populista encabezada por Brasil -con varios correligionarios en el escenario latinoamericano- se encarga de imposibilitar cualquier articulación desde lo colectivo.

En conclusión, una vez que se supere la covid-19, poco margen queda para una transformación regional en positivo. Las dificultades y resistencias seguirán prevaleciendo en un contexto de superficialidad, unilateralismo e imprecisión que, pareciera, es donde se encuentran más cómodos los actores gubernamentales de la política regional latinoamericana.

 

Este artículo forma parte del especial

‘El futuro que viene: cómo el coronavirus está cambiando el mundo’.

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