El primer ministro británico, David Cameron,  en una rueda de prensa en Bruselas, octubre 2014.
El primer ministro británico, David Cameron, en una rueda de prensa en Bruselas, octubre 2014.

Desde hace más de un año se habla mucho en las capitales europeas sobre la posibilidad de que el Reino Unido salga de la Unión Europea, y el primer ministro británico, David Cameron, ha prometido celebrar un referéndum sobre la pertenencia a la UE antes de 2017. ¿En qué se basa el debate? ¿Cuánta importancia tendría verdaderamente para la Unión? ¿Los demás miembros pueden hacer algo al respecto?

Existe la idea extendida y equivocada de que el Reino Unido cuenta con una población excepcionalmente euroescéptica y deseosa de abandonar la UE. Pero los británicos no son tan distintos de los ciudadanos de otros Estados miembros: incluso después de un año de constantes informaciones sobre Brexit (la salida), Europa solo le importa al 17%. Lo que distingue a Gran Bretaña es la actitud de sus dirigentes: la tercera parte de los parlamentarios del Partido Conservador, en el Gobierno, quiere irse de la Unión, y cuentan con simpatizantes en los medios de comunicación y el mundo empresarial que refuerzan sus preocupaciones. En otras palabras, el euroescepticismo británico es un proyecto elitista.

La genialidad de los euroescépticos consiste en haber convertido este proyecto elitista en un programa lleno de atractivo populista. Ese es el gran triunfo de Nigel Farage, el carismático líder del Partido de la Independencia, UKIP. Ha reducido la cuestión europea a una pregunta sobre el control de las fronteras nacionales, y ha sabido conectar con la gran inquietud existente a propósito de la inmigración (alimentada, en parte, por el hecho de que el Gobierno había predicho que tras la ampliación solo llegarían 13.000 europeos del este, y no 1,5 millones, como finalmente fue).

Sin embargo, el hecho de que el UKIP haya sabido captar ese estado de ánimo ha servido precisamente para agrupar aún más a los dirigentes de los grandes partidos en una postura a favor de la UE y de las reformas. También ha asustado a los votantes normales, que empiezan a tener dudas sobre sus coqueteos con Brexit (las últimas encuestas muestran que los partidarios de quedarse ascienden al 45% y que el 35% quiere marcharse, el mayor margen en favor de la UE desde hace varios años). No obstante, el referéndum sobre la independencia escocesa dejó claro lo mucho que le va a costar al bando del Sí llevar a cabo una campaña basada en contraponer los peligros a la esperanza, las ventajas económicas al autogobierno y las élites empresariales a las fuerzas populistas. Seguro que, como pasó en Escocia, los partidarios del “mejor juntos” acabarán por deducir que la mejor forma de ganar es ofrecer la perspectiva de reformas, en vez de defender la situación actual.

¿Hasta qué punto debe preocupar a otros Estados miembros la posibilidad de una Brexit? Algunos dicen que la salida del Reino Unido eliminaría el obstáculo principal que impide la unión política necesaria para salvar el euro. Pero el Gobierno británico está hecho a la idea de permanecer en el tercer nivel de una Europa de varias velocidades y no parece que vaya a vetar una mayor integración de la eurozona (siempre que se proteja la integridad del mercado único). Los que están frenando la integración hoy son los Estados fundadores. El presidente francés, François Hollande, ha dejado claro que no quiere modificar el tratado y se resiste a los intentos de introducir contratos vinculantes para hacer reformas, mientras que Berlín se opone a todas las medidas para socializar los riesgos, ha dejado vacías de contenido las disposiciones fundamentales de la unión bancaria y la unión energética y ha bloqueado la fusión de los gigantes de la defensa -EADS y BAE Systems-, que podría haber dado paso a una verdadera industria europea de la defensa.

Además, el caos provocado por la salida de Gran Bretaña podría desencadenar una espiral de desintegración, hacer que otros Estados miembros siguieran su ejemplo y se fueran. Y podría provocar una enorme incertidumbre para los 2,5 millones de ciudadanos de otros países de la UE que viven en el Reino Unido, así como para las empresas europeas que han invertido miles de millones en la economía británica. Una UE sin el Reino Unido será más pobre y más pequeña, porque perderá la sexta parte de su PIB y su presupuesto y la cuarta parte de su gasto de defensa. En unos momentos en los que el poder está trasladándose de Occidente a Oriente y Estados Unidos está desviando su foco de atención, las posibilidades de que Europa tenga peso en el escenario mundial serán mucho mayores si Gran Bretaña forma parte del equipo.

Ahora bien, ¿pueden hacer algo los demás Estados miembros de la UE? Por supuesto, son los europeístas británicos quienes deben convencer a sus compatriotas de quedarse, pero los políticos de otros Estados pueden desempeñar un papel crucial si abren una brecha entre la pragmática población británica y la élite eurófoba; para ello deben animar al Gobierno británico a colaborar en la reforma de toda la Unión en lugar de buscar un trato especial.

En primer lugar, los dirigentes de la UE deben esforzarse en romper el vínculo entre las inquietudes de la población británica sobre la inmigración y el euroescepticismo. Aunque los inmigrantes de la Unión hacen una contribución fiscal neta, existe una discrepancia entre ese crecimiento y la presión que sufren los servicios en determinadas áreas. Además de cambiar las normas sobre prestaciones, la UE necesita ayudar a los gobiernos nacionales a trasladar recursos a las zonas que experimentan rápidos cambios de población. Una forma convincente de hacerlo sería crear un fondo de ajuste de migraciones en la UE al que las autoridades locales de toda la Unión pudieran pedir ayuda para aumentar la provisión de plazas escolares, personal médico y vivienda.

Segundo, otros Estados miembros deben dialogar con el Reino Unido, aunque este se margine a sí mismo, y tratar de involucrarle en una serie de debates de los que en la actualidad está excluido. Esto es aplicable tanto al ámbito económico, en el que los cónclaves de la eurozona azuzan directamente los temores británicos de quedar excluidos de la toma de decisiones sobre el mercado único, como a las decisiones de política exterior, en las que las reuniones sin intervención de Londres cierran una vía clara de participación británica. Cualquier cosa que indique que el Reino Unido está aislado y rodeado facilita el mensaje euroescéptico de que Gran Bretaña estará mejor cuando se marche.

Por último, es necesario que haya más voces externas que avisen sobre los riesgos de vivir fuera de la UE. Mientras que la población, en general, recibe las declaraciones de los políticos con escepticismo, es más probable que hagan caso a las advertencias sobre las consecuencias económicas de Brexit si se las hacen quienes les dan trabajo. Si las grandes compañías -Ikea, Findus, BMW, Deutsche Bank- explican a sus empleados, sus representantes parlamentarios y sus periódicos locales por qué les preocupa que Gran Bretaña se vaya de la UE, los costes de Brexit serán visibles y concretos.

El próximo año va a ser fundamental para el debate europeo en el Reino Unido, y los demás Estados miembros deberían hacer todo lo posible para lograr que Gran Bretaña sugiera maneras constructivas de reformar la Unión. Incluso aunque venzan los laboristas, los demás Estados miembros no pueden dar un suspiro de alivio y pensar que las aguas vuelven a su cauce. La cuestión de Brexit volverá a asomar con toda su crudeza si no resolvemos una serie de problemas estructurales. A la hora de la verdad, la mejor forma de abordar la cuestión británica es demostrar a una nueva generación de europeos que la UE es la respuesta a sus problemas en el siglo XXI.

 

Consulte el informe completo The British problem and what it means for Europe.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.