Un trabajador de la Bolsa de Nueva York, diciembre de 2017. Bryan Smith/AFP/Getty Images

Las cinco grandes tendencias económicas para este año reflejan optimismo y nuevos debates.

Hasta hace muy poco, hubiera resultado casi obsceno decir que recibíamos las novedades económicas del año próximo con optimismo. Sin embargo, ése es el estado de ánimo de los mercados y los analistas.

El año que viene, éste parece el consenso internacional, será tan bueno o mejor que el que dejamos en términos de consumo, empleo, inflación y crecimiento. Y esto no se explicará, con la excepción de países como España, solo por la recuperación de la crisis, sino también por la fortaleza de sus mercados. Cada vez son más las grandes naciones que, como Estados Unidos, han alcanzado su PIB potencial y se disponen a superarlo.

A pesar de ello, no se pueden negar las preocupaciones que flotan y cada vez flotarán más en el ambiente. La primera es el estancamiento de los salarios reales y la lentitud en la recuperación de la productividad. Otra importante son los riesgos geopolíticos de líderes imprevisibles y escépticos ante la globalización como Donald Trump, vuelcos inesperados como el Brexit o crisis territoriales como la de Cataluña.

Así las cosas, emergerán o se intensificarán debates de alcance. Destacan entre ellos cómo debe dividirse el poder o distribuirse la riqueza, hasta qué punto necesitamos más reformas estructurales para mejorar la productividad, estimular la promoción social, reducir la precariedad y la pobreza y garantizar la sostenibilidad de las pensiones.

 

Lo bueno: fuerte crecimiento, empleo y baja inflación

Fotolia. Autor: Markus Mainka

El Fondo Monetario Internacional, que peca siempre más de prudencia que de euforia, ha tenido que revisar al alza sus previsiones mundiales de crecimiento para este año y también para el que viene. Abandonamos, según el FMI, un año donde el PIB global habrá aumentado un considerable 3,6% y llegamos a otro donde avanzará una décima más. Goldman Sachs, más alegre, se anima a apuntar que ellos esperan un 4% de crecimiento en 2018. Son cifras menores pero muy parecidas a las de los años anteriores a la crisis económica. El temido enfriamiento de China seguirá siendo un aterrizaje suave.

¿Cuál es el origen de este crecimiento? Esencialmente, el propio impulso de la recuperación económica, el fortalecimiento de la demanda sobre todo en China y en los países desarrollados y, en términos más globales, el incremento de la confianza y la actividad de los inversores, la reactivación de la producción industrial, la mejora en el acceso al capital y las condiciones de financiación y, por fin, unos precios del petróleo que, a pesar de su recuperación, se mantendrán el año próximo por debajo de los niveles de 2010.

El crecimiento económico acelerado se traducirá en millones de puestos de trabajo. Recordemos que, en los últimos cinco años, el paro se ha reducido cerca del 40% en las economías avanzadas hasta el punto de que algunas de ellas, como Alemania, han alcanzado el pleno empleo. Es cierto que sigue y seguirá habiendo situaciones preocupantes como las de Grecia o España, pero también lo es que, por ejemplo en el caso de España, el desempleo caerá en un 37% entre 2012 y 2018. Hablamos de millones de vidas rotas que empiezan a recomponerse.

Liderarán el crecimiento económico los países emergentes y, muy especialmente, los asiáticos. Destacarán entre ellos Indonesia, Malasia, Filipinas, Tailandia y Vietnam. La región de naciones emergentes que menos crecerá será América Latina y el Caribe, muy por detrás de Oriente Medio y el Norte de África y de la media de los países subsaharianos.

La inflación se mantendrá en unos niveles extraordinariamente modestos por una mezcla entre los bajos precios de las materias primas –en especial, de la energía – y por una lenta recuperación de los salarios. La inflación media en las economías desarrolladas no llegará al 2%, la cifra que suele invitar a los bancos centrales a elevar los tipos de interés y, en consecuencia, a encarecer la financiación. En los países emergentes y en desarrollo, aunque se espera que repunten los precios dos décimas más rápido que este año, lo cierto es que a mediados de 2017 su inflación cayó a mínimos de los últimos ocho años. En 2018, el FMI cree que la inflación de los emergentes y países en desarrollo, con la exclusión de casos especiales como Venezuela, se situará en el 4,4%.

 

Lo malo: el estancamiento de los salarios y la deuda olvidada

El estancamiento de los salarios reales, que no va a mejorar sustancialmente en 2018, se ha enquistado sobre todo en los países desarrollados, después de la fuerte caída que sufrieron con la primera embestida de la crisis mundial en 2008 y 2009. La causa general es la lenta recuperación de la productividad pero, en países como España, a ella se suman la dualidad del mercado laboral (que protege a los indefinidos y veteranos y discrimina al resto), las altas cifras de paro y un enorme batallón de profesionales de baja cualificación que necesitan reciclarse con políticas activas de empleo más ambiciosas.

Tampoco es ningún secreto que los Estados, especialmente los de los países desarrollados, echaron mano del gasto y multiplicaron su deuda para estabilizar la economía en lo peor de la crisis. En estos momentos, las atractivas condiciones de financiación pública –con los tipos de interés todavía muy bajos, mucha liquidez en el mercado y unos inversores que ya no huyen– deberían facilitar la reducción de la deuda en 2018.

Sin embargo, también es posible que los políticos caigan en la tentación de asumir todavía más deuda o de no aprovechar el crecimiento económico para introducir la tijera ahora que no duele tanto. El Fondo Monetario Internacional espera que Italia y Japón sigan aumentando su deuda neta aunque rebase ya el 120% del PIB, EE UU y Reino Unido (con unos niveles superiores al 80%) harán lo mismo y España y Portugal la reducirán en menos de dos décimas.

 

La duda: ¿otra ronda de reformas estructurales?

Fotolia. Autor: Yong Hian Lim

Los momentos de fuerte crecimiento económico y recuperación pueden convertirse en oportunidades para hacer reformas en los países que las necesitan.

Con certeza, en los Estados desarrollados, 2018 será el año en que se debatan nuevas medidas fiscales progresivas y de eficiencia del gasto que contengan el galope de la desigualdad, muy especialmente allí donde los salarios reales avancen menos y donde las cifras de paro, pobreza y precariedad sean elevadas. También se agravarán otros debates como nuevos retrasos de la edad de jubilación (la sostenibilidad de las pensiones sigue sin estar asegurada), la necesidad de una renta mínima que mitigue la embestida de la robótica, una reforma laboral que recorte la dualidad y la discriminación de determinados colectivos o la apuesta por una educación excelente y continua que, además, reduzca el fracaso escolar.

En las últimas tres décadas, el 53% de los países del mundo ha vivido un incremento de la desigualdad y, más recientemente, la crisis económica ha agravado las diferencias entre los ricos y los pobres creando, por el camino, graves problemas de precariedad. La ira popular se incendia cuando la riqueza que se crea se acumula en pocas manos mientras existen legiones de trabajadores talentosos –mayores a veces y casi siempre jóvenes– que se esfuerzan y no prosperan, de familias atrapadas en las cadenas de la pobreza crónica y, por fin, de operarios con baja cualificación que carecen de unas políticas activas de empleo en condiciones que los ayuden a reciclarse justo ahora que llega una oleada de automatización en el sector servicios.

En algunos países se debatirán las reformas estructurales y en otros se implementarán. China está preparándose para reducir el exceso de capacidad industrial, suavizar la locura del mercado inmobiliario sin que se desplomen los precios o fomentar el aligeramiento de la gigantesca deuda privada y en especial corporativa. Otro ejemplo es el de Argentina, cuyo Gobierno ha lanzado un profundo paquete de reformas, en curso, que pueden afectar o han afectado ya a las pensiones, los tributos, el gasto público, los intercambios comerciales o el mercado laboral.

 

El miedo: nuevos estallidos geopolíticos y gobiernos contra el comercio

Dejamos un año donde hemos vivido, a veces por sorpresa, peligrosamente.

Hemos visto cómo el líder del principal impulsor y arquitecto la globalización, Estados Unidos, cancelaba dos acuerdos comerciales históricos, cómo uno de los países sin los que no se entiende la historia de Europa (Reino Unido) empezaba a divorciarse de la Unión Europea, cómo una potencia de segundo orden (Rusia) torcía la mano de la UE y EE UU en Siria, de qué forma los grandes países petroleros llegaban a un acuerdo asombroso para contener la producción y los precios del crudo a veces en contra de sus intereses, la gravísima aceleración de la carrera armamentística en Oriente Medio (liderada, sobre todo, por Arabia Saudí) y la posibilidad de ruptura de una potencia europea como España, que había permanecido unida durante siglos. Todo ello sin mencionar que un partido con raíces nazis sostendrá al nuevo Gobierno en Austria.

Muchos de estos estallidos geopolíticos, y otros más suaves pero no menos decisivos como la precariedad de la victoria electoral de Angela Merkel, han generado consecuencias económicas inesperadas. Es imposible prever las sorpresas que nos deparará el año que viene, pero también es ingenuo asumir que no habrá más o que no jugarán un papel importante. De hecho, muchos organismos internacionales creen que los riesgos geopolíticos que surjan pueden asestar un golpe a la recuperación.

El Foro Económico Mundial clasifica en seis categorías los riesgos geopolíticos: fracasos de gobernanza nacional (en 2018, podemos estar hablando de un agravamiento del populismo que ponga en peligro las democracias de Polonia o Hungría), fracasos en la gobernanza regional o mundial (aquí tenemos, por ejemplo, el distanciamiento entre EE UU y la UE, la multiplicación de la tensión entre Washington y Corea del Norte o la frágil situación del Acuerdo de París), disputas entre Estados que generen escaladas regionales (aquí destacará, en 2018, la confrontación indirecta entre los saudíes y los iraníes en Yemen, Líbano y Qatar), atentados terroristas desestabilizadores (¿cuál podría ser la reacción de Donald Trump ante un atentado en suelo estadounidense?, ¿cuánto peligro corren las campañas pro inmigración y pro refugiados en Europa si se produce otro reguero de ataques como el de París en noviembre de 2015?), colapso de Estados (algo que ya no puede descartarse, para los próximos meses, en Venezuela) y la proliferación de armas de destrucción masiva (el caso más aterrador es el de la carrera armamentística en Oriente Medio).

 

La esperanza: ¿es el principio del fin del lavado de dinero y la evasión fiscal?

Fotolia. Autor: Ruediger Rau

Culmina el asedio contra los paraísos fiscales.  El año pasado decíamos que en 2017 se pondría en marcha un estricto protocolo internacional llamado CRS (Common Reporting Standards), que exigiría que las entidades financieras, incluidas las gestoras de activos y las aseguradoras, compartieran los datos fiscales de sus clientes automáticamente con las agencias tributarias de los Estados donde residen.

¿Cuáles son las consecuencias? La desaparición de la inmensa mayoría de los llamados paraísos fiscales, la multiplicación de la complejidad de los vehículos financieros que se utilizan para ocultar los capitales ilícitos y un daño importante a los países que se han nutrido durante décadas de un secreto bancario que amparaba, indirectamente, los fondos de origen opaco, ilegal o delictivo. Al mismo tiempo, permitirá que los Estados más confiscatorios del mundo puedan llegar hasta donde antes no soñaban con llegar.

La primera oleada de esta norma ya ha afectado a 54 países en 2017 (entre ellos, las Islas Caimán, las Islas Vírgenes, Bermudas, Liechtenstein o Gibraltar) y ahora se extenderán a otras 47 jurisdicciones en 2018. Las únicas excepciones son Bahréin, Nauru y Vanuatu, aunque es cierto que EE UU tiene que asimilar su propio sistema de intercambio de información (FATCA) al CRS.

Por supuesto, hay que ser muy ingenuo para asumir que estas regulaciones van a terminar con el dinero ilícito o el fruto de la evasión fiscal, porque… ¿qué ocurrirá cuando sea el jefe de un Estado poco desarrollado el que evada los impuestos? ¿Lo perseguirá también su agencia tributaria? ¿Acaso no están empezando a aparecer fórmulas innovadoras, mediante criptomonedas difíciles de rastrear y distintas herramientas en la Internet oscura, para realizar todo tipo de transacciones ilegales o al margen de la ley?

De todos modos, sin caer en la ingenuidad, debemos recordar que tanto FACTA como CRS y la eventual convergencia entre ambos constituyen un impresionante progreso que limitará como nunca antes la evasión fiscal y la relativa facilidad con la que viajaban por el mundo los capitales opacos.