Tiny Earth globe over the surface covered with the multiple bank note bills

¿Qué enfoque debemos adoptar respecto a la corrupción con el fin de reducirla y evitar que se convierta en un riesgo para la estabilidad global?


Thieves of State: Why Corruption Threatens Global Securitycorrupcion_libro_cover

Sarah Chayes

W. Norton & Company, Nueva York, 2015


Ante la crisis de seguridad internacional derivada de los extremismos y las revueltas a la que estamos asistiendo hoy en día, la estadounidense Sarah Chayes identifica la corrupción de los gobiernos como el principal motivo del auge de estas reacciones radicales y revolucionarias.

Para Chayes, el ascenso actual del extremismo, tanto político como religioso, va directamente ligado a una corrupción creciente desde los 90 en todo el mundo y que se ha manifestado sobre todo en los casos de ciertos Estados inestables o fallidos como  Afganistán, Egipto, Argelia o Túnez. Si bien en años recientes se ha prestado una mayor atención a este tema por parte de los países occidentales, la autora defiende que éstos no han afrontado la corrupción con contundencia ni la han considerado como la amenaza que es. Por el contrario, la limitada relevancia y el enfoque puramente militar han impedido frenar los brotes de insurrección, conflicto y fragmentación originados por la decepción civil colectiva, lo que ha mermado la seguridad tanto a escala nacional como internacional.

 

Un gobierno al estilo de la mafia

Como antigua reportera y asesora del Ejército estadounidense durante la transición en Afganistán, Chayes analiza en Thieves of State los sistemas político y militar del país y la forma en que la corrupción se ha institucionalizado. La primera clave para la autora radica en la manera en que las autoridades de EE UU se relacionaban y comunicaban con los afganos, que facilitó el asentamiento y consolidación de la corrupción como eje en torno al que giraba la actuación del Gobierno. Al colocar intermediarios de los oficiales afganos para establecer contacto entre la población y las fuerzas estadounidenses, se expandió un modus operandi basado en la explotación por parte de dichos intermediarios del papel que desempeñaban con el fin de sacar provecho en detrimento de la sociedad civil. De esta forma, valiéndose de la reticencia del Ejército estadounidense para prescindir de ellos por razones de seguridad, los intermediarios del Ejecutivo de Kabul abusaban ampliamente de sus poderes y sus recursos mediante la creación de redes y acallaban las voces de la población.

Así, los ciudadanos iban cayendo poco a poco bajo el control de los insurgentes que las tropas afganas intentaban detener. El descontento general terminó de aflorar con las elecciones de 2009, donde la coalición liderada por el Representante Civil Superior de la OTAN, Nicholas Williams, y el teniente coronel holandés, Piet Boering, fracasó y dio paso al mandato de Hamid Karzai, si bien el proceso fraudulento por el que se llevaron a cabo los comicios propició un aumento del apoyo a los talibanes.

Este momento sirvió como detonante para que las autoridades estadounidenses comenzasen a situar la corrupción en un lugar más relevante dentro de sus planes de acción. Sin embargo, las intromisiones de la CIA y los desacuerdos debido a los riesgos políticos dificultaron, según la autora, el establecimiento de estrategias sólidas que permitiesen encarar la corrupción correctamente: sus visiones presentaban un estrecho entendimiento sobre la verdadera naturaleza de la situación y una priorización de la seguridad por encima de la gobernanza, lo que supuso un obstáculo para la implementación de las recomendaciones de Chayes en la lucha contra este problema.

La corrupción constituía el esqueleto que articulaba el sistema político y militar de Afganistán, cuyas formas funcionaban al estilo de la mafia: los rangos inferiores pagaban a los superiores a cambio de protección. Es por ello que Chayes afirma que la creencia general entre algunos estadounidenses de que Afganistán era un Estado débil, inestable e incapacitado para gobernar debido a la insuficiencia institucional y humana, era totalmente errónea: el Ejecutivo afgano no pretendía cumplir su cometido como Estado, sino que su estructura se correspondía en realidad con la de una organización criminal vertical destinada a obtener el mayor beneficio posible para sí misma.

En consecuencia, y con el fin de frenar las respuestas religiosas radicales de la población ante tal escenario, la autora habla de un nuevo punto de vista a la hora de acabar con la corrupción, que debería coincidir con el utilizado por la ISAF en la lucha contra las redes de insurgentes y el crimen organizado. Un ligero progreso a este respecto se produjo en 2010, cuando la corrupción se incluyó por primera vez en el análisis de la entonces Secretaria de Estado estadounidense, Hillary Clinton, sobre las futuras estrategias de EE UU. No obstante, el reiterado desconocimiento sobre la complexión de las redes de corrupción en Afganistán, así como el choque con los intereses de la CIA y la preocupación por el coste de las vidas y recursos en contrainsurgencia llevaron al fracaso de todos los planes militares. De tal manera, la corrupción quedó relegada a un segundo plano de nuevo.

Otro caso con similares condiciones en cuanto a la corrupción de las autoridades del Estado es el de Egipto, donde los privilegios y los abusos de Hosni Mubarak y, en especial, de su hijo Gamal condujeron a un levantamiento de la población en contra del gobierno. El derrocamiento final del líder político egipcio en 2011 respondió a las quejas populares acerca del desempleo y  el empeoramiento del panorama económico, atribuidos a las prácticas corruptas de Gamal.

Túnez y Argelia también experimentaron episodios parecidos, en los que la clase política se adueñó de los recursos públicos, lo que suscitó una serie de revoluciones por parte de la sociedad civil. En el caso de Túnez, estas fueron pacíficas y enmarcadas en una especie de Plan Marshall con el fin de que se incrementase la justicia, eludiendo el surgimiento de movimientos radicales como los que brotaron en Afganistán.

 

Soluciones y riesgos políticos

Según Chayes, pese a la creciente preocupación en Occidente por combatir la corrupción, los esfuerzos dedicados a ello no solo han sido insuficientes, sino que se han visto obstaculizados por la colaboración indirecta que se ofrece simultáneamente a gobiernos corruptos –mediante acuerdos militares, económicos, etcétera. En consecuencia, la autora defiende la presencia de una serie de herramientas –financieras, legales, multilaterales, empresariales, de seguridad, de ciudadanía, de cooperación al desarrollo y de los jefes de Estado– que considera esenciales para prevenir la cleptocracia a todos los niveles, frente a las actuaciones puntuales como respuesta a situaciones extremas que se suelen llevar a cabo.

Sin embargo, Chayes también advierte de los riesgos políticos adjuntos a esas herramientas, por lo que su implementación requiere un análisis previo de los costes que puedan conllevar las estrategias adoptadas y elegir la “menos mala” de entre ellas. Así, la intervención militar ya no resultaría una prioridad, mientras que la seguridad y la confianza de los ciudadanos en sus gobiernos tendrían una mayor relevancia.