Instrumentos de música rotos en una iglesia católica en Diabaly, Malí. Issouf Sanogo/AFP/Getty Images

Cinco años después de que los yihadistas invadieran el norte de Malí y conquistaran el Sahel, el tráfico de armas y de drogas, la inestabilidad política y la influencia creciente del wahabismo amenazan a uno de los Estados africanos culturalmente más ricos. El país en el que brotaron las raíces del blues lucha hoy para conservar sus tradiciones y que la música no vuelva a dejar de sonar.

“Recuerdo que algunos de los músicos, que no podían tocar, que no podían tampoco ganarse la vida, tuvieron que vender sus instrumentos. Eso es terrible”. Toumani Diabaté, el músico más importante de Malí y el mejor intérprete de kora, esa arpa africana de 21 cuerdas que crece de una calabaza, habla en su camerino del Gran Teatro de Dakar, donde acaba de actuar. Se refiere a aquellos meses a finales de 2012 cuando los radicales islamistas, que habían invadido el norte de su país, prohibieron la música. Sucedió en agosto de aquel año, cuando un portavoz del grupo MUYAO (Movimiento para la Unicidad y la Yihad en África Occidental), una ramificación de Al Qaeda en el Magreb, anunció por radio que en el territorio dominado quedaba prohibida toda la “música de Satán”. Y música de Satán equivalía a todo lo que a ellos les pareciese impuro. A todo lo que no fuesen sus cantos coránicos. Como los talibanes hicieron en Afganistán. Aquel fue el simbólico punto culminante del conflicto que había comenzado en enero de aquel mismo año y que se prolongaría hasta que en febrero de 2013 las tropas francesas de la Operación Serval liberasen las zonas bajo control de los islamistas. Con voz seria, en un inglés impecable, Diabaté recuerda sin embargo cómo la música no lo era todo. “No poder tocar es terrible, pero que los niños no puedan ir a la escuela también lo es. O que no puedan jugar al fútbol. O que no haya hospitales…”, continúa. “Toda esta gente dice siempre que lo que hace es en nombre de Dios, pero nada es en nombre de Dios. No luchan por él, sino por sus propios negocios. A Malí llegó el islam hace mucho tiempo y no necesitamos directrices de otros países”.

Soldados franceses patrullan las calles de Timbuktu. Philippe Desmazes/AFP/Getty Images

Cinco años después de que una nueva revuelta, como las que ya habían sucedido en el pasado, de los tuareg, convulsionara el país, Malí vive hoy todavía amenazado. Hasta entonces este, a pesar de ser uno de los países más pobres del continente, era considerado un Estado estable y un ejemplo en la región desde su independencia de Francia en 1960. En enero de aquel 2012 la alianza entre el Movimiento Nacional de Liberación del Azawad, que engloba a los tuareg, y los grupos radicales islamistas de la región provocó una rebelión y un golpe de Estado en el norte del país. Aquella alianza se quebró enseguida y fueron los yihadistas, tras derrotar a los tuareg, los que pasaron a controlar la zona y a imponer la sharia (ley islámica) en las ciudades conquistadas hasta la llegada de las tropas francesas.

Hoy el norte Malí, esa parte del Sahel que es territorio geoestratégico, esa amplia franja entre el desierto del Sahara y la sabana, árida, yerma, casi despoblada, estación de paso de las rutas migratorias y aún más convulsa tras la guerra de Libia por el tráfico de armas, drogas y personas, lo patrullan más de 15.000 soldados y policías desplegados por Naciones Unidas. Forman parte de la conocida como Misión Multidimensional Integrada de Estabilización de la ONU en Malí (MINUSMA), autorizada por el Consejo de Seguridad en junio de 2013 tras la operación militar francesa. Una misión de mantenimiento de la paz en una tierra de casi nadie o de casi todos en la que, como dice un alto mando de Naciones Unidas en la región, “hay gente que por la mañana ha firmado el acuerdo de paz [alcanzado por los tuareg y el Gobierno en junio de 2015], que por la tarde son yihadistas y que por la noche son traficantes”.

Decía Toumani Diabaté que no se trata solo de la música. Pero aunque sucedió en pueblos pequeños, en zonas muy poco pobladas porque el 90% de los habitantes de Malí viven al sur del país, su prohibición fue el mejor ejemplo, el más significativo, de la cruzada contra la cultura y tradición malienses que habían emprendido los radicales. Se amenazó a muchos músicos. Algunos se exiliaron. Otros dejaron de serlo. La directora Johanna Schwartz contó el año pasado la historia de algunos de ellos en el documental They will have to kill us first (Tendrán que matarnos primero). La odisea de bandas como Songhoy Blues, que huyeron a Bamako para poder sobrevivir y seguir tocando y que hoy se han convertido en uno de los nuevos referentes de un país de grandes leyendas de la música ya como Diabaté, Alí Farka Touré o Salif Keita.

Un concierto en Bamako. Habibou Kouyate/AFP/Getty Images

Para los radicales, aquella música era una distracción para el espíritu. La música en Malí significa además el pasado, el presente y el futuro. Un país donde aun hoy el 67% de la población, según los datos del Banco Mundial, es analfabeta, y donde la tradición es oral. Donde la cultura y el conocimiento se transmiten de generación en generación. Terminar con la música era además una forma de aterrar. Asusta más el silencio que los latigazos. La música está presente en las tradiciones de Malí, en la vida diaria. Es lo que más une en un país de grandes diferencias identitarias. Como Diabaté explica, “hay países famosos por su petróleo, otros por su fe. Malí lo es por su cultura”. Prohibir la música era como quemar libros o derribar monumentos. De hecho también eso hicieron los yihadistas, sobre todo en ciudades históricas como Gao y Tombuctú. Era el intento por borrar de los libros el pasado, la llegada del islam en el siglo VIII, su evolución, su sincretismo, el influyente imperio mandinga medieval del África Occidental que tuvo su centro en Bamako. En definitiva, la historia.

Por eso en el mandato de la MINUSMA se ha incluido, por primera vez en la historia de una misión de la ONU, la protección del patrimonio cultural. Esta es la primera operación que cuenta así con un brazo cultural. “La ocupación no fue lo suficientemente larga como para interrumpir totalmente todas las tradiciones musicales, pero sí supuso la dispersión de muchos artistas y la destrucción o el saqueo de instrumentos y material”, explica Nadie Ammi, oficial de cultura de la MINUSMA. Hoy, entre los objetivos de su división no solo están los más evidentes, como la protección de los mausoleos y los monumentos todavía en pie en esas ciudades atacadas como Tombuctú, sino también colaborar para devolver la normalidad. Y hacerlo es, por ejemplo, financiar la compra de instrumentos para la orquesta Songhay Star en Gao, atacada y saqueada por un grupo extremista en 2012. O potenciar que vuelvan a  celebrarse los encuentros musicales, de danza o las ceremonias tradicionales que había antes de la rebelión. Durante estos años la música no se ha silenciado solo al norte del país. También en Bamako, la capital, han desaparecido muchos de los locales donde antes sonaba música en vivo. La crisis de los últimos años ha hecho además que las polvorientas y mal alumbradas calles de la capital aparezcan hoy desiertas por la noche. No hay apenas viajeros en la ciudad. Los únicos occidentales que quedan son los trabajadores de las embajadas o de las ONG que operan en el país. Y algunos de ellos, como los franceses, tienen toque de queda por la amenaza terrorista. “Lamentablemente, las secuelas son que algunas de aquellas prácticas que eran habituales han quedado ahora suspendidas como consecuencia de la crisis y la inestabilidad”, lo resume Ammi.

Malí camina hoy en precario equilibrio. Los conflictos entre las diferentes comunidades hacen algunas zonas del país tierra fértil para el conflicto. Y la inestabilidad política, la desconfianza de los malienses por los políticos y la debilidad del Estado sirven de abono. Los grupos yihadistas que en 2012 inicialmente se aliaron con los tuareg encontraron apoyo en algunas comunidades, lo que les dio más fuerza y respaldo local. Esos mismos grupos se han ramificado además en otros. Hoy no es el norte solo, militarizado, lo que preocupa, sino el centro del país, donde se ha trasladado el conflicto. En localidades norteñas como Kindal o Tombuctú han trabajado las organizaciones como UNICEF para reabrir escuelas ante la incapacidad del Gobierno para hacerlo y la incredulidad porque fuesen capaces de lograrlo. Pero al norte de Mopti, en ese centro hoy más descontrolado, se encuentran los trabajadores de la organización con nuevas escuelas cerradas y profesores amenazados con la muerte si no convierten sus aulas en escuelas coránicas. “Además, el problema es que no hay diálogo posible. Con los tuareg sí se puede hablar y negociar, pero con los islamistas no. No se prestan a ninguna regla del juego”, confirma el español Fran Equiza, responsable de UNICEF en el país. “Desde que se firmaron los acuerdos de paz se da un paso adelante y cinco atrás”, se lamenta uno de los embajadores europeos en el país. Cuando se le pregunta por el futuro de Malí, baja la cabeza: “Ahora mismo lo veo con muy poco optimismo”.

Una niña camina al lado de una mezquita en Timbuktu. Philippe Desmazes/AFP/Getty Images

A este escenario se suma además una realidad menos evidente pero más amenazadora. La debilidad del Gobierno no solo intentan paliarla las ONG que trabajan en Malí y las organizaciones internacionales. También se aprovechan de ella terceros países, que tratan de consolidar y aumentar su influencia y acceso en la región. Sobre todo, Arabia Saudí. Malí es un país musulmán, de amplia mayoría suní, frente a un número muy reducido de sus 17 millones de personas que se confiesan chií. Pero es un islam moderado, sufí. Una fe que, como en el resto de la región, evolucionó con los siglos. Sincretista. Fusionado con las culturas locales. Un islam diferente al que el reino saudí intenta exportar y expandir abriendo mezquitas, escuelas coránicas, financiando proyectos civiles, cursos de verano, colegios… Ofreciendo, en definitiva, lo que no da el Estado. Malí es además un Estado laico, heredero de la laicidad francesa, pero durante las dos últimas décadas la influencia religiosa en la política cada vez ha crecido y se ha hecho notar.  Uno de los mayores líderes religiosos es hoy Mahmoud Dicko, presidente del Alto Consejo Islámico, máxima autoridad religiosa del país, un wahabita declarado con capacidad de influencia y presión en el Gobierno y en el actual presidente, al que apoyó públicamente en las elecciones.

Frente a eso otros países buscan equilibrar la balanza, como Marruecos. O como Irán, que a pesar de esa minoría chií ha intensificado también sus relaciones con Malí promoviendo la apertura de escuelas y formando imanes y cuyo anterior presidente, Mahmud Ahmadineyad, visitó el país en 2010. Malí se convierte así en un escenario de juego de la guerra fría ideológica entre Riad y Teherán. El año pasado, los cables de la diplomacia saudí filtrados por Wikileaks así lo confirmaban. “Hay que fortalecer la creciente posición del reino”, decía uno de los comunicados desde la embajada de Arabia Saudí en Bamako. El objetivo, como señalaba otro: promover la imagen saudí “como la del protector de la noble fe islámica”. Y en ese juego de fuerzas, en esa confrontación subterránea, de nuevo pierden las tradiciones malienses. Si antes eran los griots, esos narradores orales de historias centenarios del África Occidental, esos sabios a los que se recurría buscando consejo, a quienes consultaban las autoridades, los que resolvían los conflictos, los guardianes de las tradiciones, ahora se ven desplazados por los imanes y los líderes religiosos.

De Malí, de su pasado imperial, de la rica cultura a la que hace referencia Diabaté, brotó la música que años después florecería en el blues. Hoy son otros quienes han plantado las semillas. Y cinco años después de que el Sahel se convirtiera en este polvorín que desestabiliza la región, que cobija a radicales y criminales y amenaza al corazón de África, nadie se atreve a pronosticar qué traerá la nueva cosecha.