Ciudadanos de la ciudad de Goma realizaron una marcha de protesta contra la participación de Ruanda en la guerra en el este de la República Democrática del Congo, donde los rebeldes del M23 continúan sirviendo. (Alain Wandimoyi/AfrikImages Agency/Universal Images Group via Getty Images)

La condescendencia africana hacia la intervención rusa en Ucrania reviste connotaciones que sobrepasan el mero resentimiento hacia los antiguos colonos, la degradación de la relación con Occidente o la búsqueda de nuevas opciones diplomáticas, militares y económicas. Numerosos regímenes africanos atraviesan una suerte de “revolución conservadora” que, en clave populista, pasa por una reinvención nacional-identitaria que se apoya en la religión y recurre a teorías del complot para apuntalar a las élites en el poder. Un proceso singular que, asentado sobre sólidas bases sociales y no exento de concomitancias con la deriva seguida por Rusia durante las dos últimas décadas, justifica la ascendencia de Putin sobre el continente y hace que la deriva sea aún más inquietante si cabe.

El grueso de Estados africanos ha adoptado una posición de neutralidad frente a la invasión rusa de Ucrania. Algunos han ido más allá, mostrando indulgencia e incluso simpatía al encuentro del agresor, que tiene su reflejo en la opinión pública continental, multiplicándose artículos de prensa y comentarios en redes sociales a favor de Moscú. Junto con lo agresivo de la estrategia de desinformación mediática del Kremlin, los motivos que apoyan esta clara toma de posición son variados. Entre otros argumentos, podemos enfatizar la indignación ante el “doble rasero” de Occidente, que se muestra indiferente ante la crisis de los refugiados africanos, pero generoso al encuentro de los ucranianos; la exasperación frente al apoyo occidental a los regímenes autoritarios en liza y la rabia apenas contenida por las crecientes barreras impuestas a la inmigración por Estados Unidos y la Unión Europea. Pero también una presencia nada despreciable de élites africanas formadas en la extinta Unión Soviética y la Federación Rusa; la existencia de antiguos nexos de cooperación militar y lucha antimperialista, que se remontan a los tiempos de las independencias africanas; o incluso la necesidad de granjearse el apoyo de un importante exportador de cereales de los que dependen.

Más allá de estos factores explicativos, en la toma de posición africana intervienen variables más profundas, que vinculan a la Rusia de Putin con unas sociedades en las que se han impuesto “revoluciones conservadoras” que sancionan regímenes con una fuerte impronta identitaria. La “revolución conservadora” irrumpe por primera vez en la Europa de entreguerras como un intento de restaurar una dignidad pisoteada por la debacle militar, nutriéndose de la pobreza de las masas, postulando la redención del pueblo a través de la restitución de una suerte de autenticidad nacional-identitaria y señalando a un responsable claro, ya fuera judío, francmasón o “aliado felón”, y todo en el marco de un complot bien urdido, de una traición. La “revolución conservadora” es la toma de conciencia de un resentimiento que provoca una reacción identitario-afectiva dirigida contra un tercero y cuya solución pasa por la vuelta a una pretendida autenticidad, devolviendo a un pueblo a una tradición más o menos inventada. Azuzada en clave populista, estas “revoluciones” prometen oportunidades de ascenso a segmentos subalternos de la población, aportando un sentimiento de igualdad frente a la jerarquía de regímenes precedentes, anunciando el tránsito de un mundo retrógrado, injusto y disfuncional hacia una utopía nacionalsocialista o fascista, según sus promotores.

Otras representaciones de la “revolución conservadora” serían, a modo de ejemplo, la dictadura del Comité Unión y Progreso, que era el nombre oficial de la organización de los Jóvenes Turcos, en las postrimerías del Imperio otomano, y su prolongación bajo la presidencia de Kemal Ataturk; o el nacionalismo militarista japonés entre las dos grandes guerras mundiales. Existen otros regímenes identitarios contemporáneos que encajan bastante bien en este modelo, como el sistema de Narendra Modi en India, los sucesivos gobiernos de Ley y Justicia en Polonia, las administraciones de Viktor Orban en Hungría y Recep Tayyip Erdogan en Turquía, e incluso el mandato de Donald Trump al frente de la Casa Blanca. Asimismo, el régimen que ha logrado conformar Vladímir Putin se corresponde con el tipo ideal de “revolución conservadora”, nutriéndose del resentimiento provocado por la caída de la Unión Soviética, considerada “la peor catástrofe del siglo XX”; condenando el desmantelamiento del sistema de protección social y la liberalización económica sin freno en la década de 1990, que condujo al acaparamiento salvaje de recursos en manos de unos pocos oligarcas, y alimentando el rencor por sucesivos ultrajes de la OTAN, que no cesa de ampliar sus marcas hasta los límites del extinto Imperio soviético. Respondiendo a las expectativas de amplias franjas de la sociedad rusa, la clase política dirigente y la iglesia ortodoxa, la revolución conservadora de Putin exalta el fantasma del “alma rusa”, que hay que defender frente a Occidente, las revoluciones de color, los nazis y los homosexuales.

Revoluciones conservadoras en África

La revolución conservadora que se impone en África, como en otros lugares del mundo, alberga concomitancias con la deriva en Rusia desde hace dos décadas. Tras el paso de un mundo de imperios a un sistema continental de Estados-nación en el momento de la descolonización, las élites que se imponen en las independencias multiplican esfuerzos para contrarrestar las amenazas que representan los ajustes estructurales de inspiración neoliberal de las décadas de 1980 y 1990, y la ola de reivindicaciones democráticas ulterior. Ante estos peligros, y algunos otros, los regímenes en liza comprometen un proceso de restauración autoritaria que, además de recurrir a clásicos mecanismos coercitivos anclados en el “Estado profundo”, desarrollan estrategias discursivas y propagandísticas para enarbolar una pretendida autenticidad africana. Personajes como el difunto Robert Mugabe en Zimbabue, Paul Biya en Camerún y Yoweri Museveni en Uganda despliegan una estrategia similar a la de Putin, con quien comparten ciertos aspectos ideológicos, como la fobia democrática y su animadversión por el colectivo LGTBIQ+. Y aquí también las instituciones religiosas se inmiscuyen, sus ideas, su fe y sus aparatos organizativos se ponen al servicio de las autoridades políticas, tanto el catolicismo conservador del cardenal guineano Robert Sarah, como también corrientes pentecostalistas próximas a la Religious Right estadounidense en países como Uganda, la nebulosa evangélica brasileña en contextos como el mozambiqueño o incluso el islam salafista o más autóctono, de cofradías, en el Sahel. 

Pero la revolución conservadora africana no responde únicamente a una estrategia de restauración autoritaria de parte de las autoridades en liza. Éstas se nutren de las expectativas y particularidades de sectores importantes de la población, ya sean creyentes fundamentalistas que buscan la salvación en alguno de los credos, adeptos de una concepción coercitiva y viril del poder, que se expande entre elementos de las milicias, miembros de movimientos armados de autodefensa o incluso delincuentes; o valedores de la moral, que hacen que destacas figuras de la oposición se posicionen del lado de la revolución conservadora, como el firme opositor del presidente Macky Sall, Ousmane Sonko, apóstol de los “valores senegaleses” y azote de homosexuales y “desviados”. Por tanto, la revolución conservadora en África se asienta sobre fuertes bases sociales, al igual que ocurrió con el nacionalsocialismo y el fascismo en la Europa de entreguerras, presentándose como la materialización de un resentimiento que destila de la traumática memoria de la esclavitud, la ocupación colonial, la pobreza a gran escala, la imposibilidad de ascender socialmente y las frustraciones derivadas de las políticas de ajuste estructural y crisis ulteriores varias, que recientemente se ha traducido en masivos movimientos migratorios hacia Europa, vectores que no cesan de vigorizar un marcado sentimiento de humillación. La revolución adopta la forma de rencor de los pequeños al encuentro de los grandes, que se han abrogado las riquezas de la nación, reclamándose un movimiento de la juventud, de las generaciones venideras, exactamente igual que hacían los nacionalistas de los años 1950, recurriendo sin complejos a la violencia -como representación de la virilidad- cuando es necesario. La revolución conservadora africana bebe de una historicidad singular, pretendiendo denunciar y atajar el complot del imperialismo. 

Ismael Sawadogo, un vendedor de juguetes para niños de 31 años que se convirtió en un gran admirador de Rusia el año pasado después de ver videos a favor de Putin en Facebook, participa en una manifestación a favor de Rusia en Uagadugú, Burkina Faso. (Danielle Paquette/The Washington Post via Getty Images)

Una profunda afinidad 

La condescendencia africana al encuentro de la intervención militar rusa en Ucrania reviste una problemática que sobrepasa la sola animadversión para con los otrora colonos, la degradación de la relación con Europa o la búsqueda de flamantes alternativas diplomáticas, militares y económicas. Nos encontramos ante un vasto movimiento político con sólidas bases sociales y culturales, tal y como denotan la multiplicación de ciertas doctrinas en altas esferas del poder, medios periodísticos, universitarios y artísticos. Una ola revolucionaria conservadora que se acompaña de una reorientación y recomposición de la clase que se ha apropiado de los Estados desde la colonización, como ha quedado de manifiesto en los golpes de Estado de tono populista en Guinea, Burkina Faso y Malí, siendo en este último país la ascendiente rusa de la asonada sin paliativos. Una revolución estrechamente vinculada a la revolución religiosa que asola el continente bajo diversas manifestaciones de la fe y que ha dado cuenta de una elevada propensión a asumir todo tipo de explicaciones complotistas sobre la marcha del mundo. Un fenómeno que apenas sí ha retenido la atención de analistas y observadores, que nos permite comprender mejor la aceptación rusa en el continente y por qué Vladímir Putin, o incluso el patriarca Kyrill, multiplican sus apariciones en África para denunciar a Occidente y su homosexualidad, estigmatizar el complot urdido para acabar con la eterna alma rusa y apelar a la espiritualidad (y a la violencia) para salvarla.