Grupo de veinte banderas de países sobre un mapamundi digital azúl. (Getty Images)

Se avecina un horizonte en el que países con suficiente peso e influencia para tener una línea propia de política exterior están llamados a tener un papel cada vez más relevante en el escenario global.

De un tiempo a esta parte, se viene hablando cada vez más del importante papel que países como India, Brasil, Turquía o Suráfrica están llamados a tener en un mundo más multipolar. La rivalidad entre Estados Unidos y China, no sólo en términos de hegemonía global sino también de diferentes modelos de gobierno y organización socioeconómica, seguirá marcando el ritmo de las relaciones internacionales en los años más inmediatos. Pero entre los resquicios de este escenario de política de bloques se cuelan con creciente intensidad países con el suficiente peso e influencia como para marcar una línea propia en política internacional: son las llamadas potencias medias. 

Hablamos de Estados que, sin llegar al estatus de superpotencia, sí tienen el suficiente peso específico y la capacidad para ejercer un considerable impacto en la agenda global, o al menos en determinadas regiones o temas de interés. Las potencias medias siempre han estado ahí, desde la época de los grandes imperios de la antigüedad, como el reino de Mitani, sepultado en la historia entre los hititas y los babilonios, o tantos otros —Frigia, Tracia, Lidia— por lo general olvidados ante la eventual hegemonía de los gigantes griegos y persas. A fin de cuentas, en el origen de todo imperio hubo siempre antes una potencia media: desde la Roma de Rómulo y Remo y sus primeros siglos de monarquía a la Macedonia de los antepasados de Filipo y Alejandro. 

Pero qué duda cabe que este tipo de actores cobran especial relevancia en épocas de transición. Fue así durante la antigüedad tardía, tan magistralmente relatada por el historiador Peter Brown, o el período embrionario de los estados modernos, durante la baja edad media. Sin llegar a semejante grado de cambio sistémico, sí es cierto que atravesamos una etapa de transición en el orden internacional con el paulatino declinar de lo que Hubert Vedrine denominó la hyperpuissance norteamericana, período que ha marcado el último cuarto de siglo desde el final de la Guerra Fría. Y aunque vivimos en un mundo crecientemente bipolar, no es menos cierto que la incertidumbre, la redefinición de paradigmas y la rapidez del cambio tecnológico avecinan un horizonte cada vez más multipolar, que abre espacios para que las llamadas potencias medias desplieguen una mayor capacidad de influencia

¿Qué define a una potencia media?

Pero, ¿qué define a una potencia media? El término es bastante dúctil y no tiene una caracterización clara. Como su propio nombre indica, no es una gran potencia ni desempeña un papel hegemónico en las relaciones internacionales, pero disfruta de un grado de influencia global muy por encima del de la mayoría del resto de países. Pesa, pues, más lo de “potencia” que lo de “media”. Si aplicáramos un símil económico, las potencias medias no serían una “clase media” del conjunto de países, sino más bien la clase alta o lo que los economistas llamarían el decil superior del conjunto de 193 Estados que conforman la comunidad internacional. Es decir, una veintena de países frente al top 1% constituido por Estados Unidos y China, en disputa por la hegemonía global.

El ministro turco de Finanzas, Mehmet Simsek, llegando para asistir a una reunión de la G20 en Gandhinagar (India), julio de 2023. (Stringer/Anadolu Agency/Getty Images)

Con frecuencia se ha utilizado el PIB como factor determinante para identificar a una potencia media. Sin duda, constituye un elemento clave, y la mayor parte de potencias medias se encuentran entre las principales economías del planeta. En este sentido, el G20 proporciona un buen directorio de miembros de este exclusivo club. Y hasta cierto punto, la elevación de este foro a principal referente de la gobernanza económica global, tras la crisis de 2008, es un buen testimonio de la creciente relevancia de las potencias medias y de su necesaria implicación para resolver riesgos sistémicos como el que puso al sistema financiero internacional al borde del precipicio hace ya 15 años.

No obstante, no todo es PIB. La riqueza de un país debe entenderse en un sentido más amplio, y muchas veces tiene que ver con la concentración de determinados recursos. Este es el caso tradicional de naciones como Irán, potencia petrolera que ha sabido proyectar en términos de influencia política en su marco regional más inmediato, aderezado con un elemento de liderazgo religioso (chiismo). Otro tanto cabría apuntar de Nigeria, cuyo peso está llamado a incrementarse también por el elemento demográfico y su posición hegemónica en África Occidental. 

Más allá de los hidrocarburos y las materias primas, países como Argentina reclaman su estatus de potencia media en buena parte gracias a la pujanza de sus sectores agropecuario y agroindustrial. Otros, como Israel, con tan sólo 9 millones de habitantes, son un referente en innovación y alta tecnología. Y el minúsculo Taiwán, de un tamaño inferior al de Extremadura, produce más del 60% de los semiconductores del planeta y el 90% de los microchips más avanzados.

Si tuviéramos que destilar un marcador de muchas potencias medias, ese sería sin duda el geográfico: muchas lo son en la medida que juegan un papel central en determinadas regiones. Por eso muchos autores hablan más de potencias regionales que de potencias medias. Ese sería el caso, por ejemplo, de Australia en el Pacífico, de Indonesia en el Sureste Asiático o de Brasil en Suramérica. Otras potencias medias se definen en función de su tamaño (Canadá, México), sin que ello sea garantía para pertenecer a este club (Sudán, Mongolia). Lo mismo ocurre con el volumen de la población: países como Bangladesh o Etiopía superan los 100 millones de habitantes, pero no por ello pensamos en ellos como potencias medias. 

Otro factor clave, sin duda, lo constituye el poder militar. Aquí merece una mención especial la capacidad nuclear, que automáticamente dota a determinados Estados de una relevancia internacional que de otra manera no tendrían (pensemos en casos como los de Pakistán). Más allá de un asiento en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y de un potente aparato diplomático, es esa capacidad nuclear la que garantiza que países como Francia o Reino Unido sigan siendo potencias medias relevantes durante los años venideros, aunque vayan perdiendo peso relativo a nivel económico. 

De potencias medias a sectoriales

Pero no termina ahí la nómina de factores que permiten distinguir a una potencia media. Muchas se han definido, tradicionalmente, por el llamado poder blando –es decir, por medios más sutiles como su capacidad diplomática, su proyección cultural, su modelo socioeconómico o sus valores políticos. Son lo que el profesor Rafael Calduch ha denominado potencias sectoriales, capaces de ejercer una destacada influencia en aspectos muy concretos de la agenda internacional. 

Fans de la banda de K-pop BTS reunidos en el parque Yeouido durante la "BTS Festa", en Seúl, junio de 2023. (Chung Sung-Jun/Getty Images)

Lo sabe bien Corea del Sur, un país relativamente pequeño en términos geográficos y poblacionales, pero con un poder blando cada vez más influyente a nivel global, como atestiguan fenómenos como el K-Pop o sus vibrantes industrias audiovisual y tecnológica. Países como Italia exhiben un enorme músculo cultural y una marca-país muy por encima de su peso económico (pensemos en su dinamismo en sectores como la moda o la gastronomía). Una diplomacia activa y con identidad propia ha sido también la apuesta de Estados relativamente pequeños como Suiza, que ha hecho de la neutralidad y la mediación una seña de identidad que le permite golpear muy por encima de su peso en la política internacional, o Suecia, que ha hecho lo propio con el estado de bienestar o la política exterior feminista. ¿Son potencias medias? Sus gobiernos así lo creen y expresan.

La propia España respondería a esta caracterización. La Estrategia de Acción Exterior española 2021-2024 lo refleja sin ambages: “somos una potencia media relevante y con capacidad de contar más en el mundo. Un país que es percibido por el resto de la comunidad internacional como un socio fiable y previsible, lo cual genera confianza y credibilidad. Esto nos confiere margen para asumir un mayor protagonismo internacional, capacidad de iniciativa y posibilidad de mover a otros países alrededor de las agendas en las que creemos y sobre las que podemos aportar un valor añadido”. La clave, pues, radicaría en identificar con claridad las principales fortalezas del país y convertirse en el campeón de una determinada agenda.

Potencias medias de primera y de segunda

Resulta evidente que aplicando tantos criterios terminamos con un listado bastante más amplio del que originalmente habíamos considerado, con al menos una treintena de Estados. Por todo ello, conviene hacer una diferenciación entre potencias medias de primera y de segunda. Estas últimas responderían a algunas de las características que hemos mencionado anteriormente: países con un mínimo peso específico que les permite aspirar a golpear por encima de su tamaño a nivel internacional y tener un determinado grado de influencia, ya sea en regiones concretas o abanderando determinadas causas. Cuentan más que la mayoría del resto de Estados, pero no gozan de un peso sistémico.

Tiene mayor interés, no obstante, centrarnos en un conjunto más reducido de países con la capacidad de jugar un papel determinante en las relaciones internacionales durante la próxima década. Estas potencias medias de primera englobarían, por un lado, a los grandes emergentes como Brasil, Indonesia, Arabia Saudí, Turquía o Suráfrica, todos ellos llamados a tener un mayor protagonismo al que claramente aspiran y que ya ejercen no sólo como potencias regionales, sino como actores cada vez más activos en la agenda internacional. Los esfuerzos de Lula da Silva, Recep Tayyip Erdoğan o Mohammed Bin Salman por erigirse como intermediarios en una solución al conflicto ucraniano ofrecen un claro ejemplo de esta creciente pujanza. 

El caso de Suráfrica, por el contrario, refleja los retos que siguen enfrentando estos países, muchas veces coaccionados en su margen de maniobra internacional por sus propios problemas internos. Sin tener ni mucho menos garantizado el poder ascender a esta categoría, no perdamos de vista en el medio y largo plazo a países como México, Nigeria, Egipto o Irán, cuyo devenir político será clave para que adquieran una mayor relevancia internacional como potenciales potencias medias de primer orden.

De otra parte, tenemos a países que han ido perdiendo peso relativo como consecuencia de ese cambio en el centro de gravedad internacional, pero cuya importancia seguirá siendo clave en los años venideros. Pensemos, por ejemplo, en Japón, que hace poco más de cuarenta años se veía en Estados Unidos como principal rival hegemónico ante el empuje de sus empresas y su tecnología. Japón seguirá siendo un país clave, miembro del G7 y además un contrapeso estratégico a China en el Pacífico Norte; pero no pasará de potencia media de primer orden. 

Un caso similar al de Japón, aunque de naturaleza muy diferente, es el de Rusia, cuyo papel futuro está todavía por definir en función de cómo termine su actual desventura en Ucrania. No cabe duda de que su extensión, poderío armamentístico y potencial energético son elementos suficientes para garantizar que el gigante ruso siga pesando a escala global. Además, disfruta de poder de veto en el Consejo de Seguridad de la ONU. Pero la Rusia de Vladímir Putin y sus sucesores nunca será la Unión Soviética que abarcó desde Iósif Stalin a Mijaíl Gorbachov. Pese a la retórica imperialista del Kremlin, un país de apenas 140 millones de habitantes y con una economía fuertemente basada en la exportación de combustibles fósiles sólo puede aspirar a ser una potencia media de primer orden, salvo que irresponsablemente siga blandiendo la amenaza nuclear. Resta por ver si la Rusia de los próximos años jugará ese papel de potencia media de primer orden como integrante activo de la comunidad internacional o como un paria al estilo norcoreano. 

El caso especial de India y de la UE

Robert Habeck, vicecanciller y ministro federal de Economía y Protección del Clima, en las conversaciones bilaterales de la reunión de ministros de Energía en el marco del G20, en Goa (India), julio de 2023. (Britta Pedersen/picture alliance/Getty Images)

Dos casos merecen una mención especial. El primero es el de India, sin duda una potencia media de primer orden en la actualidad, pero con un papel cada vez más relevante y posiblemente llamada a tener un rol hegemónico en la segunda mitad del siglo, tanto por su demografía (ya es el país más poblado del planeta) como por la traducción de la misma en potencia económica (se estima que podría convertirse en la segunda economía del planeta antes de 2050, y de aquí al final de la década en la tercera, sobrepasando a Alemania y a Japón en los próximos años). La asertividad con la que el país está ejerciendo su actual presidencia del G20 recuerda bastante al caso chino en 2016. A nadie se le escapa la complejidad de India y los muchos retos que sigue teniendo en términos de pobreza y desarrollo, pero es cuestión de tiempo que ocupe un lugar de liderazgo en el escenario internacional.

El otro caso singular es el de la Unión Europea. Evidentemente, la UE no es un país, pero cuando actúa de manera unificada a nivel global desborda la categoría de potencia media hasta el punto de poder erigirse como tercer gran actor mundial en el actual contexto internacional. Más allá de lo mucho que se ha escrito sobre el poder normativo comunitario, la UE juega un papel decisivo en muchos temas globales cuando actúa con una voz unificada. De hecho, sus principales miembros, con el eje franco-alemán a la cabeza, son muy conscientes de que la UE es el mejor mecanismo que tienen para trascender su condición individual de potencias medias y hacer que sus prioridades y políticas cuenten mucho más a escala internacional. El reto, por supuesto, estriba precisamente en articular esa voz de manera coherente y unitaria, superando las diferencias que muchas veces dividen a sus miembros. 

El Reino Unido, tras el Brexit, se privó a sí mismo de ese instrumento tan singular que implica estar en la sala de mandos de la diplomacia europea. Tras ser recientemente sobrepasado por India, seguirá perdiendo posiciones en el ranking de PIB global, hasta caer al décimo puesto dentro de 25 años. Pese a su industria militar y financiera, su asiento en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, su poder blando y política de Global Britain, sólo podrá aspirar a estar en el pelotón de cabeza de las potencias medias de segunda.

¿Catalizadores de un nuevo multilateralismo?

Sea la que fuere su naturaleza, y con independencia del mayor o menor grado de influencia que tengan, lo cierto es que vivimos en un contexto bastante propicio para que las potencias medias adquieran un mayor protagonismo en el escenario internacional. A pesar de que la sensación de bipolaridad se ha intensificado en los últimos años como consecuencia del rápido desarrollo de China y el espectacular aumento de su peso a nivel global, la estructura de poder es mucho más compleja, y nuestro mundo bastante más interdependiente que durante la Guerra Fría. Además, el peso de los actores no estatales es cada vez mayor.

La dimensión de los desafíos que enfrentamos requiere soluciones que pasan por la construcción de alianzas y coaliciones de carácter amplio. En esta empresa, las potencias medias pueden ser catalizadores para la acción multilateral, y jugar un papel decisivo. El actual orden global ya les confiere una gran relevancia y liderazgo en la mayoría de los organismos internacionales, y de hecho parte de la discusión en curso tiene que ver con el reflejo de los nuevos equilibrios globales —en especial el mayor peso de los países emergentes— en los mecanismos de gobernanza y de toma de decisión en estas instituciones. Foros como G20, el G7 o los BRICS también reflejan esa importancia creciente de las potencias medias. Por último, es destacable que estos actores también están recurriendo más y más a nuevas geometrías en lo que se ha venido en llamar “minilateralismos”, mecanismos más estrechos de cooperación entre un número reducido de Estados. 

Sin embargo, el grado de influencia que las potencias medias puedan ejercer en el futuro de las relaciones internacionales dependerá de varios factores, incluyendo su capacidad para equilibrar intereses diversos y gestionar sus desafíos internos, así como su compromiso con la cooperación multilateral y capacidad de liderazgo en cuestiones como el cambio climático, la transición energética, la revolución tecnológica o determinados conflictos y amenazas para la paz global que vayan surgiendo. Algunos Estados jugarán bien sus cartas, adaptándose a los retos y oportunidades que surjan en un mundo en rápida transformación, y serán más influyentes. Otros tendrán menos éxito, y se verán abocados paulatinamente a la segunda división que hemos identificado. El tiempo nos dirá en qué grupo está cada país.