Figurines examinan un globo terráqueo. (Getty Images)

He aquí las dinámicas y los desafíos futuros de los foros minilaterales en un orden internacional crecientemente marcado por la rivalidad y la desconfianza mutua.

La llamada crisis del multilateralismo está presente en los debates sobre relaciones internacionales desde hace años, pero no cabe duda de que las turbulencias internacionales que hemos vivido en un período de tiempo relativamente comprimido, con la pandemia y la Guerra de Ucrania a la cabeza, han agudizado la percepción sobre las limitaciones de nuestro actual sistema de gobernanza para dar respuesta a los grandes retos globales. 

Por un lado, se alude al hecho de que el actual modelo data de hace casi 80 años y no está preparado para responder a las necesidades de un mundo más interdependiente, en el que el estado-nación tiene que coexistir con mucho otros actores transnacionales y hacer frente a retos de índole planetaria que le sobrepasan. También asistimos a un cambio tectónico en materia geopolítica, marcado por el cuestionamiento de la hegemonía occidental y el auge del mundo emergente, con un paulatino desplazamiento del centro de gravedad desde el eje transatlántico al pacífico. Y finalmente, vemos como los modelos de gobernanza tradicionales son incapaces de responder a un cambio tecnológico que va muy por delante, y cuyas implicaciones para nuestra especie nos es difícil entender, cuanto más de administrar. 

¿Qué caracteriza al minilateralismo?

En este escenario de crítica a las limitaciones del sistema multilateral, se alude con frecuencia al llamado minilateralismo como una posible alternativa. ¿Qué entendemos por él? En esencia, podríamos definirlo como un marco más limitado de cooperación entre tres o más Estados que permitiría avanzar agendas en un contexto poco proclive para alcanzar acuerdos que cuenten con el respaldo del conjunto de la comunidad internacional. A medio caballo entre lo bilateral y lo universal, el minilateralismo sería un multilateralismo más reducido: menos ambicioso en su representatividad, pero más ágil y posibilista. 

Estricto sensu, gran parte de lo que actualmente llamamos multilateralismo sería en realidad minilateral, porque en la práctica muy pocos foros multilaterales son del todo globales. Pero en honor a la verdad, lo que en realidad caracteriza al minilateralismo es la intencionalidad de partida de sacrificar la voluntad universalista que tradicionalmente alimenta al multilateralismo en aras de una supuesta mayor eficiencia. También vendría marcado por una serie de intereses compartidos que es la que aglutina a los países en un grupo concreto. Aunque autores como Stewart Patrick, Bhubhindar Singh o Sara Teo han señalado que el minilateralismo se caracteriza por un carácter más flexible, no hay que caer en el error de asociarlo con una mayor informalidad. En el fondo, el funcionamiento es similar al del multilateralismo, si bien el menor número de actores facilitaría teóricamente la toma de decisiones y la consecución de objetivos al reducir los costes transaccionales. 

La lógica es sencilla: cuantos menos miembros seamos, más fácil nos será ponernos de acuerdo. Y si además trabajamos en temáticas que claramente nos preocupan, es probable que ya de partida haya una cierta convergencia de valores e intereses –el famoso likemindedness al que tanto se alude en Relaciones Internacionales. Con estos ingredientes, todo apunta a que permitiría alcanzar resultados palpables, en especial en contextos como el actual, poco proclives a la colaboración internacional.

Un concepto con una dilatada trayectoria

El concepto del minilateralismo no es nuevo. De hecho, se podría decir que siempre ha existido, y ha sido un motor del propio multilateralismo. Por ejemplo, el sistema multilateral de postguerra, con Naciones Unidas y las instituciones de Bretton Woods en su centro, fue el producto de un impulso “minilateral” capitaneado por Estados Unidos y sus aliados durante la Segunda Guerra Mundial, que terminaría universalizándose. 

Dicho esto, la primera vez que el minilateralismo estuvo en boga fue hace 15 años, gracias a su popularización a partir de un clarividente artículo de Moisés Naim en Foreign Policy, influyente revista de la que era por aquel entonces editor. Naim elaboraba sobre un concepto ya esbozado a principios de los 90 por académicos como Miles Kahler, quienes en un momento muy fructífero para la reflexión sobre gobernanza global aludían a las múltiples formas y variantes que podía adoptar el multilateralismo, dado que la descolonización había aumentado significativamente el número de Estados y complicado las negociaciones internacionales. También era evidente la necesidad de adaptar las instituciones internacionales a una nueva realidad que poco tenía que ver con el mundo de postguerra ni de la recientemente concluida Guerra Fría.

En su pieza, Naim se refería a la parálisis que por aquel entonces vivía el sistema multilateral, marcado aún por la división provocada por la respuesta estadounidense al 11S y la Guerra de Irak y la todavía presente financiera de 2008. Aludía a la incapacidad del sistema de gobernanza global de renovarse significativamente más allá de la adopción de los Objetivos de Desarrollo del Milenio en 2000, mostrando las limitaciones del multilateralismo para hacer avanzar la agenda de cooperación internacional. 

Mujer caminando frente a un grafiti con el logo de la cumbre del G20 en Nueva Delhi, India. (Kabir Jhangiani/Getty Images)

Según aquel artículo, era el momento del minilateralismo: “traer a la mesa al menor número de países necesario para tener el mayor impacto en la resolución de un problema particular”. El número mágico para Naim era el 20: los miembros del G20, que había demostrado su capacidad para abortar un colapso del sistema financiero internacional unos meses antes. Y la lógica era poderosa: ¿por qué perder tiempo poniendo de acuerdo a cerca de 200 países de lo más diverso, cuando tan sólo una veintena totalizaban el 85% de la economía mundial y el 75% de las emisiones globales? Con algunos ajustes en la membresía, el número de potencias nucleares también se ceñiría a poco más de veinte, permitiendo una coordinación más sencilla en un área tan vital para la seguridad planetaria como era la proliferación nuclear.

¿Cómo ha evolucionado el minilateralismo en los últimos años?

Pese a la euforia de Moisés Naim y de otros autores, lo cierto es que los años inmediatamente posteriores terminaron caracterizándose por un relativo resurgir del multilateralismo con mayúsculas. Si bien es cierto que algunas de las tendencias que han marcado el devenir reciente de las relaciones internacionales ya se venían fraguando durante ese período —consolidación de China como gran potencia, paulatino alejamiento de Rusia, división en el seno de la UE, erosión de las democracias liberales— no es menos cierto que 2015 supuso la culminación de importantes procesos plenamente multilaterales como la adopción de la Agenda 2030 y los ODS, el Acuerdo de París sobre Cambio Climático y los importantes avances en materia de colaboración fiscal internacional impulsados por la OCDE. Pese a sus fracasos y frustraciones, un presidente decididamente multilateralista como fue Barack Obama dejó su impronta en esa época, certificando lo esencial que es el hecho de que el hegemón actúe como catalizador para que el multilateralismo prospere.

Pero aquel 2015 no fue sino el canto del cisne antes de la debacle que vendría en 2016 y años posteriores: Brexit, la elección de Donald Trump, la creciente guerra comercial… Nuevamente, el minilateralismo se perfilaba como la receta más poderosa para superar una situación de bloqueo internacional en la que la principal potencia se erigía una vez más en uno de los principales detractores de la cooperación multilateral, como ya había ocurrido a comienzos de siglo durante la presidencia de George W. Bush. Volvía la noción de que cualquier progreso en la agenda internacional sólo sería viable a partir de geometrías más reducidas.

La segunda mitad de la pasada década estuvo otra vez marcada por la fuerte percepción de que el multilateralismo estaba agotado y era necesario abordar urgentemente su reforma. La proliferación de acuerdos de índole regional presagiaba un nuevo auge del minilateralismo. También lo hacía la evidencia de que para combatir grandes retos como el cambio climático con un presidente negacionista en la Casa Blanca, era necesario recurrir no ya sólo a coaliciones de países, sino de actores subnacionales como las ciudades, que dentro del propio Estados Unidos enarbolaron la bandera de la resistencia ante el giro exhibido por el gobierno federal. Se podría aducir que la creciente polarización en el seno de las democracias ha venido actuando como acicate de la fragmentación que observamos en el espacio multilateral. 

La pandemia no ha hecho sino acelerar esta tendencia. Lejos de unir al planeta en la lucha contra un enemigo no humano como es el virus de la Covid-19, lo cierto es que las fracturas se han profundizado: primaron las acusaciones cruzadas; triunfó el sálvese quien pueda; y los países antepusieron sus intereses particulares sobre la solidaridad colectiva, como demuestra la gestión de las vacunas. El shock que han sufrido las cadenas globales de suministro ha reforzado la sensación de vulnerabilidad, priorizando la preocupación por la seguridad frente a la apertura económica. Se han afianzado conceptos como la resiliencia y la autonomía estratégica que, por mucho que se maquillen con adjetivos, no ocultan un cambio de tendencia menos proclive al aperturismo, la interdependencia y la colaboración a escala global. Por ello, cobran vigencia términos como el reshoring, el nearshoring o su último correlato, el friendshoring

La Guerra de Ucrania refuerza aún más esta tendencia y la transpone desde el ámbito económico y comercial al resto de dimensiones que vertebran las relaciones internacionales: la geopolítica, la seguridad y la defensa, la energía, la tecnología… La creciente rivalidad entre EE UU y China es sin duda la gran fuerza de fondo que anima esta tendencia.

Las cuatro grandes dinámicas 

Todo este panorama parece abonar el terreno al minilateralismo: vivimos en un mundo crecientemente marcado por la rivalidad y la desconfianza mutua, en el que como mucho la cooperación internacional sólo puede aspirar a las geometrías variables y a los números mágicos. En este contexto, podríamos identificar cuatro grandes dinámicas que podrían hacer el minilateralismo más vigente en los años venideros: temáticas, geografías, intereses y poder. 

Con relación a las temáticas, la lógica es sencilla: la creciente complejidad de la agenda internacional hace con frecuencia más operativo segmentar la misma en diferentes áreas, que no necesariamente implican por igual a todos los países. Surgen así coaliciones, de carácter más o menos formal, en torno a diferentes cuestiones. Esta dinámica no es nueva, pero es probable que cobre mayor relevancia en un escenario en el que no todos los países están dispuestos a defender las mismas causas, y con la misma intensidad. Vemos un ejemplo claro en cuestiones como el avance de las políticas de igualdad, defensa de los derechos LGTBIQ+, abolición de la pena de muerte o campañas más recientes como el establecimiento de una Corte Internacional Anticorrupción. Evocan el camino recorrido no hace tanto con el Estatuto de Roma y el establecimiento de la Corte Penal Internacional o la adopción de la Responsabilidad de Proteger, que tuvieron en foros minilaterales su punto de partida. 

Más allá de las grandes agendas temáticas, el minilateralismo ha sido con frecuencia una herramienta útil para responder a situaciones concretas, como por ejemplo las que planteaban crisis internacionales en las que un grupo de países ofrecía un marco más íntimo de negociación. Lo hemos visto en procesos de paz, como el celebrado Grupo de Contadora en los 80 para responder a la crisis centroamericana, los 6 Party Talks con Corea del Norte en la década de 2000 o el JCPOA entre Irán y los 5 miembros permanente del Consejo de Seguridad y Alemania en años recientes. Es probable que tarde o temprano veamos formatos similares para poner fin a algunos de los grandes conflictos que ahora vivimos. La emergencia de temáticas cada vez más complejas, relacionadas con la revolución tecnológica (digitalización, inteligencia artificial, etcétera) también dará pie con bastante probabilidad a diferentes geometrías minilaterales. 

La segunda dimensión, la geográfica, es quizás la más evidente: el minilateralismo se ha visto tradicionalmente alimentado por el regionalismo. Los foros de carácter regional se han multiplicado en época reciente, y todo apunta a que lo seguirán haciendo. Son varios los artículos que resaltan el papel de Asia como especial caldo de cultivo de recientes iniciativas de esta naturaleza, en buena parte como consecuencia de la rivalidad geoestratégica y la presencia de grandes potencias que se disputan la hegemonía en el continente: China, India, Japón y el propio Estados Unidos. Aarshi Tirkey, de la Observer Research Foundation, ha hecho una interesante catalogación de nuevas iniciativas minilaterales surgidas en la región entre 2016 y 2021, documentando hasta nueve en el ámbito de la seguridad y la defensa (más allá del famoso QUAD o del aún más reciente AUKUS), ocho en materia de infraestructuras y tres en el ámbito económico. 

El Ministro de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación de España, José Manuel Albares, y el Presidente de la Comunidad Económica de los Estados de África Occidental (ECOWAS), James Victor Gbeho, posan para foto conjunta tras la reunión en la sede del ECOWAS en Abuja, Nigeria. (David Zorrakino/Getty Images)

Pero la tendencia es extrapolable a cualquier otra zona del planeta. Por ejemplo, en África se vienen reafirmando ya desde hace tiempo potentes foros subregionales, como ECOWAS y su papel clave en operaciones de mantenimiento de paz o SADC en el sur del continente. Lo propio cabe decir de América Latina, donde la fuerte división ideológica de las últimas décadas y los vaivenes políticos han dado pie a múltiples foros minilaterales, como demostraron las sucesivas creaciones de Unasur y de la Alianza del Pacífico. La propia Europa tampoco escapa a esta dinámica, con la creciente importancia de bloques más o menos formales en su seno, desde el grupo Visegrado a los países del sur o los llamados "frugales". 

La tercera fuerza se refiere a intereses compartidos, sin duda un motor tradicional del minilateralismo porque opera como pegamento para la convergencia entre grupos de países específicos, muchas veces en el seno de marcos multilaterales más amplios. El G77 es un ejemplo tradicional de ello. En época reciente hemos asistido a una aceleración de este fenómeno. Por ejemplo, en materia de lucha contra el cambio climático hemos visto como los llamados SIDS (Small Island Development States) han ido constituyendo un grupo con una creciente voz y coordinación de sus políticas en foros más amplios, unidos por el riesgo que enfrentan en materia de subida del nivel de los océanos. Observamos algo parecido con los LLDCs (Landlocked Developing Countries) o el llamado grupo MIKTA (México, Indonesia, Corea del Sur, Turquía y Australia), países cuya singularidad les lleva a converger en determinadas cuestiones y con diferentes grados de formalización.

En el fondo, la lógica de intereses compartidos es mucho más amplia, y responde al tradicional concepto de afinidad o likemindedness que ya hemos comentado. La cuestión es que, en un contexto de polarización global, la proximidad, ya sea ideológica o en materia de preocupaciones compartidas, se verá seguramente reforzada. Es algo que ya viene aflorando en los últimos años en organismos internacionales de membresía limitada, como la OCDE, que tradicionalmente ha sido un buen ejemplo de cómo el minilateralismo puede ser una efectiva incubadora de principios, agendas, derecho blando y estándares que paulatinamente se van extendiendo a un mayor número de países. 

Por último, la cuarta fuerza se refiere netamente a una lógica de poder, que es quizás la que a lo largo de los años ha tenido un mayor impacto en materia de reforma formal de la gobernanza global. Foros como el G7, el G20 o los BRICS se caracterizan principalmente por el elemento cohesionador que supone el poder y peso específico de sus miembros y la enorme influencia y tracción movilizadora que tienen cuando son capaces de impulsar agendas y acciones concretas. Este tipo de grupos son la quintaesencia del minilateralismo si atendemos a esa razón del número reducido y la maximización del impacto que señalaba Naim, y que el G20 evidenció en la crisis de 2008. Todo parece indicar que nos dirigimos a un orden cada vez más marcado por la dicotomía G7-BRICS, con Washington y Pekín como polo de cada uno de los grupos, y con el G20 como gran arena intermedia en la que puede que sea cada vez más difícil alcanzar acuerdos. 

Los cinco grandes retos 

Pese a estas dinámicas que lo impulsan, no podemos olvidar las propias limitaciones del modelo minilateral y que plantean un desafío para que su progreso sea más firme de lo que se espera. Destacaremos brevemente cinco de ellas: legitimidad, longevidad, gobernanza, inclusión y lógica.  

La legitimidad es la limitación más evidente del minilateralismo: su renuncia a la universalidad le resta buena parte del gravitas que tradicionalmente asociamos a las instituciones y acuerdos multilaterales, que en teoría representan al conjunto de la comunidad internacional y gozan de su respaldo. Algunos autores señalan que la legitimidad no la confiere necesariamente la representatividad, sino la capacidad de producir resultados, y ahí es donde señalan que reside la fortaleza del minilateralismo. Pero por otra parte, las voces críticas lo asocian con el peligro de un multilateralismo selectivo y a la carta, en especial por parte de las grandes potencias, que termine restando credibilidad y vigencia al sistema internacional. En este sentido, va a ser clave qué espacio le confiere la propia Naciones Unidas al minilateralismo como complemento a su actividad y como potencial aliado para impulsar sus agendas. Será interesante ver cómo lo aborda el Grupo de Alto Nivel sobre Multilateralismo Efectivo establecido por el Secretario General Guterres y cuyo informe alimentará la Cumbre sobre el Futuro que se celebrará en septiembre de 2024.

El segundo reto lo plantea la longevidad de este tipo de foros. La naturaleza más ad hoc y circunscrita del minilateralismo le hace inherentemente más coyuntural, al tiempo que más sensible a los ciclos políticos nacionales. La simplificación en el número de actores también genera una mayor dependencia de cada uno de ellos, de tal manera que un cambio de gobierno en cualquier capital de turno puede no sólo debilitar el impulso de alianzas y proyectos, sino acabar con ellos. La receta ante este desafío radica en una mayor formalización, pero al mismo tiempo ello puede detraer parte de la flexibilidad y agilidad que muchas veces se esgrime como ventaja. En este frente, el multilateralismo más amplio se muestra por lo general más resiliente y duradero.

En esta misma línea, un tercer desafío al que se enfrenta también el minilateralismo es el de su gobernanza y la creación de mecanismos que garanticen su funcionamiento. Algunas iniciativas minilaterales han seguido el modelo de los organismos internacionales tradicionales y han creado secretariados permanentes y esquemas de gestión y administración más elaborados. Pero muchas de ellas confían en mecanismos más laxos, que pivotan por lo general sobre la intergubernamentalidad y las secretarías pro tempore. El interesante mecanismo de sherpas presidenciales y tracks sobre el que se organiza el G20, por ejemplo, es un producto original de la gobernanza minilateral. Como se señaló antes, el minilateralismo no está para nada abocado a una mayor informalidad, pero muchos foros de este tipo, presentes y futuros, tendrán que dirimir la cuestión de su gobernanza. Quizás veamos propuestas originales en este sentido en los próximos años.

El Ministro de Asuntos Exteriores y Cooperación Internacional de Marruecos, Nasser Bourita, el Secretario General de Naciones Unidas, Antonio Guterres, el Representante Especial del Secretario de Naciones Unidas para la Migración Internacional, Louise Arbour, y la Presidenta de la Asamblea General, María Fernanda Espinosa Gerces, llegan a la apertura de la sesión de Conferencia de Naciones Unidas para la Migración en Marrakesh, Marruecos. (Andre Larsson/Getty Images)

Relacionado con la gobernanza, el cuarto aspecto que marcará el futuro del minilateralismo será el de la inclusión: su capacidad de incorporar voces y actores que transciendan el tradicional monopolio de este tipo de foro por parte de los gobiernos. Este reto se viene señalando desde hace tiempo para los grandes foros multilaterales, y ha dado pie a múltiples apuestas por establecer espacios de diálogo con el sector privado y la sociedad civil. Buenos ejemplos, en el seno de la propia Naciones Unidas, fueron la creación del Global Compact o el impulso de la gobernanza multipartes (multistakeholderism) en toda la agenda medioambiental y climática, desde la Cumbre de Río. Más recientemente se alude al llamado multilateralismo en red (networked multilteralism) no sólo para traer a otras voces a la mesa, sino para ligar mejor minilateralismo y multilateralismo. Dirimir con inteligencia y audacia el desafío de la inclusión podría ayudar a los foros minilaterales a corregir su déficit de legitimidad de partida.

Por último, un quinto reto que determinará el futuro del minilateralismo será la propia lógica que lo anime, en especial en un contexto de rivalidad global. La triste realidad es que el minilateralismo se está alimentando cada vez más a partir de la oposición a otro país o conjunto de Estados concretos. Es lo que observamos cada vez más en el continente asiático, con grupos cuyo elemento vertebrador lo constituye la oposición o bien a China o bien a EE UU. Y obviamente esta lógica va en contra del propio principio multilateral: lejos de plantear el minilateralismo como aliado en la construcción de la gobernanza global, en el fondo alimenta una mayor fragmentación del orden internacional.

¿Qué cabe esperar en los próximos años?

Todo parece apuntar, pues, hacia un auge del minilateralismo en el futuro más próximo. Quizás uno más fragmentado y competitivo, como respuesta a una época en la que el nivel de confrontación global es poco proclive a permitir alcanzar grandes acuerdos globales. La clave va a radicar en qué tipo de minilateralismo cobra protagonismo: uno atomizante y de aliento bilateralista, que en el fondo encubre luchas geopolíticas y aboca a una política de bloques, o uno instrumental y de aliento multilateralista, que desde el posibilismo ofrezca una provisional tabla de salvación a la gobernanza global hasta que soplen mejores tiempos para el multilateralismo universalista. 

Si nos atenemos a la evidencia, es la primera opción la que viene cobrando fuerza. Pero mantengamos la esperanza de que sea la segunda modalidad la que acabe imponiéndose. De ser así, el minilateralismo podría ofrecer dos vías particularmente fructíferas de apoyo al multilateralismo en el corto plazo. De una parte, podría actuar como catalizador de procesos de integración supranacional, como ya lo fue en el pasado. No debemos olvidar que la propia UE surgió a partir de geometrías más limitadas, que fueron evolucionando desde el Benelux y de la Comunidad Económica del Carbón y del Acero al Tratado de Roma, y que gradualmente han ido incorporando a nuevos países a su espacio de convergencia. Quizás veamos avances en este sentido en continentes como América Latina (CELAC) y África (UA).

Por otro lado, en un mundo rápidamente cambiante y con retos globales cada vez más complejos, el minilateralismo puede ofrecer nuevamente un espacio de vanguardia, ofreciendo lo que en la jerga internacional se denomina pathfinding: abrir caminos entre países más afines y dispuestos a actuar en áreas donde no hay consenso, para poder eventualmente socializar a mayor escala los principios o directrices impulsados por ellos. La gobernanza de una tecnología que progresa a enorme velocidad y que nos desborda nos lo exige. 

Sea como fuere, oiremos hablar mucho del minilateralismo en los años que vienen. Dependerá de nosotros que no sea negativo, como signo de claudicación ante la imposibilidad de alcanzar acuerdos globales o fragmentando la gobernanza global y haciéndola más compleja. Dependerá de nosotros que sea propositivo y constructivo: un vehículo útil para sortear esta travesía del desierto multilateral hasta que vengan tiempos mejores.