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Científicos y astronautas de Emiratos Árabes Unidos durante la ceremonia de la Misión Marte en Dubai. (KARIM SAHIB/AFP/Getty Images)

¿Están trabajando en la actualidad los países y científicos árabes en el campo de la ciencia del espacio? 

Space Science and the Arab World: Astronauts, Observatories and Nationalism in the Middle East

Jörg Matthias Determann

I.B. Tauris, 2018

Un breve cuento publicado en Libia en 1993 narra la historia de un hombre que logró viajar a la luna y que, una vez allí, no encontró nada. Cuando volvió a casa, el astronauta se dio cuenta de que sus cualidades como explorador espacial no le servían en la Tierra, por lo que no consiguió trabajo y, hundido en una crisis existencial, decidió quitarse la vida.

El autor de la trágica historia, titulada El suicidio del astronauta, no es otro que el dictador libio Muamar al Gadafi que, en una más de sus estridentes moralejas, parecía sugerir a sus adeptos que invertir en explorar el espacio es poco más que una pérdida de tiempo.

Por suerte, no todos los contemporáneos de Gadafi en el mundo árabe piensan como él. Y es, precisamente, en torno a quienes no lo hacen sobre los que orbita Las ciencias del espacio y el mundo árabe, el último libro del académico Jörg Matthias Determann.

La originalidad de la obra de Determann yace tanto en el tema, poco habitual al escribir sobre el mundo árabe, como en su marco temporal. El autor se aleja de la holgadamente abordada Edad de Oro científica en el mundo islámico -referida al periodo previo al Renacimiento europeo y sobre cuyos cimientos se basó éste último-, para centrarse en lo que la literatura árabe suele considerar como su al-nahda (el Renacimiento); una etapa que arrancó en el siglo XIX cerrando la fase de decadencia que siguió a la época dorada.

Para el académico, las ciencias del espacio en el mundo árabe actual deben entenderse como parte integral de la ciencia moderna global y no como una continuación aislada de un apogeo científico de hace siglos. Eso no solo se debe, arguye, a las nuevas tecnologías e instituciones, sino, sobre todo, a la aparición de nuevas ideologías.

En concreto, Determann defiende que nacionalismo y cosmopolitismo han sido las fuerzas que han estimulado y dado forma a las ciencias del espacio modernas en el mundo árabe. Y es en probar este argumento donde invierte sus cerca de 200 páginas, en las que combina historia, personajes e instituciones clave y unas anécdotas que amenizan la lectura.

El nacionalismo, entendido aquí como un movimiento preocupado primordialmente por cuestiones de poder, soberanía y seguridad, ha alentado proyectos espaciales enfocados a proteger y fortalecer a los Estados árabes. El ejemplo paradigmático en este caso es el desarrollo de cohetes por su potencial uso militar (y disuasorio) y el progreso tecnológico que implican. Los programas de misiles avanzados en el Egipto de Nasser o el Irak de Sadam Husein dan buena cuenta de ello.

Al mismo tiempo, el nacionalismo también ha contribuido, según Determann, a impulsar la formación de científicos locales para aumentar las capacidades de la nación. Prueba de ello fue el ingeniero egipcio Reda Madwar, quien en los años veinte fue enviado por su gobierno a Edimburgo con el fin de doctorarse en Astronomía, volvió a Egipto como residente en el Observatorio de Helwan y, en 1934, asumió su dirección en detrimento de los británicos. Acto seguido, Madwar fue nombrado profesor en la Universidad de Egipto con objeto de formar a las siguientes generaciones de astrónomos locales.

De forma paralela, la colaboración en la esfera transnacional y global, en especial a través de Naciones Unidas, así como la movilidad de los científicos por cuestiones laborales y educativas, ponen de relieve que el cosmopolitismo, interesado en trascender las lógicas nacionales, ha ayudado también a propulsar las ciencias del espacio en el mundo árabe.

Por tanto, la clave de la obra de Determann radica en que el nacionalismo y el cosmopolitismo no serían fuerzas opuestas, sino tendencias que cohabitan y que, conjuntamente, explican el estado de las ciencias del espacio en la región.

Esta convergencia, no obstante, no se produce sin tensiones. Por un lado, porque lejos de estar basada en un espíritu cosmopolita, la relación entre astrónomos occidentales y sus colegas árabes en el siglo XIX era fuertemente desigual, como el propio autor apunta cuando escribe que los primeros “dependían de redes logísticas coloniales”.

Asimismo, la entrada en juego de tres actores distintos (científicos, instituciones y gobiernos) provoca que el compromiso de cada uno con los valores nacionalistas y cosmopolitas varíe. Y aunque, si bien es cierto, que en todos los casos son tendencias que cohabitan, el espíritu cosmopolita está mucho más presente entre científicos a título individual que entre gobiernos, que tienden hacia posturas más nacionalistas.

Uno de los aspectos más interesantes que trata el libro son los puntos que se encuentran en el camino entre lo nacional y lo global. Uno de ellos es el papel del ideal panárabe, ya que, si bien podría haberse traducido en una agencia espacial regional al estilo de su análoga europea, en la práctica no consigue unir más que el imaginario colectivo. Así, intentos como la Organización Árabe para la Industrialización o la Unión Árabe para la Astronomía y las Ciencias del Espacio han acabado siendo proyectos prácticamente nacionales y sin capacidad para promover el sector.

El único fruto exitoso, efímeramente, que dio esta unión árabe fue la llamada Arabsat, una organización liderada desde el Golfo que aspiraba a desarrollar satélites árabes para dejar de depender de los producidos en Occidente. En total, Arabsat ha lanzado seis satélites.

Es también significativo el papel de la religión. En algunos casos, observa Determann, ésta ha actuado de freno para las ciencias del espacio, como cuando personajes como el director de la Universidad de Medina, Abdulaziz Ibn Baz, defendía, aún en 1966, el geocentrismo. En cambio en otros, la religión ha supuesto un empuje, como muestra la decisión del Gobierno egipcio de destinar más fondos al Observatorio de Helwan dado que permite calcular las horas del rezo o las fechas del calendario islámico.

Particularmente singulares resultan los intentos de los propios científicos por combinar su labor con la religión. En El Universo y sus secretos en los versos del Corán, publicado en el año 2000, el astrónomo Hamid al Naimy pasa a números algunas informaciones que aparecen en el libro sagrado para calcular la distancia entre la Tierra y el trono de Dios, teniendo en cuenta que éste debería encontrarse por encima de un hipotético séptimo cielo. (Spoiler: según los cálculos del iraquí, la distancia es de 7,6665 x 102 kilómetros).

Otra aportación notable de Las ciencias del espacio y el mundo árabe es dar a conocer, sobre todo a partir de su segunda mitad, a las grandes figuras del mundo árabe en este campo. En una entrevista con The Atlantic el pasado mes de junio, Determann señalaba que “la mayoría de la gente sería capaz de nombrar a un terrorista árabe, pero no a un científico árabe [moderno]”. Es este otro vacío que el autor viene a cubrir.

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Un ingeniero presenta los uniformes de astronautas de la Agencia Espacial de EAU. (AFP/Getty Images)

El egipcio Farouk al Baz es una de estas figuras. Aunque geólogo de formación, Al Baz participó en el programa Apollo, el tercer proyecto de vuelos espaciales humanos de la NASA, que consiguió llevar a los primeros a la Luna. Su caso es el primero que aparece realmente ilustrativo de la convergencia entre un orgullo nacional, que le llevó a ser asesor científico de Anwar el Sadat, y uno cosmopolita, durante su larga estancia en Estados Unidos. Tanto es así que, en los 70, logró que aceptasen llamar ‘al-Qahira’ (‘El conquistador’) a un valle de Marte, en honor a la ciudad de El Cairo y al propio planeta, del que la capital egipcia toma el nombre (en árabe, Marte era conocido como Najm al-Qahir, ‘la estrella conquistadora’).

Con el permiso de Al Baz, el árabe más famoso en las ciencias del espacio es sin duda el saudí Sultán bin Salman (hermano del príncipe heredero Mohamed bin Salman), quien en 1985 se convirtió en el primer árabe, el primer musulmán y el primer miembro de una familia real en volar al espacio, concretamente en la primera misión de la NASA con dos astronautas no estadounidenses a bordo. También aquí resulta entretenida la tensión que deriva de la mezcla entre lo nacional y lo global: a pesar de lo americanizado que estaba Sultán, la NASA invitó antes de la misión a un representante de la compañía petrolera Aramco para darle a la tripulación un curso en cultura saudí; un gesto que Sultán aprovechó la primera vez que estuvo ante ellos para decirles que había dejado a su camello esperando fuera.

Aparte de Al Baz y de Sultán, otras figuras como Essam Heggy, uno de los astrónomos egipcios más importantes de la generación más joven, o Mohamed Fares, un piloto de Alepo que en 1985 se convirtió en el segundo árabe en volar al espacio, también se ganan un sitio. Ambos ilustran una vez más la fricción entre su contexto nacional y su prestigio global, aunque en este caso con resultados más amargos. Actualmente, Heggy reside en Estados Unidos, enemistado con el todopoderoso ejército egipcio; y Fares escapó de su ciudad natal con la ayuda del Ejército Libre Sirio para refugiarse en Turquía, ya que era contrario al régimen de Bashar al Asad.

La presente situación de las ciencias del espacio en la región, sin embargo, ha cambiado desde los tiempos de Al Baz. En la actualidad, expone Determann, su centro se ha desplazado desde Egipto y el Levante hacia el Golfo y la inestabilidad regional desatada con la Primavera Árabe, así como la decadencia de organizaciones como la Liga Árabe, han hecho que el individualismo por parte de los Estados sea aún más pronunciado. Esta cuestión, con la mirada puesta en el futuro, es la que el autor se reserva para el final.

En estos momentos, quien lidera el campo son los Emiratos Árabes Unidos. Abu Dabi ya ha puesto en órbita tres satélites (Dubái-1, Dubái-2 y KhalifaSat), y sus aspiraciones van mucho más allá. Así, los Emiratos anhelan lanzar la sonda al-Amal (Esperanza) en 2020, coincidiendo con la Expo de Dubai y alcanzar Marte en 2021, en el 50 aniversario del Estado. Por si todo ello no fuera suficiente, Abu Dabi también ha puesto en marcha el proyecto Marte 2117 con el sueño de construir para aquel entonces una ciudad en Marte.

Asimismo, son los Emiratos los que acompañan a Argelia en una de las únicas experiencias de cooperación en la materia en la esfera regional, lo que, para algunos como Determann, allana de algún modo el camino para una colaboración más amplia en el futuro.

Otros países del Golfo, como Qatar, también se han situado mundialmente en la vanguardia de las ciencias del espacio en ámbitos como la búsqueda de planetas extrasolares y, aunque a su ritmo, Estados como el egipcio no se olvidan de ellas, como demuestra que el presidente Abdel Fatah al Sisi aprobara en 2018 el establecimiento de una agencia espacial.

Las ciencias del espacio y el mundo árabe es un buen recordatorio de que, para entender mejor lo que sucede en el mundo árabe, no solo se debe atender a lo que sus Estados están haciendo en la tierra, sino también a lo que están llevando a cabo en el espacio. Pero, ante todo, el de Determann es un canto humilde al optimismo frente al habitual enfoque desfavorable de la región. Los científicos árabes no son ningún vago recuerdo de hace siglos, borrados por dictadores y fundamentalistas. Los científicos árabes, como la física Ilham al Qaradawi y el qatarí Khalid al Subai, forman parte de su presente y futuro.