Una clase de primaria en Handan, China. (STR/AFP/Getty Images)

Lenora Chu explica en Little Soldiers las virtudes y defectos de la educación tradicional china, en contraste con la pedagogía progre que cada vez gana más adeptos en Occidente.

Little Soldiers An American Boy, a Chinese School, and the Global Race to Achieve

Lenora Chu

Harper Collins Publishers, 2017

Cuando Lenora Chu, su marido y su hijo Rainey -de tres años- llegaron a Shanghái, tenían dos opciones educativas muy diferentes. La primera eran las escuelas progres llevadas por extranjeros, que ponían los deseos de los niños por encima de la autoridad de los profesores, prohibían los castigos y creían que aprender matemáticas no importaba demasiado. Las escuelas chinas, por otro lado, promovían una obediencia total al maestro, una normativa igualitaria y rígida, y la dedicación de horas y horas a la memorización y al estudio. Chu -con bastantes dudas- escogió las segundas. En la primera semana de colegio, su hijo Rainey le contó que la profesora le había obligado a comer un huevo -su alimento más odiado- en la hora de la comida. Lo había escupido y, a pesar de ello, la maestra se lo había vuelto a meter en la boca hasta que se lo tragó. Indignada, Chu fue a ver a la profesora de su hijo, para preguntarle si toda esta historia de la comida a la fuerza era verdad. La maestra le dijo que sí. Chu le contó que en Estados Unidos no utilizaban esos métodos, sino que trataban de explicarle a los niños que comer huevo era importante para su nutrición: “los motivamos para que escojan comer huevos”. “¿Y funciona?”, le preguntó la maestra. “Bueno, no siempre…”, admitió ella. Al cabo de unas semanas, Chu vio cómo su hijo comía los huevos que ella preparaba para cenar sin soltar ninguna queja. Incluso parecía que les había cogido cierto gusto. Los métodos de la escuela china no eran los más políticamente correctos, pero sí los más efectivos.

Lenora Chu explica esta y otras anécdotas en su magnífico libro Little Soldiers, una obra sobre pedagogía muy bien documentada, explicada a través de una narrativa periodística que combina humor con rigor. El caso de Chu es interesante, ya que se trata de una estadounidense hija de inmigrantes chinos, que creció entre el individualismo americano de su entorno y el autoritarismo confuciano de sus padres. Su hijo Rainey experimenta lo opuesto: padres progresistas americanos que deciden criar a su hijo en una rigurosa escuela china de élite, centros que suelen tener nombres como “Sabiduría Primero”, “Sacrificio es oro” o “Mejores Matemáticas del Mundo” -en contraste, por ejemplo, con la guardería occidental a la que antes iba Rainey, llamada “Niños Felices”-.

La escuela tradicional china es casi todo lo contrario de lo que recomiendan los pedagogos progres occidentales. La autoridad y el respeto hacia el profesor es total, tanto de los alumnos como de los padres. Es un reconocimiento intrincado en la sociedad: China es el país donde más padres recomendarían a su hijo hacerse profesor (a pesar de los malos salarios), explica Chu. Esta autoridad va acompañada de muchas normas -por ejemplo, los alumnos han de estar siempre correctamente sentados, y sólo pueden ir al baño o beber agua en horarios establecidos-. También se usan amenazas y gritos sin ningún remordimiento, si son necesarios. El primer día de escuela -cuenta la autora- cuando los niños lloran sin parar, los profesores no paran de gritarles y amenazarles que “sus padres no les van a venir a buscar nunca”, o que “se los va a llevar la policía” si no detienen sus lágrimas y se sientan en sus sillas. Lo que en muchas escuelas occidentales se consideraría traumático o incluso denunciable, en China es el pan de cada día. Todos los niños deben cumplir las normas sin excepciones. A pesar de las reticencias y enfados iniciales de la autora, acaba descubriendo dos cosas: que su hijo es mucho más fuerte a las situaciones adversas de lo que cree (aunque le amenacen de vez en cuando), y que las rígidas normas no lo han hecho un niño menos feliz o curioso, sino simplemente más organizado, puntual y respetuoso.

Chu también constata que los padres chinos están mucho más implicados en la educación de sus hijos que los occidentales. La presencia de progenitores o abuelos durante los deberes de los hijos se da por sentada, y los maestros no paran de enviar mensajes de Wechat (el Whatsapp chino) con un montón de tareas e instrucciones, que los padres cumplen a rajatabla. Los hijos deben tener su propio pupitre para hacer los deberes en casa, y no usar simplemente la mesa de la cocina o el comedor (lo que simboliza la importancia que se da al trabajo fuera de la escuela). La relación familia-colegio también se educa dentro de las aulas: Chu explica -por ejemplo- la jornada en la que las escuelas hacen “el día de los abuelos”, en la que los niños traen a sus mayores al colegio, les hacen masajes durante toda la mañana y alaban el “duro trabajo” que han realizado durante toda su vida. El respeto a los mayores -la clásica “piedad filial” confuciana- es algo que también aprenden desde pequeños.

La autora desmonta varios mitos sobre la escuela china, que suele caricaturizarse como una fábrica de robots sin motivaciones ni creatividad. En primer lugar, destaca la importancia de las matemáticas en el sistema chino, y explica por qué tienen mejores resultados que en la escuelas occidentales. No es un tema secundario: las habilidades matemáticas en edades tempranas son el “factor más importante” para predecir el éxito académico futuro (además de mayores ingresos en el mercado laboral). ¿Por qué en el caso chino aprenden mucho mejor? Dejando de lado la valoración nacional que tienen las matemáticas (muchos abuelos chinos enseñan a contar a sus nietos desde pequeños), hay dos factores esenciales. El primero es el modelo de clase: los profesores de matemáticas chinos (además de estar especializados, no como muchos profesores de primaria occidentales, que dan tanto ciencias como literatura) realizan clases con muchos alumnos, centradas en la figura del profesor y en el conocimiento que transmite. Se realizan preguntas constantes y rápidas a los estudiantes, y hay resoluciones de problemas contrarreloj en los que los estudiantes compiten entre ellos. El profesor chino explica un concepto matemático y profundiza en su conocimiento; el maestro occidental, si algún alumno no entiende el concepto, busca otra manera de plantear el tema o presentarlo de manera más práctica (el problema con este método -explica Chu- es que los conceptos básicos quedan mucho menos asentados en la mente del alumno, y su desarrollo posterior es mucho menos sólido).

Pero uno de los factores clave más allá del método en el aula es la narrativa social: los chinos creen mucho más en el poder del esfuerzo que en el conocimiento innato. Mientras que a muchos niños occidentales que sacan malas notas se les excusa -“es que mi hijo no está hecho para las matemáticas”- a los jóvenes chinos se les critica -“no has estudiado suficiente”-. Como explica Chu: “La cultura china propaga la idea de que cualquier cosa que vale la pena conseguir requiere un esfuerzo serio y prolongado. (…) Hay una creencia intrínseca de que cualquier cosa es posible con trabajo duro, con chiku (comer amargo)”. Los estudios psicológicos apuntan que la visión china es mucho más estimulante para el desarrollo; en cambio, la estadounidense, con la preponderancia que se da al “talento” por encima del “esfuerzo”, supone un bloqueo desde edades tempranas. Las escuelas chinas enseñan que el aprendizaje es algo necesario que comporta “sufrimiento” y “malestar”, mientras que en Occidente se intenta presentar la escuela como algo “divertido y fácil” (el problema es cuando la realidad choca contra esas proclamas). Por eso asuntos aburridos como la memorización -esencial para activar la memoria a largo plazo que garantiza un “conocimiento real” sostenido- se asumen con mucha más facilidad en la escuela china. Y esto derriba otro mito: que las escuelas orientales matan la creatividad con sus métodos. En contra de la narrativa romántica del genio en el garaje como Bill Gates o Steve Jobs, casos muy excepcionales usados para criticar el sistema educativo tradicional, la relación entre conocimiento aprendido (con esfuerzo) y capacidad creativa están directamente relacionados: “No puedes pensar en algo que no conoces -explica Chu citando al pedagogo David Didau-, cuanto más conoces sobre un tema, más sofisticados se vuelven tus pensamientos sobre él”.

Durante el libro la autora también explica la cara negativa de la educación china. Hay una gran diferencia entre la China urbana y la rural, donde los alumnos tienen muchos menos recursos y oportunidades, y una gran masa de jóvenes está quedando atrás en el desarrollo colectivo del país. El adoctrinamiento patriótico es otro asunto peliagudo -precisamente el que más preocupaba a la autora-, ya que la escuela difunde constantemente eslóganes propagandísticos y hay temas que los alumnos tienen prohibido poner en duda (por ejemplo, casos tan ridículos como la interpretación de las obras de Shakespeare, en la que los alumnos outsiders que se salgan de la “narrativa oficial” son suspendidos).

Varias virtudes del sistema también tienen su lado oscuro: algunos profesores usan su respeto social para conseguir sobornos de los padres a cambio de ventajas ilegítimas para sus hijos. La cantidad de deberes y clases extraescolares (hay alumnos de tres años haciendo cursillos en administración de empresas), hacen que muchos niños chinos no tengan la oportunidad de aburrirse o disfrutar del aire libre, de descubrir cosas y tomar riesgos por ellos mismos más allá de lo que les marcan sus padres.

Aunque quizá el gran tema de debate es el gaokao, el examen nacional de acceso a la universidad, al que los estudiantes dedican inmensas horas de estudio, con el objetivo de conseguir una buena plaza en las mejores universidades del país, el principal camino al ascenso social. Es el eje en torno al que giran los estudios de secundaria chinos: todo el temario queda condicionado alrededor de esta prueba. Es un sistema meritocrático, pero que, a la vez, perjudica a los estudiantes rurales, que, aunque obtengan mejores notas, tienen menos plazas que los nacidos en ciudades para entrar en los centros de élite. Pese a todo, eliminar un método neutro como el gaokao podría suponer la proliferación de sobornos y corrupciones para acceder a la universidad. Es un tema de debate en las altas esferas políticas chinas, explica Chu. Al fin y al cabo, estas últimas décadas han sido una constante experimentación del Partido Comunista para buscar los mejores métodos -el caso claro es la economía- y convertir el país en una potencia. La educación china también sigue este camino.