El Presidente chino, Xi Jinping, y la Canciller alemana, Angela Merkel, en un encuentro bilateral en Berlín. Sean Gallup/Getty Images

La Unión Europea tiene un nuevo motivo de división y debate. Las multimillonarias inversiones y adquisiciones chinas en el bloque comunitario han empezado a exasperar a tres de sus miembros más poderosos, que exigen que se limiten cuanto antes. ¿Qué es lo que está ocurriendo y cuál podría ser la solución?

Era la crónica de una ira mucho más que anunciada. En verano, Alemania empezó a mostrar su enfado ante las compras masivas de algunas de sus empresas tecnológicas por parte de los capitales chinos. La gota que colmó el vaso fue, seguramente, la adquisición de la mayoría de las acciones del gigante de la robótica Kuka por parte de Midea en julio. El diario económico líder en Alemania, Handelsblatt, anticipó un mes después que la compra de una multinacional germana de envergadura mundial sería sólo cuestión de tiempo.

Para Berlín, lo peor de todo fue la impotencia. Habían intentado evitar la operación de Kuka sin éxito. Unieron fuerzas el influyente sindicato IG Metall y el vicecanciller y ministro de Economía, Sigmar Gabriel, que buscó una oferta alternativa entre las empresas que conocía, movilizó a la canciller Angela Merkel e implicó al comisario europeo para la Economía Digital, Günther Oettinger. Todo para nada.

Tres meses después de la compra de Kuka, en octubre, Alemania retiró la autorización de la adquisición de Aixtron, una firma de semiconductores, por parte de Fujian Grand Chip. Washington les había informado de que Pekín podría utilizar los productos de Aixtron para alimentar su programa nuclear. Era la excusa que necesitaban: las leyes sí que le permitían a Berlín limitar operaciones en las que se viese envuelta la ciberseguridad y el procesamiento de información clasificada. Haciendo una lectura expansiva, Aixtron encajaba en esa descripción.

Finales de octubre es el momento en el que todo escaló políticamente. Sigmar Gabriel criticó duramente a China en un artículo publicado en Die Welt justo antes de visitar el gigante asiático, que le propinó una recepción fría como respuesta, y el viceministro de Economía y su número dos, Matthias Machnig, hizo algo parecido con una entrevista en el diario Financial Times. Ambos coincidían en que era necesaria una regulación europea que defendiese a las empresas de los sectores estratégicos frente a las adquisiciones extranjeras. El comisario europeo para la Economía Digital, Günther Oettinger, no tardó en agradecerles que pusieran esa opción sobre la mesa.

Para que no hubiera dudas, los inversores chinos tuvieron que abandonar en diciembre el intento de compra de Osram, un gigante de la iluminación con una capitalización de 5.000 millones de euros, por los obstáculos políticos y sindicales con los que se habían encontrado.

Alemania sabía que necesitaba aliados para sacar adelante cualquier regulación europea y los consiguió. Los ministros de Economía de Alemania, Francia e Italia enviaron en febrero una carta, que filtraron puntualmente, a la Comisión Europea para dar la voz de alarma y condicionar la agenda el Viejo Continente. La guerra diplomática para defender, frente a China, las empresas comunitarias más prometedoras había comenzado. ¿Pero cuál era el origen profundo de este enfado monumental que ya no sólo afectaba a Alemania y cuáles podrían ser las soluciones?

Las causas profundas del enfado de las tres mayores potencias del Viejo Continente a excepción de Reino Unido parecían obvias. Para empezar, cada vez eran más las firmas innovadoras comunitarias que cambiaban de manos después de años de inversión, ayudas y desarrollo en sus respectivos países y, en consecuencia, las posibilidades de liderar la innovación mundial en el Siglo XXI iban a descender automáticamente para Europa. En 2016, las inversiones directas chinas en la Unión se catapultaron un 76% hasta superar los 35.000 millones de euros.

 

Impotencia

Un robot de la empresa alemana Kuka comparada por China. Tobias Schwarz/AFP/Getty Images

Había otros problemas, por supuesto. Algunas adquisiciones parecían responder a una estrategia industrial teledirigida desde Pekín llamada “Made in China 2025” y ejecutada a veces por conglomerados públicos. A diferencia de lo que ocurría en el Viejo Continente, la segunda potencia mundial poseía una influencia determinante en sus mayores empresas también si eran privadas y sus bolsillos y los de algunos de sus bancos (como el China Development Bank) estaban llenos de dinero y ganas de ayudarlas siempre que cumplieran con la agenda que habían establecido los políticos. Mientras tanto, los presupuestos de Italia y Francia sufrían todavía los terribles agujeros y heridas de la crisis.

Pero a esa impotencia económica había que añadir la impotencia institucional. Como recuerda el decano y profesor de Economía Internacional de ICADE, Alfredo Arahuetes, “algunas empresas tecnológicas europeas pueden parecerles baratas a los chinos, porque tardan mucho más que las estadounidenses en alcanzar valoraciones de miles de millones”. ¿El motivo? “Las startups europeas tienen un acceso al capital mucho más limitado y, para cuando las estadounidenses acumulan varias rondas de financiación o salen a Bolsa, las nuestras están empezando el proceso y son fáciles de comprar”.

Además, las regulaciones nacionales no pueden limitar sistemáticamente las adquisiciones del gigante asiático en Europa salvo que se produzcan en ámbitos que afecten a la seguridad del Estado. Como ya habían aprendido en Berlín, los miembros de la UE sólo podían estirar muy discutiblemente la interpretación de las leyes, ralentizar las operaciones con barreras burocráticas, excitar a los sindicatos para que protestasen contra la previsible pérdida de empleos, hacer de celestinas buscando ofertas amigas que compitieran con las de los inversores chinos y patalear en los canales diplomáticos o en los medios de comunicación.

Con los tratados comunitarios en la mano, era jurídicamente posible que una firma de la segunda economía mundial denunciase a los reguladores de Italia o Francia por intentar evitar una operación polémica y que los tribunales europeos obligasen a Francia o Italia a indemnizar a los inversores chinos.

Otra causa del enfado en el Viejo Continente era la forma de hacer negocios del gigante asiático en un doble sentido. El diario New York Times reveló que un cliente chino importantísimo de la alemana Aixtron, en medio de las negociaciones de compra, había tumbado sospechosamente el precio de las acciones cancelando un pedido. Ese cliente estaba relacionado con la empresa que quería adquirir Aixtron. El segundo sentido que mencionábamos pasaba por la ausencia de reciprocidad: las empresas europeas tenían vedada la entrada en muchos sectores y empresas en China, mientras que los inversores chinos no sufrían las mismas restricciones cuando se iban de compras por Europa.

 

El peor momento

La última gran razón de esta crónica de la ira anunciada era el momento histórico. Este año, la UE está afrontando un momento crucial para su supervivencia con la salida ordenada de Reino Unido, las elecciones en Holanda y Francia. Además de eso, Bruselas cuenta mucho menos que antes con el apoyo de Estados Unidos frente a Rusia y se ha visto en la necesidad de buscar la compañía de China a la hora de defender la legitimidad de instituciones internacionales como la Organización Mundial del Comercio frente a las arremetidas proteccionistas de Donald Trump.

Hemos identificado, hasta ahora, las causas y los precedentes de la tensión entre las grandes potencias europeas a excepción de Reino Unido y el gigante asiático. Nos ocuparemos ahora de lo que puede pasar en los próximos meses.

Para empezar, apunta Lisa Wang, de LW Advisers, “China ya está limitando las salidas de capital y eso reducirá el ritmo de las adquisiciones”. Además, añade, “las compras que superen o igualen los 1.000 millones de dólares tienen que ser aprobadas por instituciones como el SAFE y las de, como mínimo, 10.000 millones de dólares deben someterse a aprobaciones administrativas adicionales”. Las adquisiciones no sólo van a ser más escasas, sino que estarán más controladas.

La segunda cuestión es que va a comenzar otra batalla divisiva dentro de la UE. Alemania, Francia e Italia pueden perseguir duras restricciones sobre las compras del gigante asiático pero, por ejemplo, Hungría, Grecia o Portugal pueden oponerse porque las consideren beneficiosas. En España, que posee muy pocas empresas medianas altamente innovadoras, las inversiones chinas no sólo se cuadruplicaron en 2016 sin que surgieran grandes polémicas proteccionistas, sino que lo hicieron a lomos de una legislación diseñada para atraer a inversores de China, Brasil o Rusia. Es difícil imaginar un motivo por el que Madrid quiera ayudar a Berlín, París o Roma a contener los capitales de la segunda potencia mundial.

Estos intereses encontrados entre los miembros comunitarios harán más difícil un acuerdo que ya lo era debido al ascenso del euroescepticismo y los movimientos contrarios a la integración europea. Es un mal momento para diseñar grandes regulaciones comunitarias y más aún para crear en Bruselas un equivalente del Comité de Inversiones Extranjeras estadounidense que examine y limite las operaciones.

La tercera consecuencia de esta situación en los próximos meses va ser una oleada de proteccionismo disfrazado en algunos Estados miembros. Como ya ha hecho Alemania, otros también retorcerán la burocracia para retrasar las operaciones y buscarán la forma de expandir las regulaciones que afectan a la seguridad nacional para prohibir adquisiciones indeseadas. Ese proteccionismo, advierte el decano y profesor de Economía Internacional de ICADE, Alfredo Arahuetes, “tiene que obedecer al objetivo de apostar por la innovación para competir a medio plazo, es decir, en pocos años”. De lo contrario, concluye, “no serviría más que para ayudar a sectores que no van a ser competitivos y para atrasarnos a todos”.

La última gran consecuencia es que se acelerará la negociación de la actualización del acuerdo de inversiones e intercambios comerciales con el gigante asiático para que queden bien delineadas las normas que todos tienen que cumplir y se corrijan las asimetrías que existen entre lo que pueden hacer las empresas europeas en China y los inversores chinos en Europa.

Es más que probable que, durante las conversaciones, se produzcan nuevas amenazas, pequeñas agresiones y represalias comerciales entre las grandes potencias europeas y Pekín. Todos intentarán forzar un acuerdo ventajoso tensando una cuerda que no puede romperse nunca si quieren luchar, como proclaman, contra las amenazas del cambio climático, seguir promoviendo el comercio y la reducción de la pobreza global y continuar cooperando en asuntos críticos como las políticas antiterroristas.

Quedan por delante unos meses fascinantes que no sólo afectarán de lleno a las relaciones entre Pekín y Bruselas, sino también al orden mundial. China y Europa, y su complicidad, se han convertido en los garantes, en definitiva, de las instituciones que hacen posible la globalización, las mismas que su arquitecto y creador, Estados Unidos, está intentando deslegitimar.