El presidente de China, Xi Jinping, en la ceremonia de bienvenida para el rey saudi, Salman durante su visita a China.
(Nicolas Asfouri/AFP/Getty Images)

Cómo tener buenas relaciones con Israel, Irán y Arabia Saudí sin morir en el intento.

Hace varias semanas, el presidente chino Xi Jinping recibía al rey Salmán de Arabia Saudí en Pekín, para, unos días después, acoger al primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, que viajó a China con un séquito de ministros y empresarios. La escena recordaba un poco a la dinastía Tang, en el siglo VIII d.C., cuando los musulmanes y pueblos asiáticos se paseaban, comerciaban e incluso participaban de la vida de la corte imperial, una de las más cosmopolitas de la historia. Hay relación entre ambos asuntos. Durante los Tang, China consolidó su poder en Asia gracias a la Ruta de la Seda, que -desde hace unos años- el presidente Xi quiere resucitar a escala global, creando infraestructuras y rutas comerciales con todos los países de Eurasia. La influencia china llega hasta Oriente Medio, zona esencial para Pekín, el mayor consumidor de petróleo del mundo. Allí, el Gobierno chino ha conseguido -a través de equilibrios diplomáticos, inversiones millonarias y poder blando– llevarse bien con países tan enfrentados como Israel, Irán, Palestina, Arabia Saudí, Turquía, Siria o Líbano. También se ha presentado como el negociador imparcial y neutral -que respeta la soberanía de los países, no como el halcón estadounidense- al que se puede acudir para mediar en conflictos como la guerra de Siria o el enfrentamiento árabe-israelí. Todo esto, sin llamar demasiado la atención sobre los problemas que Pekín tiene con parte de los musulmanes de su país, en especial los de etnia uigur. El romance chino con los países de Oriente Medio es idílico por ser ésta la región más turbulenta del mundo. Y, por ese motivo, no hay muchas esperanzas de que dure demasiado.

Xi Jinping, durante la visita del primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu a China. (Etienne Oliveau/AFP/Getty Images)

Las sonrisas, los apretones de mano, los acuerdos, los turbantes, las kipás y los trajes a medida del Partido Comunista chino también estuvieron de moda hace un año, cuando el presidente Xi hizo una gira estelar por Oriente Medio, de la que salió reforzado como el amigo de todos. Con su visita reciente Netanyahu ha conseguido fuertes acuerdos en tecnología (Israel es uno de los países punteros en este sector y China quiere mover su economía de manufactura hacia el capitalismo digital) y el rey saudí acuerdos petroquímicos que ascienden a los 65.000 millones de dólares (y una fábrica china de drones de guerra en su país). En enero de 2016, Xi se paseó por Irán y Arabia Saudí, las dos potencias enfrentadas de la zona, vendiéndoles millones de dólares en armas a ambos, sin que ninguno de los dos le pusiera mala cara. También se acercó a Egipto, donde gobierna el general Al Sisi, experto en reprimir revueltas ciudadanas y ligar el crecimiento económico a un fuerte autoritarismo, un asunto en el que los chinos son expertos reconocidos mundialmente.

El motivo principal del viaje de Xi Jinping no tenía demasiado secreto: hacer negocios y consolidar el flujo constante de petróleo. China es el mayor consumidor de crudo del mundo y la mitad de sus importaciones vienen de Oriente Medio. La visita a Arabia Saudí, el jefe de los Estados petroleros mundiales, era obligada. Pekín le vendió muchas armas porque quiere estabilidad en el país, para mantener su reserva de petróleo más preciada sin alteraciones (por un motivo similar Estados Unidos se implicó en Oriente Medio en los 70, según el historiador Andrew Bacevich, y ese hecho marcó, en consecuencia, todos los follones en los que se ha metido después). A los saudíes les benefician los acuerdos económicos con la industria china pero, a la vez, también buscan reducir su dependencia política y militar respecto a los estadounidenses, que cada vez es más autosuficiente en materia de energía gracias a la fracturación hidráulica. Tener la carta china por si acaso, y más en la era incierta de Trump, es una prevención razonable. Por ahora, han conseguido algo extraño: que China se metiera en los asuntos internos de Yemen respaldando al Gobierno local, apoyado por los saudíes, que lucha contra los insurgentes chiíes hutís.

Nueva Ruta de la Seda.

El petróleo es un motivo importante para estar en Oriente Medio pero, en el caso chino, las aspiraciones son más grandes, casi gigantescas. La zona de Eurasia es el campo de pruebas del mayor proyecto de desarrollo económico de la historia de la humanidad, la llamada Nueva Ruta de la Seda, un plan de infraestructuras, tratados económicos, alianzas e influencia global elaborado por el Partido Comunista que va de China a Europa (ya hay una ruta de mercancías que une la costa china con Madrid) y tiene a Oriente Medio como eje de unión clave. La inversión en este proyecto está estimada entre dos y tres billones de dólares por año. Para llevar a cabo este plan, China necesita estabilidad en la región. Uno de los aliados claves, con el que Pekín también se lleva muy bien, es Irán. El régimen de los ayatolás no tiene demasiados aliados a nivel mundial. Pekín ha sido su gran ayuda durante la etapa de negociaciones sobre su programa nuclear y han firmado grandes contratos en armamento. Teherán es una pieza geopolítica clave en el camino de la Nueva Ruta -es el país que une físicamente Asia Central con Oriente Medio- y, como gran potencia de la zona enfrentada a Arabia Saudí, es esencial para mantener la estabilidad en la región.

Pese a esta islamofília en los negocios internacionales, la situación dentro de China no es demasiado armoniosa. El principal conflicto étnico del país (junto con el Tíbet) afecta al territorio de Xinjiang, propio de los musulmanes uigur. En esta región se mezclan la disputa étnica entre esta minoría y los Han (la etnia mayoritaria del país), la fuerte represión estatal, las aspiraciones independentistas y los vínculos con el terrorismo yihadista internacional. Los uigures son de raíz túrquica y están repartidos por varios países de Asia Central. Durante la larga historia de China, han tenido momentos de enfrentamiento y de unión con la autoridad imperial. En la etapa comunista, cuando el poder se centralizó, el Gobierno reprimió la religión islámica (como hacía con el resto de creencias) y, durante la etapa de desarrollismo económico, promovió la emigración hacia esta región desértica. La mayoría de emigrantes eran de etnia Han, lo que -para muchos uigures- suponía un proceso de aculturación para diluir su identidad. En 2009, se produjeron fuertes disturbios entre uigures, Han y las fuerzas de seguridad china. Hasta ahora, la situación sigue siendo tensa, han tenido lugar ataques terroristas, deportaciones y denuncias, todo ello bajo el secretismo estatal.

Aunque la mayoría de países de Oriente Medio han mirado hacia otro lado respecto a este conflicto, hay uno que ha alzado la voz y organizado protestas, poniendo en peligro la armonía perfecta de Pekín: Turquía. Muchos turcos musulmanes reivindican la identidad túrquica común con los uigures: el partido del actual presidente Erdogan (AKP) ha criticado varias veces la represión china, abanderando una especie de panturquismo (aunque, desde que esta formación llegó al poder, el comercio bilateral entre ambos países subió de 1.000 millones a 27.000 millones de dólares). Pese a esto, en los últimos años han ido desapareciendo las críticas a Pekín, fruto del distanciamiento con el que países como Estados Unidos han castigado las medidas autoritarias del presidente Erdogan. Ankara se ha visto forzada a buscar nuevos aliados, girar la mirada hacia China, taparse un poco la nariz y olvidarse de la solidaridad internacionalista.

Pero la conexión uigur no sólo llega a Ankara, sino que enlaza con el mayor conflicto de la región, la guerra de Siria. Varios militantes uigures nacidos en China han viajado a esta zona en guerra y se han aliado con grupos yihadistas locales. La presencia del Partido Islámico del Turquestán (TIP, en inglés) en Siria, formación relacionada con Al Qaeda, se vincula a grupos que han realizado acciones de violencia separatista en Xinjiang (aunque la información al respecto es poca y censurada por Pekín). Se ha visto a militantes de esta formación combatiendo con los yihadistas del Frente al Nusra, enemigos de Daesh y del Gobierno de Al Assad.

Pese a la conexión siria, que le afecta directamente, China ha mantenido un perfil neutral en la guerra. En las instituciones internacionales ha defendido una solución política del conflicto y no respalda abiertamente a ningún bando. Ha apoyado económicamente y en seguridad al Gobierno sirio, pero se distancia de la acciones militaristas rusas y reniega de conseguir la paz con las armas. En general, Pekín suele criticar las intervenciones extranjeras, en especial las de Estados Unidos. Lo que realmente le importa es que Oriente Medio tenga estabilidad y, de paso, aumentar su influencia en la región, en competición con Washington y Moscú. En contra de estas dos potencias, implicadas con sangre y fuego en la zona -tanto ahora como históricamente-, China se presenta como el árbitro respetable y objetivo (y poderoso) que puede ayudar a mediar en las disputas de la zona más conflictiva del mundo. Ha conseguido, por ejemplo, ser amigo de Israel y, a la vez, apoyar la causa palestina -básicamente, para no poner en su contra a todos los Estados de la zona-. Su postura de no intervención en los asuntos internos satisface a la mayoría de dictaduras de la región. No busca expandir la democracia, imponer derechos humanos o derrotar a ningún bando de la guerra interna entre suníes y chiíes, sino que la situación se calme, el orden establecido se mantenga y se pueda hacer negocios con tranquilidad. Quizá es una perspectiva utópica, pero -por ahora- la ha conseguido mantener.

Los chinos no suelen olvidar la historia. Son nuevos en Oriente Medio, pero saben lo que le ha pasado a otras potencias que se han adentrado demasiado allí. El barro árabe es profundo, y Pekín ya lo está tanteando con una pierna.