Diarios italianos muestran en sus portadas los resultados de la primera vuelta de las elecciones presidenciales de Francia. Vinzenco Pinto/AFP/Getty Images

Emmanuel Macron representa la Francia optimista y Marine Le Pen simboliza una crisis de esperanza. Llegan tiempos de transformaciones en un país con importantes retos por delante.

La Quinta República que hemos conocido desde 1958 llegó a su fin el domingo, cuando los dos grandes pilares de la política francesa, el Partido Socialista y el Partido Republicano, fracasaron en su intento de asegurar la presencia de sus respectivos candidatos en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, que se celebrará el 7 de mayo. El recién llegado Emmanuel Macron, que fundó un nuevo movimiento político, En marcha, hace poco más de un año, logró el 24% de los votos, y Marine Le Pen, la líder de la extrema derecha, el Frente Nacional, consiguió el 21,8%. El antiguo primer ministro conservador, François Fillon, no hizo realidad su deseo de suceder al jefe de Estado saliente, François Hollande, y el socialista Benoît Hamon se hundió, con un humillante 6,5%. Jean-Luc Mélenchon, de extrema izquierda, estuvo cerca de Fillon. Nunca, en el último medio siglo, había estado el electorado francés tan fragmentado.

Esta primera vuelta, verdaderamente histórica, puede interpretarse desde distintos puntos de vista. Macron simboliza la Francia optimista, abierta al mundo y dispuesta a desempeñar su papel en Europa, pese a ser perfectamente consciente de que el funcionamiento actual de la UE no estimula el crecimiento económico, condena a Grecia a la ruina e impide los sueños de los jóvenes y los numerosos desempleados. Su experiencia de banquero le permite hablar de tú a tú a la canciller Angela Merkel, pero, para convencer a los líderes alemanes de que es necesario transformar el gobierno de la eurozona tendrá que hacer reformas dolorosas en Francia. No será fácil, porque el gasto público constituye el 57% del PIB y el presupuesto no ha estado equilibrado desde 1974. El desempleo está en el 10% y, entre los menores de 25 años, en el 25%, un porcentaje que puede llegar al 40% en los barrios más pobres, entre los hijos de inmigrantes.

Francia solo podrá recuperar cierta influencia en los asuntos europeos y frente a Alemania —de la que carece desde que comenzó este siglo— si el próximo presidente es capaz de impulsar unas reformas económicas audaces, que inevitablemente se encontrarán con la resistencia de la izquierda y los sindicatos.

Marine Le Pen quiere que Francia salga de Europa y el euro y levante el puente levadizo. Es el símbolo de una crisis de esperanza, y se apoya en el nacionalismo, el antisemitismo y el feroz antiislamismo de su partido. Sus seguidores, con su estrecha visión de la identidad francesa, se inspiran en las ideas de la Francia de Vichy durante la ocupación nazi y otros perdedores de los cambios económicos de las últimas décadas. Es una visión de Francia a la que contribuyen tácitamente propagandistas conservadores como Eric Zemmour y Alain Finkielkraut, irónicamente judíos, que mezclan la religión pacífica de una amplia mayoría de los musulmanes franceses con la ideología de los terroristas que proclaman sus vínculos con Daesh.

La reacción de Le Pen al asesinato terrorista de un agente de policía en los Campos Elíseos, tres días antes de las elecciones, fue una jugada calculada para infundir más miedo en los corazones de los franceses. Macron, en cambio, mantuvo una actitud tranquila y de estadista. Además, durante la campaña, se atrevió a reconocer que en los 132 años de gobierno colonial francés se cometieron crímenes contra la humanidad, una confesión nada fácil en un país en el que algunos piensan todavía que Argelia debería haber seguido siendo francesa, 55 años después de que obtuviera su independencia.

Macron tampoco comparte la versión nacionalista esencialista de la historia de Francia, que desprecia el talento político y económico que los refugiados aportan al país desde hace siglos. Cree en una Francia que se atreva a entrar por completo en el siglo XXI.

El que ha ascendido de forma tan inesperada es un hombre de 39 años, que trabajó como banquero en Rothschild y fue ministro de Economía durante un breve periodo, hasta que rompió con Hollande, y que está dispuesto a asumir el reto de introducir reformas en un país que es muy conservador. Le esperan grandes obstáculos y él lo sabe.

François Fillon es gaullista y, nada más conocer los resultados, dejó claro que va a apoyar a Macron. No podría respaldar a un partido cuyas raíces se remontan al gobierno de Vichy que colaboró con los nazis entre 1940 y 1945. Sus equivocaciones fueron jugar la baza de la identidad, tratar de ganarse el voto católico tradicional y mostrarse complaciente con las teorías del Frente Nacional sobre los musulmanes y el islamismo. Las acusaciones personales de corrupción dañaron la campaña de un hombre que, cuando fue primer ministro de Nicolas Sarkozy, entre 2007 y 2012, nunca se atrevió a enfrentarse al presidente en ningún tema importante. Los electores han tenido la sensación de que le faltaba coraje.

El avance incesante del Frente Nacional, el hecho de que está otra vez, como en 2002, en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, es motivo de seria preocupación para Francia y para sus socios europeos. En el país existe un enorme desprecio hacia sus políticos, y el desprestigio en que han caído ha puesto fin prematuramente a las carreras de Sarkozy, Hollande y Valls. Las instituciones de la Quinta República están llenándose de gente nueva. Aunque Macron venza en la segunda vuelta a Le Pen, dentro de dos semanas, el margen de victoria será determinante para el futuro, para saber si será un puño de acero en un exquisito guante de terciopelo. Tal vez sea un nuevo Franklin D. Roosevelt, que, con el New Deal, construyó un pacto social que todavía hoy, 80 años más tarde, sigue caracterizando a Estados Unidos.

Los periodos de transformación son complicados y, por definición, peligrosos, pero es posible que Francia haya tenido suerte.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia