Estados Unidos está en cambio, como reza el lema de Barack Obama. Parece estar viviendo el final de una etapa, la que empezó con Ronald Reagan y que se definió como revolución conservadora, con su política económica neoliberal y su visión social. Algunos ven las raíces de esta situación en Administraciones anteriores, como la de Nixon. Es verdad que la guerra de Vietnam fue responsabilidad primera de los demócratas y abrió paso a los neocons. Pero, en realidad, el ideario de este conservadurismo revolucionario (aunque parezca contradictorio unir estos términos) empezó a calar políticamente en 1981 con la llegada de Reagan a la Casa Blanca.

Desde entonces, este conservadurismo ha marcado la agenda política no sólo en Estados Unidos, sino también en Europa. La izquierda socialdemócrata ha estado pisando ese terreno y definiendo sus opciones principalmente contra el reaganismo o conciliando ambas ideologías. Ahí queda la llamada tercera vía de Tony Blair, que pretendió hacer compatible el mercado con la justicia social, y también el thatcherismo con el laborismo.

Esta nueva embestida conservadora fue, sobre todo, un ataque desde la política contra el Estado, un intento de socavar la política desde la política. Sus bases doctrinales esenciales están en un interesante libro publicado en 1974 en defensa del Estado mínimo, que  sigue imprimiéndose y vendiéndose: Anarquía, Estado y utopía, del filósofo de la política Robert Nozick, fallecido en 2002. Se trataba de jibarizar lo público. En principio. Pues Margaret Thatcher, por ejemplo, sólo consiguió recortarlo en escasos puntos porcentuales con respecto al PIB, que se recuperaron al final de su mandato. Y Reagan y George W. Bush lo redujeron, aunque el gasto militar que impulsaron se comió todos estos ahorros. Al mismo tiempo, la Casa Blanca promovió –como política– lo que ha venido a llamarse globalización, confundida a menudo con la americanización del planeta, pues a los propios estadounidenses se les ha escapado de las manos. Puede considerarse que la época de Clinton fue un paréntesis, pero en realidad continuó en esta línea, entre otras razones porque los demócratas perdieron el control del Congreso a los dos años y el presidente tuvo que navegar pactando con una mayoría republicana, cada vez más neoliberal y neoconservadora.

Clinton fue un globalizador. Bush ha intentado ser un emperador. Pero si el final de la guerra fría sirvió de acicate a los neocons, el conflicto de Irak ha frenado las ansias imperiales. Los ciudadanos estadounidenses descubrieron una realidad social escondida en el centro de Nueva Orleans, que el huracán Katrina sacó a la luz, y quieren un cambio. ¿En qué sentido? Previsiblemente hacia una mayor política social, más gasto público en infraestructuras, más multilateralismo, pero también proteccionismo. Un cambio, unas variaciones, más que una ruptura.

 

El conservadurismo y el neoliberalismo se agotan, pero EE UU
sufrirá un cambio, no una ruptura

 

Pues el conservadurismo y el neoliberalismo en Estados Unidos han dado pruebas de agotamiento. Por eso el próximo presidente puede ser de transición. El republicano John McCain es una cara de esa posible transición; Hillary Clinton, otra. Barack Obama también, aunque es de otra generación, más participativa, más Web 2.0. Si llega a un pulso directo contra McCain, el senador por Illinois no será el mismo que en la campaña de las primarias contra Clinton, entre otras razones porque para ganar deberá tender puentes que intenten superar la división de la sociedad. De hecho, Obama no se presenta como un liberal (en sentido americano, de izquierdas). Incluso ha llegado a considerar que Reagan respondió al deseo de orden y sentido de dirección de su país, que los liberales no aportaban. En cualquier caso, por primera vez en muchos años, los tres aspirantes indican una disminución de la influencia de la religión en la política que llegó a su auge con George W. Bush.

La transición en la presidencia del país más poderoso de la Tierra coincide con la que tiene lugar a escala mundial, cuyo comienzo suele fecharse en 1989 con la caída del muro de Berlín y el posterior fin de la Unión Soviética y la guerra fría. Esta transición durará en total tres décadas, como otras anteriores. La última y decisiva empieza en 2009 con un nuevo inquilino en la Casa Blanca, aunque el nuevo mundo ya no se forje sólo en Washington, sino también en Chindia (China más India), Europa y lo que Parag Khanna llama Segundo Mundo. Este último va a resultar crucial en la fase final –junto a una sociedad civil global mucho más poderosa (con sus lados oscuros)– a medida que sus países vayan decantándose hacia unos y otros polos.

La política exterior de Estados Unidos siempre ha sido una combinación de realismo e idealismo, y de multilateralismo y unilateralismo. Lo definitorio de cada época ha sido la proporción de cada dimensión en la mezcla. Hace unos años, Walter Russell Mead introdujo cuatro tendencias en esta política: la hamiltoniana (impulsar la primacía económica de EE UU), la wilsoniana (exportar sus valores democráticos y sociales), la jeffersoniana (evitar compromisos exteriores) y la jacksoniana (dar prioridad a la seguridad física y el bienestar económico de sus ciudadanos). Ninguno de los presidentes recientes responde a estos casos ideales. Bush empezó como jeffersoniano y el 11-S lo transformó en wilsoniano con la fuerza de las armas, aunque tras el fracaso de Irak ha enterrado la idea de imponer la democracia en Oriente Medio. Respecto a la guerra de Irak, Obama es muy diferente de McCain. Pero ambos serán presidentes de transición. ¿Hacia qué? Aún no está claro.