Un libro que retrata la democracia temprana de Tocqueville y los paralelismos existentes con la actualidad.

El hombre que entendió la democracia. La vida de Alexis de Tocqueville

Olivier Zunz

Princeton University Press, 2022

Como señaló uno de sus amigos estadounidenses poco después de su muerte, “el servicio de Tocqueville a la libertad no terminó con su vida”. Por el contrario, “siempre que los hombres se esfuercen de pensamiento o de obra por apoyar la causa de la libertad y la ley, por fortalecer las instituciones fundadas en los principios de la igualdad de la justicia, por garantizar las libertades establecidas mediante la defensa del gobierno en el que están encarnadas, sus enseñanzas serán valoradas y su memoria será honrada”. Como autor de una nueva obra sobre la vida de Alexis de Tocqueville, el autor francés de La democracia en América (1835), quizás el mejor libro, y desde luego el más citado, escrito jamás sobre Estados Unidos, Olivier Zunz describe a un hombre que fue insólito para su época.

Entonces, como ahora, muchas personas que albergaban profundas convicciones religiosas recelaban de la democracia, algo que fue especialmente relevante en las décadas posteriores a la Revolución Francesa, cuando muchos devotos católicos franceses pensaban que su religión era incompatible con la democracia. Muchos en la izquierda lucharon contra el catolicismo hasta sus últimas consecuencias, convencidos de que era la única forma de establecer una democracia real. En contraste, Tocqueville pensaba que una vida religiosa vibrante era esencial para la preservación y prosperidad de una sociedad democrática libre. La religión organizada era el único contrapeso posible a algunas de las principales amenazas a las que se enfrentaba la democracia: el materialismo por un lado y el fanatismo religioso por el otro.

El autor desgrana las ideas de Tocqueville y cómo evolucionaron a través de su educación en una familia de la más alta nobleza, que perdió a muchos miembros durante el Terreur que llevó a tantos a la guillotina, comenzando por el rey Luis XVI, la reina María Antonieta y su propio bisabuelo, Chrétien-Guillaume de Lamoignon de Malesherbes. Malesherbes había promovido reformas bajo Luis XVI, fracasando en su intento, y defendió al rey en su juicio revolucionario. Esto hace que el hecho de que Tocqueville se convirtiera en el único miembro de su familia en elegir la democracia por encima de la aristocracia sea aún más notable. El autor resume la “profunda creencia de Tocqueville de que la democracia es una forma política poderosa, pero exigente. Un proyecto en constante necesidad de revitalización y de la fortaleza proporcionada por instituciones estables”. La democracia nunca puede darse por sentada y el estado actual del mundo nos recuerda esta simple verdad todos los días.

El estilo seguro con el que Zunz entreteje la adolescencia y la educación de Tocqueville, incluidos su familia cercana, amigos y aventuras amorosas en los años de la Francia imperial y la restauración de la monarquía legitimista de los Borbones en 1815, cuando su padre se convirtió en prefecto de Metz, es digno de mención. Retrata a un país en agitación que, como señala a menudo Tocqueville, nunca dejó de intentar comprender cuáles fueron las verdaderas causas de 1789. Esto atormenta a Francia hasta el día de hoy y la relación entre igualdad y libertad sigue siendo fundamental en la actualidad, no solo en las democracias occidentales, sino alrededor del mundo.

Tocqueville hizo un diagnóstico temprano de que en las sociedades democráticas, donde nadie tenía una posición asegurada por nacimiento o título nobiliario, existía una fuerte tendencia a dejarse absorber totalmente por la búsqueda de posesiones materiales. La gente estaría dispuesta a sacrificar su libertad si esta interfería con ganarse la vida y se volvería apática hacia otros grupos sociales.

Al viajar a Estados Unidos, encontró mucho que admirar en este nuevo país del que Europa conocía tan poco, pero fue lo suficientemente lúcido como para comprender “que la democracia blanca no era viable a largo plazo”. Predijo una guerra racial en el sur, aunque no entre los Estados, y su pronóstico de un resultado nefasto resultó ser correcto. Ser un universalista no le impidió reconocer lo que él veía como la “misión civilizadora” de las “sociedades avanzadas”, aunque “nunca aceptó la superioridad inherente de una raza sobre otra y siguió siendo un abolicionista comprometido”. Condenó la hipocresía de los blancos al dictar tratados indios a las tribus solo para quebrantarlos inmediatamente. Sin embargo, “a pesar de todo el dolor que expresó, se distanció de los nativos americanos y concluyó simplemente que la ‘raza india’ estaba ‘condenada’”.

Como miembro del Parlamento de Valognes, en la región francesa de Cotentin, donde se encontraba el hogar ancestral de su familia, Tocqueville fue muy activo al abordar los problemas sociales. Su estudio del sistema penitenciario estadounidense había suscitado en él un gran interés por tales asuntos. Se podría decir que fue un reformador social entusiasta y, por dar solo un ejemplo, se aseguró de que la gran mayoría de los niños nacidos de un solo padre recibieran educación a expensas del departamento. Esta era una forma de pensamiento revolucionario en la Francia de mediados del siglo XIX.

Fue en su decidido apoyo a la colonización francesa en Argelia, país al que hizo dos largas visitas, cuando sus instintos nacionalistas chocaron más visiblemente con los democráticos. El autor señala que al buscar la colonización “Tocqueville no estaba inspirado, como sus amigos británicos, por una misión civilizadora”. Si bien para su gran amigo inglés John Stuart Mill, “el despotismo era un modo legítimo de gobierno en el trato con los bárbaros”, el fin último era procurar su mejora. Tocqueville estaba ansioso por proyectar la gloria francesa en África después de que el Congreso de Viena en 1815 le cortara las alas al antiguo imperio napoleónico. Tocqueville argumentaba que los franceses “podrían hacer realidad en Argelia la promesa democrática que no pudieron cumplir en casa”. Tal razonamiento era tanto más absurdo cuanto que Francia no estaba superpoblada ni hambrienta de tierras. Muy pocos en Francia en ese momento se oponían a la colonización, incluso entre socialistas y comunistas y solo entonces por motivos morales. “Tenemos el Mediterráneo para convertirlo en francés y Argelia que mantener”, escribió el socialista Louis Blanc.

Tocqueville no entendía la religión musulmana y llegó a “ver Argelia como una versión francesa de la frontera estadounidense”. Su experiencia de la democracia en Estados Unidos justificaba la violencia contra los civiles y la destrucción de cultivos para forzar la sumisión total. Apoyó a los comandantes militares franceses en Argelia, como Thomas Robert Bugeaud y Louis Juchault de Lamoricière, cuya crueldad contra los árabes y bereberes, que resistieron la conquista francesa, fue legendaria. Tocqueville tuvo la lucidez suficiente para extraer la conclusión de que al despojar a los indígenas de su tierra “la disputa ya no era entre gobiernos, sino entre razas”. La política francesa de tierra quemada, que él justificó, iba a tener efectos desastrosos y Tocqueville concluyó un informe sobre Argelia al Parlamento con el resumen más lúcido del dominio francés, y en general, del gobierno colonial, que jamás haya leído: “L’Algerie, c’ est la France sans loi et sans hypocrisie, tout ceci se terminera dans un bain de sang” ("Argelia es Francia sin ley y sin hipocresía, todo esto acabará en un baño de sangre”). Un siglo después, la guerra de independencia de Argelia destruyó la Cuarta República Francesa y, en 2022, estamos viviendo las consecuencias.

Aunque hacia el final de su vida, y después del Gran Motín de la India de 1857, Tocqueville moderó su respaldo a la necesidad y los beneficios del gobierno colonial, sus posiciones de ser imperial por un lado y liberal por el otro colisionaban entre sí. Es cierto que Tocqueville estaba particularmente preocupado por el estatus cada vez menos relevante de Francia en Europa después de 1815, pero lo que sigue siendo tan sorprendente es su lucidez para darse cuenta de que la Argelia francesa terminaría en tragedia.

Todos los hombres interesantes son un compendio de contradicciones y la enorme correspondencia de Tocqueville con un gran número de hombres y mujeres de relevancia en Francia, Estados Unidos y el Reino Unido, países que visitó con frecuencia y cuyas élites políticas e intelectuales conocía bien (su esposa era inglesa), sugiere que era un brillante conversador y un amigo muy leal. Tocqueville se sentía particularmente a gusto con los radicales ingleses, quizás porque, como él, combinaban modales elitistas con ambiciones reformistas. En ellos reconocía el tipo de político en el que quería convertirse.

Pero también se mostró profundamente conmocionado por la pobreza que presenció en ciudades industriales como Manchester, por no mencionar Irlanda, sobre la que coincidió en que estaba “colonizada”. Su descripción de Manchester va directa al grano: “De esta sucia cloaca fluye oro puro. Aquí la humanidad alcanza su desarrollo más completo y el más brutal; aquí la civilización obra sus milagros y el hombre civilizado se vuelve casi un salvaje”. Reflexionó sobre el hecho de que “el respeto que la gente asocia a la riqueza en Inglaterra es motivo de desesperación”. Su camino y el de Karl Marx se cruzaron en Londres en más de una ocasión, pero nunca se encontraron.

The Man who understood Democracy es un estudio elegantemente escrito sobre un hombre que se describía a sí mismo como un aristócrata de corazón que se convirtió en demócrata por la razón. Zunz resume a la perfección el objeto de su estudio cuando describe a Tocqueville como un hombre que “canalizó su ansiedad en una fuerza creativa y tradujo su pasión por la libertad en una profunda y exigente apreciación de la democracia”.