El Tratado de Lisboa es sólo un instrumento, no un fin en sí mismo. Recordar esto es necesario para ilustrar hasta qué punto los problemas asociados a su ratificación nos han hecho perder la perspectiva. La UE lleva más de diez años intentando adaptar sus instituciones a los cambios que Europa ha experimentado tras el fin de la guerra fría, con poco éxito, dicho sea de paso.

La vieja Unión Europea a 15 miembros era poco más que un mercado común con libre circulación de bienes, servicios, capitales y personas. Pero con la ampliación y la unión monetaria, la UE ha cambiado completamente de dimensión. Y con los cambios de dimensión vienen, inevitablemente, los cambios de vocación. Vivimos ya en un mundo no sólo multipolar, sino “postamericano”. Estados Unidos no es la única potencia, ni el único polo de poder ni tampoco tiene una capacidad ilimitada.

El mundo del siglo XXI será multipolar, pero no sabemos si habrá un polo europeo en él. Europa no es un Estado y, por lo tanto, compite con una mano atada a la espalda cuando trata de medirse con EE UU, China, India, Rusia o Brasil. Pero lo que no tiene sentido es que lo haga con las dos manos atadas y dentro del corsé impuesto por unos tratados diseñados para servir a una Unión pequeña, volcada hacia dentro y cuya seguridad dependía de otros.

Europa hizo el ridículo en los Balcanes, con trágicas consecuencias. Tampoco ha sido capaz de convertirse, tal y como prometió, en la economía más dinámica y competitiva del planeta. Carece de una política energética que merezca ese nombre y su política exterior y de defensa está todavía maniatada por múltiples duplicidades e ineficiencias. Europa tiene que crecer, salir del paraguas estadounidense, valerse por sí misma y ser capaz de promover sus propios valores e intereses. El Tratado de Lisboa es un primer paso para hacerlo, pero sólo el primero. Invita a los Estados miembros a coordinar mejor su política exterior, da más competencias al Parlamento Europeo y permite que los europeos tengan por fin una verdadera política de seguridad, interna y externa, así como una política energética y de inmigración verdaderamente común. Pero no estamos ante las tablas de la ley. Sin una firme voluntad política por parte de los líderes europeos, el Tratado no logrará nada.

Hemos sido muchos los que sospechábamos que el verdadero problema europeo no era institucional, sino de liderazgo

Durante los últimos años, hemos sido muchos los que sospechábamos que el verdadero problema europeo no era institucional, sino de liderazgo. Ahora es el momento de verificar si es cierto. La firma del Tratado por parte del presidente checo da el pistoletazo de salida para ponerlo en marcha. El problema es que muchos de los consensos subyacentes, que contribuyeron a forjar este tratado, han desaparecido. Pocos de los líderes que negociaron la Constitución Europea (de la cual el Tratado de Lisboa es sólo un remiendo) están todavía en el poder.

La llegada al poder de los conservadores puede hacer retroceder veinte años la causa europea en Reino Unido. La primera víctima será la política de defensa europea, pues sin Londres es imposible una defensa europea que merezca tal nombre. Sin embargo, también habrá daños colaterales importantes en otros ámbitos. Francia no quiere más ampliaciones, ni a Turquía ni a los Balcanes. Alemania tampoco desea más integración e Italia está desaparecida en su propia crisis interna. Le queda a España, un país muy europeísta pero profundamente tocado en su imagen exterior por la crisis económica, la tarea de empujar a Europa durante los próximos seis meses. Es una tarea imposible para un solo Estado si no tiene la complicidad de los demás. ¿Mi predicción? Veremos pequeños pasos, sí, pero también retrocesos. El final feliz no ha llegado todavía.