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Imagen del presidente ruandés, President Paul Kagame, en la ventana de un autobús en Kigali, 2017. MARCO LONGARI/AFP/Getty Images

Cómo el pasado, el presente y el presidente ruandés, Paul Kagame, siguen generando controversia fuera y dentro del país 25 años después del genocidio.

Era como si un desastre estuviese a punto de suceder. Las tiendas anunciaban sus productos en sus puertas; las sombras de los árboles frondosos, repletos de flores púrpuras, eran una invitación para pasear por las aceras; las luces de los semáforos cambiaban de color en las intersecciones; las terrazas de las cafeterías tenían sillas de mimbre, y en las mesas, la brisa mecía las cartas de los menús. La capital de Ruanda tenía el aspecto de una ciudad moderna. Pero no había personas por ninguna parte. En las calles, creadas para recibir a millones de ciudadanos, el silencio era demoledor.

La ciudad estaba desierta debido a las órdenes de uno de los gobiernos más ambiciosos de África. El último sábado de cada mes, todos los ruandeses, desde las ocho hasta las once de la mañana, deben reunirse con sus vecinos y participar en trabajos comunitarios. Reparan los desagües que se llenan de plantas después de las lluvias, colocan baldosines en las aceras, limpian las cunetas, o arreglan los baches de las carreteras. Si abren sus tiendas o continúan con sus rutinas, son multados.

Según el presidente de Ruanda, es un programa para “promover la cultura de trabajar juntos y ayudarse unos a otros”; según sus censores, es una manera de demostrar a los ciudadanos que el Gobierno les está observando todo el tiempo.

Esta dualidad de opiniones es una constante en los artículos que hablan sobre Ruanda. En ocasiones, el presidente Paul Kagame es descrito como un héroe que consiguió detener el genocidio de su país e iniciar un programa de recuperación y reconciliación con resultados espectaculares; en otras, como un tirano sanguinario al que los ruandeses temen.

 

Paul Kagame: un político controvertido

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Una mujer consuela aun joven durante la conmemoración del 20 aniversario del genocidio ruandés. Chip Somodevilla/Getty Images

Durante el período colonial, los administradores belgas separaron a la población de Ruanda en dos grupos cerrados: los tutsis y los hutus. Las tensiones entre estas comunidades, que dependiendo de cada momento de su historia tuvieron más o menos privilegios gracias a la marginación o explotación del otro, originaron un genocidio. En 1994, millones de hutus salieron de sus casas para acabar con todos los que identificaron como tutsis: asesinaron a un millón de personas en menos de tres meses.

Los rebeldes que lucharon contra el gobierno responsable del genocidio estaban dirigidos por el actual presidente Kagame. En sus largas entrevistas con los medios de comunicación internacionales, ha narrado cómo sus compañeros murieron de frío en las montañas; cómo pasaban semanas sin comer para asegurar un territorio; o cómo encontraron pueblos enteros masacrados. Finalmente, cuando los combatientes tomaron la capital, expulsaron a los organizadores de las masacres. Paul Kagame y el resto de los milicianos eran tutsis. Su grupo representaba al 15% de la población. Los políticos hutus pensaban que podían exterminarlos, y estuvieron a punto de conseguirlo. Durante el genocidio, tres cuartas partes fueron asesinados.

Esas muertes no habrían sido posibles sin la implicación de millones de ciudadanos. Sabían dónde encontrar a los tutsis porque eran sus compañeros en el instituto, sus pacientes, los dependientes de las tiendas donde solían comprar, los campesinos que cultivaban a unos metros de sus casas. Cuando las matanzas terminaron, el nuevo régimen dudaba qué hacer con esas personas que se mancharon las manos de sangre. En una entrevista con el fotógrafo Brandon Stanton, el presidente Kagame dijo: “¿Cómo consigues justicia cuando se comete un crimen tan grande? Para matar a un millón de personas en 100 días se necesitó el mismo número de verdugos. Pero no podíamos encarcelar a una nación entera. El perdón era la única opción. […] Nuestros tribunales se centraron en los organizadores del genocidio. […] Eran unas decisiones difíciles. Me hacía muchas preguntas. Pero siempre concluía que el futuro de Ruanda era más importante que la justicia”.

La periodista canadiense Judi Rever cuenta una historia distinta. Según su libro, los rebeldes tutsis también mataron a miles de personas inocentes. Impusieron su gobierno con las armas que consiguieron de Estados Unidos —muchos eran militares que desertaron del Ejército de Uganda, una de las fuerzas armadas más eficaces de África gracias a los fondos estadounidenses, y la Casa Blanca colaboró abiertamente con ellos cuando tomaron la administración de Ruanda—. Después ocultaron esos cuerpos y contrataron a tecnócratas para dar explicaciones a los periodistas y cooperantes. Rever ha entrevistado a decenas de testigos, y ha recuperado los informes de los grupos de derechos humanos. Para ella, los combatientes no eran superhéroes que acabaron con el genocidio, sino unos verdugos que incitaron las masacres con sus incursiones armadas.

 

Ruanda en la actualidad

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Una mujer Ruandesa con un bebé con edificios de Kigali en el fondo. MARCO LONGARI/AFP/Getty Images

Ruanda no es un museo de los horrores del genocidio. El 61% de la población no había nacido o tenía menos de cinco años cuando ocurrieron las masacres. Las cicatrices de esas matanzas se han enterrado con toneladas de hormigón. En la silueta de la capital, destacan los edificios de oficinas y los hoteles de cinco estrellas; en el resto del país, las colinas están punteadas por carreteras asfaltadas. A menudo, los aviones de la compañía aérea estatal se llenan de hombres y mujeres de negocios, o de turistas que desean observar a los últimos gorilas de montaña que quedan en el planeta.

Ruanda ha implementado los programas neoliberales de las instituciones financieras internacionales. El Estado ha creado un escenario donde los empresarios pueden acumular muchos beneficios. Pero también ha establecido servicios públicos, como un seguro sanitario que cubre al 81% de la población, o escuelas gratuitas. Desde el genocidio, la esperanza de vida se ha duplicado, y la mortalidad infantil ha caído en picado.

Después de las masacres, el Banco Mundial anunció que Ruanda era el país más pobre de la Tierra, con una renta media de 80 dólares al año. No había cosechas, los hospitales estaban en ruinas, y las minas y los restos de munición explotaban por todas partes. Para reconstruir la nación era necesaria la participación de todo el pueblo. Del mismo modo que, durante el genocidio, millones de ciudadanos se unieron para eliminar a los tutsis, los ruandeses comprendieron que debían trabajar juntos para recomponer Ruanda. Era la única manera de terminar el caos que ellos mismos habían creado. El nuevo Estado buscaba la participación ciudadana. Las comunidades proponían las soluciones a sus problemas; el gobierno central solamente intervenía cuando los recursos locales eran insuficientes. Por lo tanto, el desarrollo del país dependía del pueblo. Según el periodista y columnista político Lonzen Rugira, esto requirió una inversión emocional enorme. Los familiares de los muertos debieron estrechar sus manos con las personas que los habían asesinado. Si no se perdonaban, el crecimiento era imposible.

En realidad, no existen diferencias entre tutsis y hutus. Todos comparten el mismo idioma, la misma cultura, el mismo espacio. El significado de esas palabras ha cambiado con el tiempo. Pero solamente se convirtieron en grupos herméticos a partir del período colonial. Es algo que los jóvenes de Ruanda tienen claro. En la actualidad, preguntar a alguien si es hutu o tutsi es de mal gusto. “¡Nosotros somos ruandeses!”, suelen decir.

 

Un modelo diferente

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Unos actores jóvenes representan una escena de una obra de teatro relacionada con el genocidio. YASUYOSHI CHIBA/AFP/Getty Images

El pueblo siente que Ruanda es el resultado de sus esfuerzos. El patriotismo de los ruandeses puede comprobarse desde cualquier lugar del mundo. Solamente hace falta echar un vistazo en las redes sociales. En Twitter, centenares de usuarios tienen una imagen de la bandera de Ruanda al lado de sus nombres. Los jóvenes publican fotografías de sus políticos, o de los eventos anuales que conmemoran el final del genocidio.

En otros países del este de África, las elecciones son sinónimos de problemas. Por el contrario, en Ruanda, los centros electorales se llenan de globos de colores y equipos de música, los jóvenes aprovechan los días libres para quedar con sus amigos, y los ciudadanos acuden a las urnas con una actitud de fiesta. Desde 2000, el presidente Paul Kagame ha ganado todos los comicios con más del 90% de los votos. “Los ruandeses amamos a Kagame porque es un buen presidente —dice Joha, una estudiante de periodismo—. Vamos a las urnas para demostrarle nuestro apoyo”.

Sin embargo, los grupos de derechos humanos acusan al Ejecutivo de limitar el espacio político de los opositores. En palabras de la doctora Andrea Purdeková, una experta en conflictos y seguridad, el Gobierno tiene el monopolio de la historia del país; por lo tanto, es imposible compartir una versión diferente dentro de sus fronteras.

Después de denunciar que el régimen oprimía a los ciudadanos, la opositora Victorie Ingabire pasó ocho años en la cárcel. “¡Despertad, renunciad al miedo y liberémonos pacíficamente!”, pedía. Según los tribunales, estaba preparando un grupo armado, y había difundido ideas divisionistas y rumores falsos para hundir al Estado.

Susan Thompson, una teórica canadiense, sugirió que el autoritarismo del régimen ha impedido la unidad nacional después del genocidio. “En realidad, los ruandeses simulan la reconciliación para restaurar su dignidad personal, independientemente de su realidad particular”, escribió. “Los campesinos que he entrevistado no participaban en los programas del Gobierno porque no permitían una discusión franca o abierta del origen del genocidio, ni reconocían las experiencias que diferían de la versión oficial, en la que los tutsis fueron las únicas víctimas, y los hutus los únicos asesinos”.

Para facilitar la participación ciudadana, el estado de Ruanda se ha fragmentado en un intrincado sistema de aparatos administrativos: intara (provincias), uturere (distritos), imirenge (sectores), utugari (células), e imidudugu (pueblos). Este modelo no solamente ofrece soluciones a los problemas específicos de cada comunidad; según la doctora Purdeková, el contacto íntimo del Estado con el pueblo también permite “un control político más efectivo”. En 2011, después de siete meses de investigaciones, concluyó que la presencia y la capacidad de respuesta del Ejecutivo, “desalienta la disidencia pública y refuerza la reproducción y reproducibilidad de la narrativa oficial”.

“Lo que diferencia a la democracia de Ruanda es su naturaleza orgánica”, escribió Lonzen Rugira, uno de los comentaristas políticos más destacados del país. Mientras que en otros lugares del continente se importaron ideas extranjeras al por mayor, el partido oficialista diseñó un modelo totalmente diferente después del genocidio. “El modelo de Ruanda tiene éxito porque es auténtico. Está diseñado para responder a los desafíos y realidades internos. […] Las ideas extranjeras solucionan los problemas de los lugares donde se crearon, pero no hacen el mismo trabajo fuera de su entorno orgánico. En otras palabras: no responden a las aspiraciones de los pueblos que no están dentro de ese entorno. […] Cuanto más graves sean los problemas, es menos probable que las iniciativas copiadas de otros lugares tengan resultados”.

En las entrevistas, el presidente Paul Kagame suele contestar a las críticas con rotundidad: “El proceso democrático y el comportamiento electoral de Ruanda son el resultado de nuestra historia. Juzgarlos dentro del contexto de países que no han experimentado nuestro genocidio, no tiene sentido. […] Existen demasiados occidentales que, ebrios con sus propios valores, intentan definir lo que es la libertad para nosotros. Dicen que no somos libres […], basándose en sus propios criterios”.

Durante una conversación con el jefe de la oficina de África de la revista Time, Alex Perry, el Presidente añadió: “Nos sumergimos en el nivel más bajo y no podemos bajar más que eso. Todo esto va de nuestros derechos. Acerca de cómo sobrevivimos, de cómo vivimos. Y nadie lo va a hacer por nosotros. Nadie lo va a hacer por nosotros”.

 

Actividad subvencionada por la Secretaría de Estado de Asuntos Exteriores 

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