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Indígenas de la comunidad Pataxo Ha-ha-hae. MAURO PIMENTEL/AFP/Getty Images

El presidente de Brasil confirma en sus primeras semanas al frente del país que pretende cumplir sus promesas de reducir drásticamente la preservación de la gran selva para potenciar las actividades económicas, sobre todo la agricultura industrial. Arrinconados, los grupos indígenas y la sociedad civil prevén un período de retrocesos y resistencia.

La selva amazónica, dominada por un Brasil que tiene el 60% de su territorio dentro de la jungla, enfrenta cuatro años cruciales. Tras una década de reducción de la deforestación causada por la tala ilegal, las actividades mineras y, sobre todo, la ampliación de las áreas para la agricultura expansiva (con la soja transgénica y la producción de ganado al frente), la llegada del exmilitar puede suponer un giro copernicano de consecuencias impredecibles no solo para el lugar más biodiverso del planeta, sino para la inaplazable lucha global contra el cambio climático.

Bolsonaro, quien dijo durante la campaña electoral que no demarcaría “ni un centímetro más” de reservas indígenas en el Amazonas y calificó de “zoológico humano” las ya existentes, ha montado el Gobierno más neoliberal desde la redemocratización. Tras vencer las elecciones con el 55% de los votos, Bolsonaro prometió fundir los ministerios de Agricultura y Medio Ambiente, lo que significaba de facto que el gigante amazónico no tendría una cartera para cuidar de los 5,2 millones de kilómetros cuadrados por los que se extiende su jungla. Aconsejado por el lobby agropecuario, que temía una reacción por parte de socios como Europa en forma de sanciones comerciales a sus nada menos que 100.000 millones de dólares de exportaciones agrícolas globales en 2018, Bolsonaro reculó. De momento, también se ha desdicho de su idea inicial de retirar a Brasil, séptimo mayor emisor de CO2 mundial, del Acuerdo de París.

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Civiles indígenas protestan por las políticas medioambientales a las puertas del Ministerio de Agricultura en Brasilia en enero de 2019. SERGIO LIMA/AFP/Getty Images

Pero no le tembló el pulso al presidente a la hora de despedir a quien estuvo durante una década al frente del departamento de protección ambiental del Ibama, el órgano estatal encargado de la defensa del medio ambiente. Luciano Evaristo, uno de los hombres más importantes y tenaces en la lucha contra la criminalidad organizada que se lucra con la destrucción del Amazonas y con la apropiación ilegal de sus tierras, fue fulminado el 11 de enero.

“Hoy hay fiesta en el sur de [el estado amazónico] Pará: Bolsonaro echó a Luciano Evaristo, sheriff de la fiscalización del Ibama durante nueve años, odiado por madereros y mineros ilegales del Amazonas”, criticó la organización Observatorio do Clima, una red que agrupa a organizaciones que actúan a favor de la preservación del medio ambiente.

Los primeros datos disponibles sobre la deforestación confirman el ‘efecto Bolsonaro’ en la región: en noviembre –primer mes tras la victoria electoral- la superficie destruida de selva fue 400% superior respecto al mismo mes del año pasado y en diciembre aumentó un 37% interanual. Los indicadores arrojados por los satélites muestran lo que desde hace años se sabe: que las tierras indígenas son bastiones ecológicos frente al avance de la agroindustria y los especuladores de tierra que se enriquecen por medio de la apertura de nuevos pastos en áreas públicas de selva que son arrasadas por el fuego para, posteriormente, ser comerciadas ilegalmente.

 

La “musa del veneno” y un lobbista rural

Mientras Bolsonaro enfrenta una serie de escándalos por desvíos en la financiación de su partido y la revelación de un supuesto esquema de corrupción por parte de uno de sus hijos, sus ministros son los que se han encargado de dejar claro cuál será a partir de ahora la prioridad en la región. La punta de lanza de su estrategia para acometer una nueva oleada de desarrollismo en el Amazonas basado en la explotación de los recursos naturales son la ministra de Agricultura, Tereza Cristina, y sobre todo el ministro de Medio Ambiente, Ricardo Salles.

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Jair Bolsonaro, presidente de Brasil, durante una rueda de prensa. SERGIO LIMA/AFP/Getty Images

Salles, un abogado que fue secretario de Medio Ambiente del estado de Sao Paulo antes de tener que dimitir por actos ilícitos vinculados a beneficios para empresas mineras, ha cortado la financiación a organizaciones no gubernamentales que operan en la región, vitales, pues promueven una serie de actividades económicas sostenibles y vigilan la selva. “Son eco-chiítas”, dijo Salles, en un lenguaje exacerbado que ha empleado frecuentemente para criticar a grupos ecologistas y equipararlos a extremistas. Semanas después, calificó a Chico Mendes, un activista asesinado en 1988 y premiado por Naciones Unidas, como una figura irrelevante, a pesar de que da nombre a uno de los órganos federales de protección de reservas (Instituto Chico Mendes de Conservación de la Biodiversidad).

Este político, que ha sido director jurídico de la Sociedad Rural Brasileña, una de las organizaciones agrícolas más conservadoras y críticas de las leyes que limitan la actividad agroindustrial en el Amazonas, y que ha recibido cuantiosas donaciones de grupos ganaderos, dijo que quiere poner fin a la “industria de la multa” que el Ibama y otros órganos aplican a quienes dañan el medio ambiente. Una afirmación de dudosa veracidad, porque la mayoría de multas jamás se pagan (la minera Vale fue multada por el mayor accidente ecológico reciente, el del rompimiento de la presa en Mariana en 2015, pero nunca pagó los 100 millones de dólares que le exigen las autoridades).

Aunque durante su primer año el Ejecutivo ultraconservador se centrará en tratar de aprobar una reforma del sistema de pensiones impopular, los primeros pasos de Cristina y Salles indican que quieren abrir las reservas indígenas, que ocupan un 13% del Amazonas brasileño, a la agricultura industrial, incluso a la producción de soja transgénica en el corazón de la selva. En su primer viaje a la región en toda su vida, Salles eligió el estado de Mato Grosso y la tierra de una etnia que arrienda ilegalmente 8.700 hectáreas a productores de la leguminosa. La ministra de Agricultura, llamada en Brasil “musa del veneno” por su campaña durante la legislatura anterior para aumentar la lista de agrotóxicos y pesticidas permitidos en la agricultura (ya son 54 los aprobados en apenas dos meses de Gobierno), también participó, y prometió cambios en la ley para fomentar estas controvertidas actividades, vetadas por la Constitución de 1988.

 

Un negocio millonario en riesgo

Brasil, un país que exporta bienes agroindustriales a más de 150 países y superó en 2018 a Estados Unidos como mayor productor de soja del mundo, podría poner en riesgo ese multimillonario negocio agrícola si recula del pacto climático. Incluso el ministro saliente de Medio Ambiente, Edson Duarte, ha lanzado una alerta a Bolsonaro: “la economía nacional sufriría, especialmente el agronegocio, ante una posible represalia comercial por parte de los países importadores”, indicó el que fuera ministro durante los últimos meses del Gobierno de Michel Temer. El país controla nada menos que el 7% del comercio global de alimentos y ambiciona llegar al 10% en los próximos años.

En el marco del Acuerdo de París, Brasil se comprometió a reducir en 2025 un 37% las emisiones de gases de efecto invernadero respecto a los índices de 2005, sobre todo por medio de la lucha contra la destrucción en la Amazonía, cuya deforestación ilegal prometió erradicar en 2030. El presidente francés, Emmanuel Macron, advirtió que podría bloquear el Tratado de Libre Comercio (TLC) entre la Unión Europea (UE) y el Mercosur, cuyas negociaciones se encuentran en su fase final tras dos décadas de diálogo, si hay un retroceso de esas promesas.

“No podemos pedir a los agricultores y trabajadores franceses que cambien sus hábitos de producción para liderar la transición ecológica y firmar acuerdos comerciales con países que no hacen lo mismo”, explicó el galo en Buenos Aires durante la Cumbre del Grupo de los Veinte (G20) que se celebró a finales de noviembre.

En la región, grupos indígenas y la sociedad civil se ha organizado para plantar cara a las políticas de Bolsonaro. Uno de los socios clave en esta batalla es la Iglesia Católica, que en el Amazonas tiene una acción directa en la defensa de los pobres, el medioambiente y la lucha contra el cambio climático heredada de la Teología de la Liberación. El Papa Francisco, que visitó la región en enero de 2018, ha convocado un Sínodo del Amazonas para octubre que pretende dar visibilidad a los problemas de la región.

En una nueva muestra de la esencia del nuevo Gobierno, uno de los máximos responsables de la seguridad de Bolsonaro admitió que los servicios secretos están monitoreando el trabajo de las Iglesia Católica en el Amazonas, ante la preocupación de que el Sínodo pueda tener un impacto negativo en la imagen del Ejecutivo. Una maniobra que recuerda a la vigilancia de sacerdotes y misioneros durante la dictadura militar (1964-1985), justamente el período durante el cual se llevó a cabo la mayor apertura del Amazonas al capitalismo por medio de construcción de miles de kilómetros de carreteras, minas, líneas férreas y presas hidroeléctricas. Una ofensiva de apertura de fronteras económicas desordenada y caótica que sentó las bases para los múltiples conflictos sociales y ecológicos que vive hoy la gran selva.