El presidente ruso, Vladímir Putin, y su homólogo iraní, Hasán Rohani, en un encuentro bilateral, mayo de 2014. Alexey Druzhinin/AFP/Getty Images

El presidente ruso, Vladímir Putin, y su homólogo iraní, Hasán Rohani, en un encuentro bilateral, mayo de 2014. Alexey Druzhinin/AFP/Getty Images

En la recta final de las negociaciones en torno al programa nuclear iraní, la fría relación entre Moscú y Teherán parece estar viviendo una primavera, lo cual obligatoriamente altera el equilibrio de fuerzas en la zona.

Rusia e Irán desconfían el uno del otro, especialmente desde la Revolución Islámica de 1979. No hay afinidad ideológica y hasta ahora se han limitado a gestionar pragmáticamente los intereses compartidos, a veces del mismo lado, a veces opuestos, sobre todo en temas energéticos y de seguridad.

De hecho, Teherán calculó mal que Rusia le escudaría de las sanciones económicas en torno a su programa nuclear y del acoso de su mutuo rival, Estados Unidos. En ambos casos, salió defraudado.

Sin embargo, el Kremlin empezó a reconsiderar su geoestrategia, especialmente desde principios de 2014, tras las conquistas militares del Estado Islámico en Siria e Irak y sobre todo después de la crisis de Ucrania. Su objetivo es defender y ampliar su influencia sobre Medio Oriente, donde hasta ahora ha tenido poca cabida, y deja abierta la posibilidad de hacerlo de la mano de Irán.

Mientras las aspiraciones de Rusia son globales, las de Irán –el líder del bloque chií que incluye a Irak, Siria, y Líbano– busca afianzarse regionalmente frente al bloque árabe-suní liderado por Arabia Saudí. El impacto de alinearse geopolíticamente se magnifica especialmente sobre el terreno, donde mejora la cooperación y complementariedad de sus estrategias.

Estrechan sus lazos no solo en relación a la defensa del régimen de Bachar al Assad, sino en temas económicos, energéticos y diplomáticos. Vladímir Putin y Hassan Rouhani se han reunido varias veces, más recientemente en septiembre de este año, para impulsar su relación económica, incluyendo negociaciones para evadir el régimen de sanciones contra Irán a través de un programa de petróleo por comida.

Además, Moscú lleva tiempo usando a Teherán como contrapeso a la injerencia de Occidente en Ucrania, como se interpreta un acuerdo reciente entre los dos para construir dos nuevas centrales nucleares en Irán, cada una de 1.000 gigavatios de capacidad.

De ahí que durante los gélidos encuentros entre el presidente Barack Obama y su contraparte rusa, Vladímir Putin, en Australia y antes China, las pocas palabras que aceptaron intercambiar se centraron, según ambos países, en tres temas: Ucrania, Irán y Siria.

Washington tiene razón para preocuparse porque esto no es un farol de Putin. Hace solo unas semanas, a finales de octubre, el poderoso jefe del Consejo de Seguridad ruso, Nikolai Patrushev, y veterano hombre de confianza de Putin, firmó sendos acuerdos para intercambiar inteligencia, lo cual solo pone por escrito en todo caso lo que ya está pasando en Siria.

Expandir las relaciones en todo aspecto, “conducirá a logros importantes para alcanzar los objetivos nacionales de cada país y reforzará la estabilidad regional y seguridad”, dijo el igualmente influyente Alí Shamkhan, la contraparte de Patrushev, tras la firma de los acuerdos.

Moscú se reservará el derecho claro de ejecutar todos estos acuerdos, así como tantos otros en el pasado, con la salvedad de que el marco geoestratégico cambió para beneficio de Teherán. Es decir, Occidente está asfixiando a Putin y su relación con el régimen de los ayatolás es de las armas más poderosas que tienen en su arsenal, sobretodo en relación a las negociaciones nucleares.

 

La estrategia de Moscú

Rusia e Irán comparten el imperativo de impedir un cambio de régimen en Siria como pretenden Estados Unidos, Europa, Turquía, y los países árabes liderados por Arabia Saudí, lo cual invariablemente implicaría una profunda derrota estratégica.

Pero para Moscú, alinearse con Irán y sus aliados se volvió urgente ante el temor –y no infundado– de que los ataques aéreos hasta ahora limitados a objetivos del Estado Islámico en Irak y Siria, tarde o temprano se extenderán a las fuerzas del régimen sirio.

Moscú perdería un pilar de su doctrina de defensa que ejerce desde su base naval en Siria que le permite operar en el Mediterráneo y el Canal de Suez, así como en el resto de la región. Es además una pieza clave para su poderío marítimo en el Mar Negro, sobretodo en la recién anexionada Crimea.

De hecho, Rusia se posiciona en un papel parecido al de EE UU y Europa, pero del lado contrario. Occidente está alineado con los árabes y Turquía por razones geoestratégicas en el objetivo de expulsar a Al Assad, pero sin la motivación sectaria de los árabes suníes y con mucho más cautela. Rusia hace lo mismo con Irán y el bando chií, también distanciándose del lío regional.

La diferencia es que Rusia sí ha encontrado una complementariedad con Irán. El primero aporta una cobija diplomática y ayuda militar, y el segundo con lo que haga falta, pero sobretodo el pie de fuerza que ningún poder ajeno a la región quiere comprometer. Ese respaldo a Siria, sin embargo, sería mucho más complicado sin el respaldo diplomático –y cooperación logística– de Moscú.

La primavera rusa con el bloque chií incluye a Irak, al que también está armando, y de hecho, mucho más que a Siria. Ya entregó los primeros aviones de combate y helicópteros de ataque, así como baterías de misiles para la lucha contra el EI. Moscú también se ha acercado a Hezbolá en Siria, aunque eso lo ponga en aprietos con Israel, con el que tiene buenas relaciones.

Y a pesar de la especulación de que Rusia solo busca vender más armas, lo cierto es que el volumen de negocio sigue siendo mínimo. Es un tema estratégico, y no económico, para ayudar precisamente a los países que también están en el bando contrario a Occidente y los árabes.

 

El punto de inflexión

Irán y los países del 5+1 (EE UU, Reino Unido, Francia, Rusia, China y Alemania) se dieron hasta el 24 de noviembre para cerrar un acuerdo sobre el programa nuclear iraní. Es posible que se amplíe el plazo, como Irán y Rusia preferirían, aunque será sobre todo difícil para el presidente Obama a causa de la recién fortalecida oposición republicana en el Congreso, que es mucho menos paciente y que presiona para que se ataque a Al Assad.

Si las negociaciones fracasan, Rusia ejecutará los acuerdos que ha firmado y conformará un frente común con Irán para proteger a Siria y por extensión para debilitar la presión de Occidente sobre Teherán. Si por otro lado se llega a un acuerdo, Irán y Rusia serán más proclives a negociar el futuro de Al Assad y una transición en Siria, siempre y cuando les implique en un papel clave.

Para los saudís eso es inaceptable por ahora y, por tanto, el impasse solo lo puede romper Obama. De ahí que el futuro de Siria se negocia en paralelo con el acuerdo nuclear, aunque oficialmente no tenga nada que ver. Queda por saber si Estados Unidos dará prioridad a luchar contra el EI o si decide abrir el frente, como Turquía y los árabes quieren, a luchar contra las fuerzas de Bachar al Assad, o sea, indirectamente contra Irán y Rusia.

Moscú y Teherán además también manejan su diplomacia paralela. Se están emparejando con Egipto para proponer negociaciones alternativas para un acuerdo político en Siria. Esta involucraría a Rusia e Irán, lo que Estados Unidos y los saudís han rechazado en las negociaciones lideradas por Occidente.

Su visión incluye una reforma profunda de la constitución siria y un gobierno de transición hasta nuevas elecciones que incluya tanto al régimen de Al Assad como a la oposición moderada. La estructura del Estado se mantendría y los rebeldes y fuerzas de al Assad nuevamente se unirían para luchar juntos contra los radicales islamistas, especialmente el EI.

De hecho, las elecciones presidenciales sirias son a mediados de 2015 y lo que Moscú ofrece es sacrificar a Bachar al Assad a cambio de que el régimen quede en pie y que los rebeldes se incorporen a un gobierno de transición. Pero para los árabes esto sería una derrota e insisten que Rusia e Irán deben simplemente replegarse y entregar el poder a los rebeldes, lo cual es incongruente con la relación de fuerzas militares en este momento.

Mientras Moscú y Teherán sostengan al régimen sirio, la guerra civil en este país se alargará, así como la amenaza de un EI que se nutre del vacío de poder. Y colaborando, Rusia e Irán están mejor preparados para aguantar el caos regional y las sanciones económicas de Occidente que el bloque rival los riesgos de tener un Estado Islámico que ahora amenaza los pozos petroleros de Arabia Saudí.

El papel de China solo fortalece la cooperación ruso-iraní. A ambos los nutre a través de jugosos contratos económicos que debilitan las sanciones de EE UU y sus aliados, mientras que sus empresas se consolidan en toda la región, ajeno a los conflictos sectarios.

Y a todo esto hay que añadir el voluble factor de la guerra en Ucrania. Mientras Occidente más estrangule a Rusia, más se va a defender Putin en la arena global. Más injerencia en Ucrania, más vuelos espías y más respaldo para Al Assad e Irán.

Arabia Saudí podrá seguir inundando los mercados con petróleo barato para herir a Rusia e Irán, y Estados Unidos pueden continuar sancionando a ambos, pero esto no parece que vaya a debilitar mucho a sus gobiernos, y mucho menos si al final optan por formalizar una alianza.