Afganistán es el Vietnam actual. Y no es una pregunta.

 

Manan Vatsyayana/AFP/Getty Images

A quienes dicen que comparar la actual guerra de Afganistán con la de Vietnam es ir demasiado lejos, hay que decirles que, si nos fijamos en la realidad, es quedarse cortos. Desde los orígenes de estos dos conflictos entre norte y sur hasta el papel de los rebeldes y la inutilidad de las elecciones presidenciales afganas de la semana pasada, es imposible ignorar las semejanzas entre las dos guerras. Los lugares y los rostros han cambiado, pero el enemigo es viejo y conocido. Cuanto antes se dé cuenta Estados Unidos de ello, antes podrá dejar de cometer los mismos errores.

Incluso a primera vista, los paralelismos estructurales son aleccionadores. Tanto Vietnam como Afganistán (antes de la intervención estadounidense) habían derrotado sorprendentemente a una potencia europea en una guerra de guerrillas que se prolongó durante un decenio, seguida de un conflicto civil entre el norte y el sur que duró otro decenio. En ambos países, los rebeldes contaban con la ventaja de una larga frontera imposible de vigilar y de cerrar y un santuario al otro lado en el que mantenían un control político absoluto. Las dos fueron enfrentamientos terrestres en Asia con unas rutas logísticas de casi 15.000 kilómetros y un terreno de enorme dureza y pocas carreteras, lo cual anulaba las ventajas de EE UU en movilidad sobre el terreno y artillería. Hay otros factores clave que también se parecen mucho: en los dos países, el 80% de la población, casi con exactitud, era rural y la alfabetización se encontraba en torno al 10%.

En ambos lugares, Estados Unidos intentó crear un Ejército nativo modelado a su imagen y semejanza, basado en sus esquemas organizativos. Tanto con el Ejército de la República de Vietnam (ARVN, en sus siglas en inglés) como con el Ejército Nacional Afgano (ANA, en inglés), la asignación de personal como asesores de combate y mentores fue la última prioridad. Y en ambas guerras, EE UU engañó a los estadounidenses sobre el tamaño de la fuerza nativa durante un periodo prolongado. En Afganistán, por ejemplo, las Fuerzas Armadas de Estados Unidos dicen que hay 91.000 soldados de ANA “formados y equipados”, cuando sabe a la perfección que apenas 39.000 están aún en activo y listos para actuar.

En los dos casos, Washington malinterpretó profundamente y de forma constante el carácter del enemigo contra el que luchaba. En Vietnam, insistió en llevar a cabo una batalla contra el comunismo, mientras que el enemigo llevaba a cabo una guerra de reunificación nacional. En Afganistán, EE UU sigue insistiendo en una lucha de tipo laico contra la insurgencia, mientras que el enemigo libra una yihad. Es difícil derrotar a un adversario al que no se comprende, y en el país centroasiático, como ocurrió en Vietnam, la lucha está librándose en una guerra diferente.

¿Será posible que animales
políticos como los del Consejo de Seguridad lleguen a acuerdos sobre
inmunidad?

Ésta no es más que la punta del iceberg de una larga lista de notables paralelismos. Lo que resulta de verdad sorprendente son las profundas conexiones estratégicas. Estados Unidos perdió la guerra en Vietnam, diga lo que diga el revisionismo histórico, por un vínculo fatal de carácter político y militar, y en Afganistán está sucediendo exactamente lo mismo. Como advirtió el analista en defensa Andrew Krepinevich hace muchos años, el Ejército fracasó en Vietnam porque insistió en luchar una guerra de maniobras para “encontrar, vencer y destruir” al enemigo (en lo que se conoció como “misiones de búsqueda y destrucción”) en vez de proteger a los habitantes de los pueblos. Hoy, esas tácticas se denominan “misiones de barrido y limpieza”, pero en definitiva es la misma cosa, limpiar pequeños pedazos de tierra durante breves periodos en un gran país, con la esperanza de matar a suficientes enemigos como para obligarles a rendirse. Sin embargo, la falta de hombres no fue el talón de Aquiles de Vietnam del Norte, y tampoco es el de Afganistán. En este último país, hay casi el mismo porcentaje de personal destinado, como misión primordial, a la reconstrucción rural (los Equipos de Reconstrucción Provincial) que en Vietnam a la “pacificación” (la “construcción nacional” actual): alrededor del 4%. El otro 96% se dedica a perseguir adolescentes analfabetos con armas por el campo, exactamente lo que el enemigo quiere.

Mientras tanto, el fracaso político en Kabul suena a déjà vu, a Saigón. Los expertos en contrainsurgencia consideran que una condición imprescindible para tener éxito es un gobierno al que considere legítimo el 85 o 90% de la población. En Vietnam, después del golpe de Diem, fue imposible, porque se sucedieron Ejecutivos incompetentes y totalmente corruptos. Ninguno tenía legitimidad para la población. Las descripciones contemporáneas de los diversos gobiernos de Saigón suenan igual a las descripciones de la Administración de Karzai hoy. A pesar de toda la fanfarria por las recientes elecciones presidenciales, el gobierno de Kabul tampoco será nunca legítimo, porque la democracia no es una fuente de legitimidad en Afganistán y no lo ha sido nunca. Desde hace mil años, ésta ha tenido exclusivamente orígenes dinásticos y religiosos. El error fatal cometido por Estados Unidos al eliminar una monarquía ceremonial afgana fue el equivalente al golpe de Diem en Afganistán: a partir de ahí, había escasas posibilidades de establecer un Gobierno nacional laico y legítimo.

Haya ganado quien haya ganado las elecciones presidenciales en Afganistán, será ilegítimo porque habrá sido elegido. Por lo visto, EE UU no ha aprendido nada de Vietnam.

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