Para algunos analistas estamos ante el fin de una época y de las alianzas tradicionales, como la OTAN. Pero Donald Trump podría adoptar una posición pragmática, paradójicamente similar a la de Barack Obama. Antes que el fin de una era el nuevo presidente de EE UU es un símbolo de la incapacidad de las elites de gestionar los múltiples desafíos que enfrenta la sociedad internacional.

Las declaraciones de Trump han oscilado entre la superficialidad y la ignorancia en un constante cambio de opiniones. Su campaña se basó en una agenda política interna con eventuales anuncios sobre política exterior, indicando que su tratamiento de la misma seria “empresarial”. Quienes quieran la protección de Estados Unidos, como Japón o los aliados de la OTAN, deberán pagar por ello, financiera y militarmente. A la vez, puso un signo de interrogación ante la solidaridad aliada (el “todos para uno” de la OTAN), indicando que primero están los intereses de EE UU y luego los del resto.

En el contexto de las tradiciones de la política exterior de ese país, Trump parece inclinarse por el aislacionismo. O sea, concentrarse en cuestiones internas, no implicarse en guerras en las que el interés de Estados Unidos no es prioritario, evitar alianzas comprometedoras. A la vez, algunas de las personalidades de las que se ha rodeado, y que podrían ocupar puestos en su administración, tienen una visión intervencionista hacia el mundo.

Este fin de semana un miembro del equipo de Trump, el ex director de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), James Woolsey, declaró a CNN que en la lucha contra el autodenominado Estado Islámico (EI) quizá habría que realizar “interferencias” en terceros países. Por otro lado, los denominados neoconservadores, altamente belicistas e intervencionistas, tratarán de influir en su administración. Los vínculos existen entre personas del entorno de Trump y este grupo que ha alentado las guerras en Irak, Afganistán, y que ha criticado al presidente Obama por no intervenir militarmente en Siria.

 

Nacionalismo autoritario

Copia de la revista 'Global People' en chino con Donald Trump en una portada que dice " ¿Por qué Trump ganó?, Shanghai , noviembre de 2016. Johannes Eisele/AFP/Getty Images
Copia de la revista ‘Global People’ en chino con el presidente electo de EE UU en una portada que dice "¿Por qué Trump ganó?", Shanghai, noviembre de 2016. Johannes Eisele/AFP/Getty Images

Es difícil hacer predicciones dada la personalidad imprevisible y volátil del futuro presidente, su falta de experiencia en cuestiones internacionales y el hecho que todavía está nombrando su gabinete. Pero diversos análisis presagian que se acaba una época. Para unos es el fin de la Pax Americana porque EE UU se replegará y abandonará el liderazgo mundial. Para otros, se altera el orden atlantista y de alianzas con Japón y Corea del Sur.

Casi todos coinciden que se inicia una nueva era. Esto genera grandes preocupaciones y ha llevado al secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, a indicarle a Trump que, para beneficio de todos, respete las reglas del juego de la seguridad occidental.

El politólogo Frances Fukuyama, quien al final de la Guerra Fría predijo que se iniciaba “el fin de la historia” debido al triunfo del capitalismo liberal sobre otras formas políticas, anuncia que con el nuevo presidente y los partidos de la ultraderecha en Europa, esa nueva época será de nacionalismo autoritario y antiliberal.

Este autor ve dos grandes peligros. Primero, que Trump, y sus amigos europeos, como los partidarios del Brexit y Mary Le Pen (si llega al poder en Francia) deterioren o acaben con los acuerdos internacionales de libre comercio. Trump, dice Fukuyama, es un nacionalista económico y puede alterar el orden liberal internacional que, aunque injusto y generador de la masa de excluidos que ahora votan por la ultraderecha, se ha establecido durante las últimas cuatro décadas. Este peligro es compartido por otros analistas que temen que en un mundo de alianzas no estables y crecientes intereses nacionalistas aumente el peligro de guerra entre potencias.

Segundo, que el sistema internacional asista a una competencia entre potencias nacionalistas –China, Rusia, Estados Unidos– con las consiguientes tensiones. Tanto Moscú como Pekín tienen ambiciones territoriales y conflictos con vecinos como Ucrania y los países Bálticos, en el primer caso, y con una serie de países de la región por disputas sobre el Mar de China y territorios adyacentes, en el segundo.

Una posibilidad, esbozada por Trump en su campaña, es que Washington busque acuerdos económicos y comerciales con Rusia y China, no interfiriendo en sus disputas o ambiciones regionales. Esto pondría, sin embargo, a su gobierno en una complicada situación con los aliados de la OTAN y con Japón y Corea del Sur en la región de Asia-Pacífico.

Para Moscú, este pragmatismo le sería conveniente. En círculos de poder en Rusia se considera que la mejor solución para la inestabilidad es volver a una bipolaridad económica y política, en la que Estados Unidos y Europa sean un bloque, Rusia y China configuren otro, y ambos operen como hegemónicos hacia el resto del mundo.

 

Crisis de larga duración

Casi todos los análisis dan por hecho que la decisión sobre en qué dirección avanzará el orden internacional provendrá de Estados Unidos. Sin embargo, ya no es sólo este país quién decide en la geopolítica global. El mundo es hoy multipolar. Ninguna potencia tiene la capacidad de imponerse sobre los demás, y todos establecen alianzas flexibles según sus intereses. Esa multipolaridad se debe al ascenso de otros, como China y los denominados emergentes (Brasil, Suráfrica, Turquía, India, Indonesia, entre otros), además del poder de actores no estatales, como grupos financieros.

Las banderas de Reino Unido, la UE y EE UU se mueven con el viento en la ciudad de Vigo, España. Miguel Riopa/AFP/Getty Images
Las banderas de Reino Unido, la UE y EE UU se mueven con el viento en la ciudad de Vigo, España. Miguel Riopa/AFP/Getty Images

Pero además de ese ascenso de otros, la debilidad de la OTAN o la Unión Europea no proviene solo de lo que decidan Trump o el Brexit, porque el poder hegemónico de Estados Unidos, el proyecto postestatal europeo y la influencia europea en el mundo son tres factores que se encuentran en profundos cambios y declives que configuran una situación de crisis y precariedad permanentes.

Esta crisis o turbulencia será de larga duración y tendrá diferentes manifestaciones como son actualmente la crisis financiera y el aumento de la desigualdad, el ascenso de partidos de derechas, el déficit de representación democrática, la falta de respuesta coordinada ante la llegada de los inmigrantes de Oriente Medio, Asia y África, la carencia de políticas serias y conjuntas para enfrentar el cambio climático, y las crecientes fragmentaciones internas en las sociedades europeas y de Estados Unidos (ricos/pobres, blanco/negros, cristianos/musulmanes, locales/inmigrantes).

Pese a los comentarios alarmistas y melancólicos sobre el “fin de una era”, podría haber una continuidad entre la presidencia de Obama y el período que inaugura Trump. El presidente demócrata fue el primero en reconocer que EE UU ya no podía continuar siendo el país hegemónico y precisaría operar dentro de un mundo multipolar y multilateral. Este reconocimiento le valió duras críticas, acusándolo de derrotista y antipatriota.

Sin embargo, Obama estaba en lo cierto, Estados Unidos sufre una grave crisis de legitimidad y credibilidad, especialmente en Oriente Medio. Aunque tiene el mayor poderío militar del planeta no puede controlar ni la política ni la economía de otros, como lo hacía después de la Segunda Guerra Mundial.

A principios de los 2000 y ante la evidencia de la crisis de hegemonía, el presidente George W. Bush hizo una política unilateralista (sólo apoyado por Gran Bretaña, Israel y unos pocos más) de dramáticos gestos militaristas (Afganistán e Irak) y de ataques al sistema internacional (transnacionalización de la tortura y violación del Derecho Internacional), que, paradójicamente, pusieron en evidencia la fragilidad y falta de visión de Estados Unidos.

Obama intentó recomponer la economía dentro del paradigma neoliberal, con reformas sociales (sistema de salud) e inversiones en infraestructura (bloqueadas por el Congreso controlado por los republicanos). A la vez, trató de resituar a Estados Unidos como líder respetable (cesar el uso de la tortura, tratar de cerrar Guantánamo, reconocer el Derecho Internacional) entre iguales en el sistema multipolar, y sustituir las intervenciones militares masivas por acciones con limitado número de efectivos y uso de alta tecnología bélica (drones).

Trump podría ser una síntesis de Bush y Obama. Cuando el futuro presidente dice que “América será grande otra vez” y afirma que el país se encuentra en crisis, repite el mismo reconocimiento que hizo Obama. Cuando indica que velará primordialmente por los intereses de Estados Unidos por encima de acuerdos y reglas internacionales está haciéndose eco de Bush.

El interrogante es si se inclinará hacia una política moderada y continuista, como la que hubiese hecho Hillary Clinton, pero que no hubiese solucionado los problemas internos y externos de Estados Unidos. O si se radicalizará en el unilateralismo nacionalista, como temen Fukuyama y otros, acelerando la crisis de un sistema internacional que sigue operando sobre la idea equivocada de que Washington lo puede liderar.

 

Negligencia de las elites

Un hombre iraní lee un periódico local con la cara de Donal Trump en portada el día después de las elecciones estadounidenses. Atta Kenare/AFP/Getty Images
Un hombre iraní lee un periódico local con la cara de Donal Trump en portada el día después de las elecciones estadounidenses. Atta Kenare/AFP/Getty Images

En las presidencias de Estados Unidos siempre hay fases y doctrinas. En cuatro años Trump puede empezar como un nacionalista unilateralista radical y evolucionar hacia un multilateralismo reticente. Es imposible saberlo.

Pero, además, se encuentran las inercias. Aunque Trump haga un repliegue aislacionista y nacionalista, Estados Unidos está implicado de forma directa o indirecta en Afganistán e Irak, dos países en los que mantiene una limitada pero activa presencia militar (por ejemplo, participando actualmente en la ofensiva sobre la ciudad iraquí de Mosul tomada por Daesh). Igualmente apoya a grupos armados en Siria, realiza acciones militares (con personal o con alta tecnología) en África (en Nigeria, Somalia y el Sahel), Pakistán y Yemen y tiene inmensos acuerdos militares con Israel, Egipto, Arabia Saudí, Japón y Colombia, por nombrar solo algunos casos.

En el nivel de la denominada alta política, Washington tendrá que decidir qué tipo de relación establecerá con Rusia, en cuestiones tan delicadas como Siria y Ucrania, y de qué lado se pondrá en los conflictos en el Mar de China entre Pekín y otros países.

Otro caso muy especial es Irán. En el camino a la presidencia Trump dijo que el acuerdo sobre el programa nuclear iraní alcanzado por los miembros del Consejo de Seguridad de la ONU, la UE y Alemania es el “más desastroso nunca firmado por Washington”. ¿Se enfrentará a sus aliados, y a Rusia, y dará la razón al sector más duro del aparato estatal iraní sacando a EE UU del acuerdo?  Por otra parte, Trump ha indicado que su prioridad es luchar contra Daesh aliándose con quien sea necesario. Teherán y Moscú, de hecho, tienen la misma prioridad y estarán encantados de discutir una alianza.

Posiblemente el nuevo ocupante de la Casa Blanca no signifique ni promueva exactamente el fin de una época. Alastair Crooke, ex miembro del servicio de inteligencia británico, director de la organización Conflict Forum, considera que si se inicia una nueva era estará marcada por un período de volatilidad política y financiera en Europa y Oriente Medio y un continuo estado de shock.

Trump es un signo, una llamada de atención, de la negligencia y falta de gestión de las elites sobre los problemas globales del sistema internacional –desigualdad, pobreza, conflictos armados, cambio climático, desempleo estructural, falta de oportunidades para las nuevas generaciones.