Islamistas paquistaníes cantan eslóganes antiestadounidenses a las afueras de Quetta.  Banaras Khan/AFP/Getty Images
Islamistas paquistaníes cantan eslóganes antiestadounidenses a las afueras de Quetta. Banaras Khan/AFP/Getty Images

Algunas claves de cómo el país podría caminar hacia la estabilidad, aunque desafortunadamente Islamabad está muy lejos de plantearse algunas de estas opciones.

Tras la masacre de la escuela de Peshawar sería de esperar que algunas cosas cambiasen en Pakistán, particularmente la actitud del Ejército y la sociedad civil hacia el terrorismo talibán. Sin embargo, esperar cambios radicales en el país resulta utópico.

Los problemas son numerosos y complejos, y muy a menudo no son considerados tan acuciantes en el propio Pakistán como desde el exterior. En el hipotético caso de que el país pudiera, y quisiera, resolver uno solo de sus problemas, ¿por cuál debería empezar?

En la raíz de todos los males se encuentra su rivalidad con India. Desde su independencia, Pakistán ha estado obsesionado con su vecino, al que ve como una amenaza para su propia existencia y un rival al que combatir. Islamabad se empeña en buscar la paridad, cada vez más irrealizable, con India, y en ser tratado internacionalmente en pie de igualdad.

El despegue económico indio desde los 90 hace cada vez más oneroso para Pakistán sus intentos de mantener una paridad militar, a la vez que deja en evidencia sus exigencias de ser tratado como una potencia del mismo calibre a nivel internacional. Además, India no supone una amenaza existencial para Pakistán, al menos física. El principal interés indio con respecto a su vecino es que se mantenga estable. Ideológicamente, no obstante, India sigue siendo una afrenta para la idea misma del Estado paquistaní, que era la de crear un hogar para los musulmanes del subcontinente. La pérdida de Bangladesh en 1971 y la presencia de tantos musulmanes viviendo en India como en Pakistán, ponen en cuestión el mismo fundamento del país.

Islamabad debería, por tanto, aceptar que India no representa una amenaza, y tendría que tratar de resolver diplomáticamente el conflicto de Cachemira. A estas alturas, la solución más lógica sería reconocer oficialmente las fronteras provisionales que dividen el enclave entre ambos países. Una reconciliación completa con Nueva Delhi tendría múltiples consecuencias y ofrecería un sinfín de posibilidades para Pakistán.

Como primera consecuencia, eliminada la amenaza india, el Ejército paquistaní debería replantearse su papel como garante y defensor del Estado. Las décadas de tensión con su vecino han convertido a las Fuerzas Armadas en la institución dominante en el país, además de en una rémora para su desarrollo, que absorbe un porcentaje desorbitado de sus recursos. Una reducción de la preponderancia militar podría abrir las puertas a un mayor papel de la sociedad civil en los designios de Pakistán.

El enfrentamiento con India también influye, en buena medida, en la política de Islamabad con respecto a Afganistán. Pakistán estableció en los 70 la doctrina de la “profundidad estratégica” que, a grandes rasgos, se basa en mantener un Afganistán amistoso o, más bien, controlado, de manera que no exista la amenaza de un segundo frente en caso de tensiones o incluso guerra abierta con India. La desaparición de la amenaza india permitiría, como segunda consecuencia, sentar unas nuevas bases en las relaciones con su vecino occidental.

La tercera consecuencia se deriva de las dos anteriores. La incapacidad de Pakistán de disputar militarmente Cachemira a India le llevó al empleo del terrorismo desde finales de los 80, trasplantando el modelo que habían empleado en Afganistán contra los soviéticos. Pakistán es, por tanto, un Estado que apoya y emplea el terrorismo como herramienta para impulsar sus intereses regionales. La desaparición de la amenaza externa eliminaría la necesidad de apoyarse en grupos terroristas, que se han convertido en uno de los principales males del país.

Los grupos terroristas a los que Pakistán ha apoyado son de carácter yihadista. El beneplácito estatal para las actividades de estos grupos desde los 70 ha creado una cultura de violencia y radicalismo religioso en la sociedad del país. Como cuarta consecuencia, por tanto, la retirada del apoyo estatal a estos grupos debería llevar aparejada medidas para reducir su influencia ideológica y su peso social.

Todo lo anterior nos lleva a la quinta consecuencia de la normalización de relaciones con India: una posibilidad real de desarrollo económico. Por una parte, Pakistán es una ruta imprescindible para los recursos energéticos que la creciente economía india demanda cada vez en mayor medida. El paso de oleoductos y gaseoductos provenientes de Irán y Asia Central dejaría considerables beneficios en concepto de derechos de tránsito para Pakistán, además de mejorar inmensamente su deficiente suministro energético.

Por otra parte, una reducción en el gasto militar paquistaní dejaría recursos disponibles para impulsar el desarrollo del país en otros muchos sectores. Además, la reducción de la incidencia del terrorismo permitiría la llegada de inversores extranjeros, que ahora mismo ven a Pakistán como un lugar carente de las más mínimas garantías de seguridad.

Hasta aquí la utopía. Por desgracia, es muy difícil que alguna de estas consecuencias vaya a verse plasmada en la realidad. La premisa fundamental, la normalización de relaciones con India, es anatema para el Ejército. El odio y el miedo a su vecino están demasiado enraizados en la mentalidad de las Fuerzas Armadas. Además, suponen su justificación de existir y de mantener la posición y los privilegios de los que disfrutan. Aún en el caso de una reconciliación con Nueva Delhi, quedaría el problema de qué hacer con el Ejército. Es poco probable que renuncien a sus prerrogativas de buen grado. Por otra parte, la clase política es tan corrupta e ineficaz que no constituye una alternativa fiable para liderar el país en solitario.

El apoyo a los grupos terroristas no puede ser retirado de la noche a la mañana, sin que esto tenga serias consecuencias para Pakistán. Sí es posible un cambio gradual, como el que se viene haciendo desde 2002, marcando a ciertos grupos como enemigos mientras se mantiene la tolerancia a otros. La línea divisoria está en quienes atacan a Pakistán y quienes solo atacan a otros (India, Afganistán, etcétera).

Si el Ejército paquistaní persiste en su actitud de condena selectiva del terrorismo, los ataques de grupos que se escapan a su control van a seguir produciéndose. Pero no parece que vaya a haber cambios al respecto. En buena medida, las organizaciones terroristas que han contado con el apoyo estatal son demasiado poderosas y cuentan con demasiado arraigo y simpatías como para borrarlas de un plumazo. Cualquier intento en este sentido llevaría a situaciones de caos.

Reducir la radicalización de la sociedad requiere no solo de la retirada oficial del apoyo a las organizaciones terroristas, sino de una intensa campaña de reeducación, similar aunque de signo contrario, a la campaña de islamización llevada a cabo por el general Ziaul-Haq en los 80.

Es imprescindible que Pakistán acepte su parte de culpa en los males que le aquejan y que los ciudadanos abandonen su afición a las teorías conspirativas, que habitualmente reemplazan la realidad en su visión del mundo. Un elemento común a estas teorías conspirativas, extendidísimas en Pakistán, es acusar a otros de todos los males del país, desde las inundaciones a la sequía, los terremotos o el terrorismo. Esto a su vez hace que la necesidad de cambio no sea ni mucho menos evidente.

Sería necesaria una sociedad civil formada y con criterio, y para obtener esto se necesitan décadas y una intensa reforma de la educación. Por desgracia, los extremistas religiosos y los partidos políticos que los apoyan, aunque acumulan malos resultados en cada elección, son los dueños de la calle y no van a tolerar ninguna moderación religiosa en la educación.

Por último, el desarrollo económico podría sentar las bases para que los necesarios cambios mencionados hasta el momento se produzcan. Sin embargo, se da la paradoja de que esos mismos cambios parecen imprescindibles para que se produzca una mejora de la economía.

En vista de todo lo anterior, quizás está de más el plantearse utopías con respecto a Pakistán. Programas de máximos no tienen cabida. A lo más que se puede aspirar por el momento es a que la situación no degenere, pero ni siquiera esto está garantizado.