Las bombas que aguardan a Barack Obama en 2010.

 

Desde luego, sería absurdo afirmar que el mundo escupe crisis con arreglo a los ritmos del sistema político estadounidense. Cada año trae sus brotes grandes y pequeños, desde guerras y golpes de Estado hasta hambrunas y catástrofes naturales. Pero los ciclos de la política de Estados Unidos importan, entre otras cosas, porque limitan cómo puede reaccionar su presidente ante los acontecimientos mundiales. Si el primer año se dedica a establecer una agenda y a poner a prueba a un dirigente que está verde, pasado este periodo es cuando la ambición se encuentra con la realidad. En el segundo año ya no hay margen para las excusas: el equipo está más o menos en su sitio, el presidente ya no puede alegar inexperiencia, y se avecinan las elecciones de mitad de mandato, con lo que el deseo de riesgo del Congreso se reduce drásticamente. Y los mítines y las reuniones con vecinos de Iowa y New Hampshire están a la vuelta de la esquina. El segundo año suele ser la última oportunidad de conseguir grandes cosas, y aquí podemos ver una sugerencia de los peligros y las posibilidades que aguardan a Barack Obama al empezar la que seguramente será una etapa complicada en el Despacho Oval.

En 1962, John F. Kennedy superó un error de novato en la Bahía de Cochinos y supo enfrentarse al líder soviético Nikita Kruschev en la crisis de los misiles cubanos, durante la que fue capaz de hacer caso omiso de los llamamientos a intensificar el conflicto y arriesgarse a una guerra nuclear o a capitular.

Adelantémonos hasta 1978, cuando un triunfante Jimmy Carter habló ante las dos cámaras del Congreso de Estados Unidos para anunciar lo que acababa de conseguir después de 13 días llenos de tensión en Camp David, Maryland: un acuerdo de paz sin precedentes entre dos amargos rivales en Oriente Próximo: Egipto e Israel. “Benditos sean los pacificadores, porque serán llamados hijos de Dios”, dijo Carter en reconocimiento de un histórico punto de inflexión que estaba seguro de que iba a extender la prosperidad y la armonía a toda la región. Interrumpido en 25 ocasiones por los aplausos, ni se imaginaba hasta qué punto su Gobierno estaba ya pasando por alto los signos evidentes de un futuro distinto para Oriente Medio, que estaban escribiendo las muchedumbres de manifestantes en las calles de Teherán y Tabriz. Como con tantos presidentes norteamericanos, el segundo año de Carter –desde su momento merecedor del Nobel, en Camp David, hasta las señales que no supo ver de la revolución iraní que se avecinaba– acabó definiendo su legado.

En 1990, George H. W. Bush abordó la desintegración de la Unión Soviética con aplomo y reunió una gran coalición internacional para enfrentarse a Sadam Husein, pero tardó en reaccionar ante una crisis económica y cerró los ojos cuando estalló el conflicto de los Balcanes. En 1994, Bill Clinton había logrado, por fin, que actuase la OTAN en Bosnia, pero el recuerdo de su parálisis mientras los ruandeses se despedazaban entre sí todavía le persigue, por no hablar de un comportamiento interior tan irregular –y el fracaso inmenso de su histórico proyecto de ley de sanidad– que los republicanos ganaron el Congreso ese otoño por primera vez en 40 años. Hace menos, en 2002, George W. Bush declaró una victoria prematura en Afganistán y empezó verdaderamente a prepararse para invadir Irak, unas decisiones que han sellado como pocas un legado presidencial.

Para este presidente, las crisis del segundo año pueden muy bien surgir de los mismos problemas que abordó en su discurso del día de la toma de posesión: una economía mundial frágil, una guerra fallida en Afganistán y Pakistán, un Irán recalcitrante, unos líderes israelíes y palestinos que no saben o no quieren firmar la paz, una Somalia que irradia caos y anarquía, un Irak que no se sabe si está listo o no para encargarse de su propia seguridad. Pero también es muy probable que algunos problemas que no están en las primeras páginas estallen de pronto y compliquen la vida a Obama. En 2010, podrían ser una recesión en W provocada por la subida de los precios del petróleo, una nueva guerra civil en un país asolado por el genocidio como es Sudán, o tal vez la implosión de Yemen y su transformación en un refugio de Al Qaeda. O quizá una crisis sucesoria en Egipto –el tambaleante aliado de Estados Unidos en el vecindario más volátil del mundo–, o el derrumbe del sistema comercial mundial, o cualquier otro puntito fuera del radar del presidente.

A pesar de lo que se habla del declive de Estados Unidos, el mundo seguirá buscando el liderazgo de Washington cuando estallen estas bombas de relojería. Ha llegado el momento de pasar a la acción, Barack.