Un niño tunecino hace el símbolo de la victoria en una manifestación que conmemora el aniversario de la revolución de 2011. Fethi Belaid/AFP/Getty Images

Las claves para entender por qué el país es una excepción, una “anomalía árabe”, en el Magreb y Oriente Medio.


Tunisia. An Arab Anomaly

Safwan M. Masri

Columbia University Press, 2017


La Primavera Árabe empezó y terminó en Túnez: mientras Egipto, Siria, Libia y Yemen descendían en un caos sangriento, las promesas de cambio en Marruecos y Argelia acababan aplastadas, Irak continuaba el sanguinario rumbo desatado por la invasión estadounidense en 2003, y la paz en Líbano se mantenía en el filo de la navaja, por el contrario, en solo cinco años, Túnez ha aprobado una constitución progresista, ha celebrado dos elecciones parlamentarias —en las que se vio que los islamistas podían obtener muchos votos y perderlos— y ha dado la bienvenida al primer presidente elegido democráticamente. Béji Caïd Essebsi está decidido a mantener lo mejor del legado dejado por el fundador del Túnez moderno, Habib Burguiba, entre otras cosas, en lo relativo a los derechos de la mujer. Recientemente habló para reclamar la igualdad en las leyes de herencia, la última desigualdad legal que existe entre los dos sexos. Sin embargo, la mala situación económica es motivo de preocupación, y los que desde Occidente critican a los políticos tunecinos por su falta de decisión ante los grandes retos sociales y económicos deberían recordar lo que le ha costado a la única democracia del mundo árabe el caos de Libia, un caos del que ellos fueron en parte responsables.

Como afirma Safwan Masri en su excelente estudio sobre los orígenes de la historia moderna de Túnez, el país es “una anomalía árabe”. Por eso, dado que conocía personalmente el país desde 1951 y había informado sobre él, en particular para el Financial Times y la BBC desde 1974, yo estaba convencido de que Túnez era el único país árabe que, tras la caída de Ben Alí en enero de 2011, tenía serias posibilidades de ser más democrático. Túnez no es un modelo fácil de reproducir en otros lugares del norte de África y Oriente Medio, por tres motivos.

Las reformas en los ámbitos de la educación, la religión y los derechos de la mujer que se hicieron a mediados del XIX plantaron las semillas de unos debates e instituciones que, a pesar de las restricciones del gobierno colonial francés, permitieron un diálogo mucho más abierto y moderno sobre el futuro del país entre los militantes del partido nacionalista Neo Destour que en ningún otro Estado del mundo árabe. La visión de futuro del líder del partido y primer presidente de Túnez, Burguiba, permitió que el nuevo Estado concediera a las mujeres (casi) los mismos derechos que los hombres en 1956, un avance al que siguieron la planificación familiar, el control de las instituciones religiosas tradicionales y el alejamiento de la religión del centro del debate. Educar a todos los tunecinos se convirtió en una necesidad acuciante. Después de que cayera Burguiba en 1987, un Ben Alí cada vez más hostil y corrupto y un partido islamista —En Nahda— legalizado en 2011 hicieron que la situación fuera a veces muy inestable, pero, en general, las actitudes respecto a las mujeres y la religión coincidían más con las de Europa que con las de la Península Arábiga, uno de los principales motivos por los que los gobiernos islamistas (2011-2013) fracasaron en sus intentos de imponer la sharia (ley islámica). Los tunecinos están mucho más cerca del sur de Europa que los saudíes o los egipcios.

Las raíces de la identidad tunecina se remontan a la fundación de Cartago, hace más de 2.800 años. La región que constituye el Túnez moderno estaba gobernada desde la ciudad de Cartago, cuyo palacio presidencial se encontraba en los alrededores de la capital actual. Masri afirma que Túnez es distinto de sus vecinos, pero podría haber evitado tópicos coloniales como el de decir que Libia y Argelia son “oscuras expresiones geográficas”. Varios libros recientes contribuyen enormemente a corregir esos clichés. Los puntos de referencia del país no son solo “los franceses y los italianos”, sino también los argelinos, como puede atestiguar cualquiera que viaje a ciudades como Tabarka, El Kef, Kasserine y Gafsa. Los miembros de la clase dirigente tunecina no comparten todas las opiniones de sus compatriotas del interior. Sin embargo, Túnez es más homogéneo que la mayoría de los países árabes, y es pequeño. Sus ciudades costeras siempre se han relacionado con otras ciudades del Mediterráneo, y eso ha influido en la historia del país, como influyó en el pensamiento de Burguiba.

Masri señala acertadamente que la ciudad de Kairouan, que presume de tener una de las mezquitas más espléndidas del islam, se hizo famosa por elaborar un código legal que se adelantó varios siglos a su tiempo con los derechos que concedía a las mujeres en el matrimonio. Además, Túnez fue la cuna de Ibn Khadoun, que estudió la teoría de la productividad, el trabajo humano y la organización social de la producción, si bien conviene recordar que la Muqddimah, en la que se trataba la teoría de la historia, se escribió en Frenda (Argelia), y que su autor vivió y trabajó en todo el Magreb y en Granada.

Masri ofrece un análisis interesante de la historia de Túnez entre los siglos XV y XIX, pero sobre el tópico de los “piratas turcos de triste fama”, tan querido de los historiadores antiguos. Muchos estudios recientes han puesto de relieve la complejidad de la vida de los piratas y los corsarios, una actividad que también ejercían los ingleses, franceses, venecianos y malteses en la misma medida que los procedentes de ciudades norteafricanas como Túnez y Argel. Los otomanos no “capturaron territorios” en el norte de África. En el caso de Argel, fueron los jefes locales los que escribieron a la Sublime Puerta (la administración del Imperio otomano) para pedir ayuda con el fin de “evitar que sufrieran la suerte de Granada”, que había sido conquistada en 1492. En 1516, España había conquistado ya Orán, Bejaia y el Peñón en la bahía de Argel. Unas décadas más tarde, se apoderó de Túnez.

El autor se encuentra verdaderamente a gusto cuando pasa a hablar del presente, empezando por las grandes reformas de los beys del siglo XIX y sus ministros, en particular Mustafá Khaznadar y Khayr al Din, cuya obra fundamental, publicada en 1867, estableció para siempre su legado de gran reformista. En La vía más segura al conocimiento sobre la condición de los países, “defendió la estabilidad en las instituciones políticas y el imperio de la ley como condiciones indispensables para el poder y la prosperidad de las naciones”. No trató el sufragio universal, pero sí defendió la igualdad ante la ley y la regulación de los dineros públicos. Aunque no logró reformar la vieja universidad coránica de Zaituna, creó, incluso antes de que los franceses se anexionaran Túnez en 1881, una nueva institución laica.

La Universidad de Sadiqi se llamó así por el Bey Muhammad III al Sadik, el gobernante que en 1861 dio una constitución a Túnez, la primera de un país árabe o musulmán. En Sadiqi, los estudiantes estaban allí por sus méritos y procedían de todas las regiones del país, y la enseñanza era gratuita. La universidad era famosa por su diversidad religiosa (se admitía a los judíos), y forjaba entre quienes asistían a ella un sentimiento de pertenencia nacional que explica por qué la modernización de Burguiba tuvo tanto éxito a partir de la independencia del país, en 1957: los antiguos alumnos dominaron la administración durante 30 años.

A partir de los 80, en los liceos franceses se educaron las nuevas élites, que a menudo conocen mejor París que el interior del propio Túnez. Las consecuencias del reclutamiento social selectivo que han ejercido los liceos en todo el norte de África han sido casi catastróficas, porque han consolidado las divisiones sociales y regionales. Hoy, la brecha social entre la costa, más rica, y el interior, más pobre, es seguramente el reto más difícil que afronta la joven democracia tunecina.

En los capítulos “The Age of Modern Reform”, “Putting Religion in Its Place” y “Educating a Nation”, Masri da vida a una historia que no se conoce suficientemente en el mundo exterior, ni siquiera por parte de los especialistas en Oriente Medio. Explica por qué Túnez es un caso tan excepcional en Oriente Medio y la región del norte de África. Son fundamentales las intervenciones de los rectores de Zaituna en la década de 1930, los jeques Tahar Ben Achur y su hijo Fadhel. Su firme apoyo en 1956 al Code du Statut Personnel de Burguiba, que daba a las mujeres unos derechos que no tenían en ningún otro país árabe, fue importantísimo. El entonces primer ministro, poco después primer presidente de Túnez, se enfrentaba a una fuerte oposición del ulema tradicional, pero muchos tunecinos estaban de su parte: habían leído los libros del reformista Tahar Haddad (1899-1935), que creía que la razón por la que las sociedades musulmanas estaban más atrasadas que las de Europa era que los musulmanes habían malinterpretado los principios del islam.

Chicas tunecinas andan por la Avenida Habib Bourguiba, en la capital del país. Fethi Belaid/AFP/Getty Images

Para Haddad, los derechos humanos y civiles fundamentales, incluidos los de las mujeres, no podían separarse del islam. Era partidario del mutuo consentimiento para casarse el fin de la poligamia y el divorcio unilateral. Por su parte, el jeque Fadhel Ben Achur presidió la sesión constituyente de la Union Générale Tunisiènne du Travail, el segundo sindicato más antiguo de África, que desempeñaría un papel crucial en la lucha por la independencia. Burguiba sabía bien que la religión “estaba arraigada en la sociedad tunecina y… podía ser un factor que diera legitimidad al movimiento de independencia…, [pero] marginó la religión cuando le pareció que podía retrasar el ritmo de los cambios modernizadores que constituían la base de su visión para el joven Estado que estaba construyendo”.

Masri compara la evolución de Túnez con la de Oriente Medio, en especial Jordania, donde creció, y muestra las concepciones tan diferentes de la sociedad y del papel del islam que había entre los herederos de Cartago y los que solían dominar en Oriente Medio. En realidad, todo el norte de África es muy distinto de Oriente Medio y la Península Arábiga. Túnez está muy por delante de Argelia y Marruecos en los derechos de las mujeres y la libertad sindical, pero, desde el punto de vista sociológico, tiene más cosas en común con sus vecinos occidentales —a pesar de los rápidos y desastrosos resultados de la arabización de la educación— de lo que el autor parece creer. Esto es innegable si se examinan las dificultades económicas que afronta Túnez y que es necesario abordar con audacia para que la democracia se consolide. Aunque la economía no es el tema de este libro muy bien escrito, el hecho de que no mencione en la bibliografía ni el título de Gilbert Achcar ni el de Mahmoud Ben Romdane es extraño. Otros estudios sugieren que los tres países del norte de África son al mismo tiempo muy diferentes y extrañamente similares.

El autor no acaba de comprender bien la economía. El Banco Mundial y el FMI no obligaron a duplicar el precio del pan, que desató unos disturbios sangrientos en enero de 1984. La subida fue consecuencia de las disputas de los ministros por el poder, con un presidente enfermo cuyo ministro de Economía, Azouz Lasram, le advirtió de que aumentar los precios sería como “plantar una bomba bajo su propia silla”. El sector de la minería, en especial el de los fosfatos, no estaba en decadencia en los 80, y desde luego no sufría la competencia de Marruecos. Más bien al contrario, porque un gran plan para modernizar el sector, que incluía la producción de ácido fosfórico y fertilizantes, había atraído gran interés e inversiones del extranjero y estaba ya en marcha.

El último capítulo del libro, “The Education Paradox”, ofrece una explicación muy lúcida de por qué Ben Alí se propuso rebajar el nivel de parte del sistema educativo construido tras la independencia. “La rápida expansión de la educación bajo el mandato de Ben Alí rebajó los criterios de calidad y agravó el problema del paro: un mayor número de graduados universitarios, algunos con la ilusión de creerse bien formados, se lanzaban a buscar empleo y, a veces lo conseguían”. La eliminación de las vías de formación profesional —menos académica— en la escuela secundaria empeoró aún más el problema, que se convirtió en una bomba de relojería, porque los tunecinos más pobres, llegados del interior, que habían sudado sangre para enviar a sus hijos a la universidad, se encontraron con que les habían vendido un engaño. Sus hijos e hijas fueron los que encabezaron las revueltas de 2010-2011. Y durante todo ese tiempo, el Banco Mundial jaleó a Ben Alí: el autor cuenta que Túnez manipulaba las estadísticas, algo que es cierto, pero lo importante era la profunda complicidad de Occidente, que deseaba estabilidad en la región fuera como fuera.

Del libro de Safwan Masri se agradece la explicación de por qué Túnez tiene una posibilidad razonable de desarrollar unas raíces democráticas más profundas. Su atención a la riqueza del debate nacional sobre el papel de la religión y las mujeres en la sociedad tunecina desmiente, además, la idea de que el islam es en sí mismo el motivo de la incapacidad de la mayoría de los Estados árabes modernos para modernizarse. Como señala el autor, Túnez tuvo la suerte de que no lo consideraran lo bastante estratégico como para merecer una intervención de Occidente; También tuvo la suerte de que la revuelta contra Ben Alí no la iniciaran los islamistas, sino unos jóvenes tunecinos que de inmediato obtuvieron el apoyo sindical. Llamar revolución a lo que sucedió en Túnez es exagerar. Lo que pasó en enero de 2011 fue una revuelta contra el sistema que consiguió descabezarlo, pero no una revolución. La historia nos enseña que las revoluciones son sangrientas, así que lo mejor que le pudo pasa a Túnez fue no tener que vivir una. Dicho esto, si quiere que las líneas de fractura social y regional no aumenten, tendrá que encontrar políticos con coraje. Lejos de ser, como dicen algunos observadores, uno de los misterios de la Primavera Árabe, Túnez es, como muestra muy bien este libro, una “anomalía”. Y precisamente por eso tiene bastantes probabilidades de éxito.