La industria que une turismo y voluntariado tiene un valor de más de 173.000 millones de dólares. La mayor parte va a parar solo a las empresas intermediarias, acusadas de priorizar las necesidades de sus clientes por encima de quienes reciben la ayuda, aunque esta actividad también puede ser una vía para explotar la economía local. Bautizada como “la carga del turista blanco”, cabe preguntarse si esta práctica merece tal escarnio.

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Una voluntaria trabaja en la construcción de un colegio en Palestina. David Silverman/Getty Images

Cada año, millones de personas deciden combinar sus viajes lúdicos con actividades puntuales de voluntariado. El auge de esta industria llevó hace tiempo a que se acuñara el término volunturismo.

Buena parte de quienes recurren a esta fórmula mixta de experiencia viajera, ayuda al prójimo y contribución al desarrollo, son estudiantes que ven en estas actividades una forma de apuntalar sus currículos con una moderada dosis de “trabajo de campo” (no en vano, algunas de las empresas organizadoras venden sus planes como un complemento ideal al desempeño académico).

Los viajeros, sean o no estudiantes, proceden normalmente de países ricos occidentales y realizan sus actividades de voluntariado en lugares pobres del hemisferio Sur. Algunos de los destinos más comunes son Filipinas, la India, Tailandia, Nepal, Camboya o Suráfrica.

Se trata, además, de un fenómeno en aumento y con un futuro muy prometedor, ya que esta opción de viajes es cada vez más popular entre los jóvenes. Según un estudio de JPMorgan, el 84% de los millennials encuestados afirmaron querer participar en actividades de volunturismo.

El despegue de esta industria, noble o dudosa, ha coincidido con una encarnizada retórica contraria a la misma que la tacha de ineficiente, dañina, neocolonial y paternalista.

 

El hombre blanco y su carga

No le han faltado epítetos denigrantes a este negocio, incluido el que lo describe como la carga del turista blanco. Se trata de una referencia inspirada no tanto en el poema casi homónimo de Rudyard Kipling, como en las reflexiones del economista norteamericano William Easterly, quien, en su libro The White Man’s Burden: Why the West’s Efforts to Aid the Rest Have Done So Much Ill and So Little Good, publicado en 2006, denuncia el carácter contraproducente y estéril de la ayuda al desarrollo comandada desde los países ricos.

Muchas han sido las cabeceras mediáticas internacionales que, en los últimos años, se han sumado a la oleada de críticas, añadiendo así su propia muesca en la maltrecha reputación de esta industria. El volunturismo se ha convertido así en una suerte de chivo expiatorio, lo que lleva a preguntarse si es realmente merecedor de tanto escarnio y demonización.

Aunque no existan cálculos precisos, se estima que esta industria está valorada en cerca de 173.000 millones de dólares, según la organización ReThink Orphanages.

Al margen de la dificultad para cuantificar los números del volunturismo, es evidente que sus astronómicos dispendios podrían tener un beneficio mucho más notable si se inyectara directamente en proyectos concretos, utilizando mano de obra y especialistas locales. Esa ingente masa de dinero apenas llega a los supuestos beneficiarios, o lo hace en un porcentaje mínimo, ya que la mayor parte de ello se destina a sufragar viajes de avión, alojamientos u otras necesidades del viajero, así como a la remuneración de las empresas y organizaciones intermediarias.

La ausencia de un organismo regulador de esta industria crea un indeseable laissez faire en el que proliferan las nuevas empresas que explotan este negocio, sin que haya reglas vinculantes que dignifiquen sus actividades. A pesar de las críticas, el negocio no cesa de avanzar y de diversificarse: Carnival Corp. el operador de cruceros más grande del mundo, lanzó en 2015 una opción que combina la navegación de los mares con los servicios solidarios en tierra.

 

Clientes satisfechos

Lo que los críticos consideran más preocupante es la falta de preparación de los turistas. Al contrario que el voluntariado tradicional, que fija unos criterios de selección exigentes y unos tiempos de estancia mínima, a los volunturistas generalmente no se les exige experiencia ni cualidades especiales, sino que son ellos los que eligen el destino, el proyecto, la actividad y la duración.

Las empresas intermediarias que gestionan los viajes no tienen nada que ganar escogiendo escrupulosamente a los candidatos, porque su principal interés es el dinero. El cliente paga y, por lo tanto, manda. Las necesidades reales del proyecto al que supuestamente va a contribuir quedan en segundo plano.

Los comentarios más críticos señalan que, incluso cuando las labores de voluntariado no las llevan a cabo turistas, sino organizaciones internacionalmente acreditadas, éstas a veces fracasan en su empeño de lograr efectos duraderos. Como ejemplo, lo que le sucedió a la Cruz Roja durante sus tareas de ayuda a la reconstrucción de Haití tras el terremoto de 2010.

Frente a la evidencia de que incluso las organizaciones solidarias y humanitarias más profesionalizadas se ven en ocasiones superadas, las pretensiones de marcar la diferencia por medio del volunturismo resultarían especialmente risibles e insignificantes.

Esta crítica es inapelable, pero no necesariamente justa, porque se ciñe a proyectos de inmensa escala para hacer frente a desastres de gran magnitud y que en efecto pueden superar las capacidades de los profesionales más avezados. Es improbable que ningún volunturista, por ingenuo que sean sus planteamientos, pretenda logros de semejante calibre, sino que más bien aspirará a tener un impacto positivo en proyectos de alcance limitado.

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Niños refugiados juegan con voluntarios en un parque de Amán. KHALIL MAZRAAWI/AFP/Getty Images

La esencia del problema radica en que estas experiencias, aun cuando enfatizan la cara altruista del viajero, no se centran en las necesidades de quienes reciben esa supuesta ayuda, sino en la satisfacción del cliente. Lo que se vende es una experiencia de maduración, regocijo y aprendizaje para el turista. Los lugares y las personas beneficiarias de esa solidaridad de pago serían, según las reflexiones más críticas, apenas un decorado por el que van pasando extranjeros deseosos de enriquecimiento personal.

 

Entre el bien y el mal

Si aceptamos el volunturismo desde la óptica de la satisfacción del cliente, pueden al menos rebajarse las expectativas: ya no se exigirán proezas o contribuciones sustanciales a unos viajeros que buscan una coartada solidaria para su sed de vivencias.

Pero no siempre es posible alcanzar esa relativa inocuidad. Los efectos de esta industria son a veces perniciosos. La contribución de los viajeros como “mano de obra barata” despoja a las poblaciones locales de los puestos de trabajo que necesitan. De esta forma, los volunturistas inhiben la contratación de mano de obra del lugar y, en ocasiones, acometen sus tareas de forma deficiente, de tal forma que tienen que ser rectificadas por los lugareños. Sin embargo, esta crítica implica asumir que hay alguien dispuesto a contratar mano de obra local para acometer las tareas que los volunturistas realizan ad honorem, lo que probablemente no sea el caso en muchos lugares y comunidades que sufren el permanente abandono de las autoridades.

Este negocio, no obstante, también tiene efectos beneficiosos, como el dinero que dejan los viajeros en las economías locales (por muy menguado que llegue) mediante los bienes y servicios que consumen. Esto es aplicable no sólo al volunturismo, sino también al turismo de forma genérica, pero es cierto que los viajeros voluntarios suelen desarrollar su actividad en lugares fuera de los circuitos comunes, a los que normalmente no llegan otros ingresos.

Según el Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC), los beneficios económicos de esta actividad podrían maximizarse incluyendo en el mismo pack del viajero vínculos con proveedores locales de transporte, alojamiento y servicios turísticos tales como guías. Podría así construirse una avenida de llegada rápida de ingresos a zonas deprimidas sin que sea necesaria la existencia previa de grandes infraestructuras de transporte u hoteleras, como es el caso en las zonas de turismo intensivo.

 

¿Una experiencia narcisista?

Otras críticas al volunturismo son más dudosas, al apartarse de las consideraciones pragmáticas y entrar de lleno en un peliagudo debate ideológico. Siguiendo la línea de Easterly y de la carga del hombre blanco, nos encontramos que esta industria perpetúa la idea de que los países pobres dependen enteramente de la benevolencia de los ricos, al ser aquéllos incapaces de diseñar por sí mismos la estrategia que les saque de la miseria.

Si esta crítica se aplica a esfuerzos serios y profesionalizados de ayuda al desarrollo, con más razón cabría achacársela al volunturismo. Pero, nuevamente, el juicio es un tanto desmesurado y presupone un cierto mesianismo no demostrado por parte de estos viajeros. En realidad, es posible que, como hemos visto antes, éstos tiendan a centrarse en su experiencia personal y no se sientan necesariamente como los enviados de una fuerza exterior salvífica. Y más improbable aún es que las comunidades beneficiarias se dejen engatusar por la promesa de que la ayuda procedente del mundo rico sea la solución infalible a sus problemas.

Otra línea crítica sostiene que el volunturismo es cada vez más un reflejo del narcisismo democratizado de la era de los selfies y las redes sociales, de suerte que el contacto con los desfavorecidos en países remotos sea una excusa para sacarse una fotografía, difundirla y vender una imagen de solidaridad y espíritu aventurero. Sin embargo, tal comentario no deja de ser una caricaturización indemostrable y que en todo caso no desacredita a la actividad en su conjunto.

Todos los críticos del volunturismo coinciden en señalar que los efectos de esta industria son especialmente nocivos cuando lo que se oferta es el cuidado de menores en orfanatos. Esta línea de negocio ha resultado ser tan demandada y lucrativa que parece estar espoleando la reclusión de los niños en este tipo de instituciones, impidiendo así que se busquen otras alternativas mejores, como por ejemplo su acogida en una familia (en muchos casos, los menores que están internados en estos centros de países pobres ni siquiera son huérfanos y podrían, con un poco de ayuda, estar con sus propias familias).

Los orfanatos son cada vez menos comunes en los países ricos, porque existe el consenso de que resultan perjudiciales. Pero la explosiva demanda de occidentales dispuestos a pagar por cuidar a niños hace que aquéllos proliferen en países como Camboya, donde UNICEF pide a los voluntarios que eviten los orfanatos y echen una mano en otro tipo de alternativas para los menores.

Por todo ello, orientar el volunturismo hacia actividades distintas al cuidado de niños en orfanatos es una de las primeras normas para tratar de limpiar el nombre de esta industria. Otra opción, ante la ausencia de una regulación efectiva, es que las empresas intermediarias puedan acogerse a mecanismos voluntarios que garanticen sus buenas prácticas. Por ejemplo, Fair Trade Tourism, una organización que promueve el turismo justo en África, concede una certificación a los programas de volunturismo que respetan e incluyen a la población local en sus actividades.

 

Beneplácito oficial

Las críticas y sugerencias que recibe esta industria no deberían provenir sólo de organizaciones del mundo rico. Es necesario contar tanto con la voz de las comunidades supuestamente beneficiarias, como con la de los gobiernos de los países en los que tienen lugar estas actividades.

Un estudio del Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC), realizado en una comunidad filipina en la que se desarrolla un programa de volunturismo, muestra que su impresión es favorable, sobre todo porque los ingresos de esta actividad recaen de forma directa sobre la población. Ciertamente, ésta es sólo una voz positiva que en ninguna medida refleja el fenómeno en su conjunto, pero al menos revela una experiencia legítima y vivida en primera persona que puede ayudar a que la industria se alinee con las necesidades locales.

Mientras muchos medios de comunicación y organizaciones denuestan el volunturismo, algunos de los países receptores del mismo lo promocionan abiertamente en sus páginas oficiales. Un ejemplo es Sri Lanka, que promueve la llegada de viajeros al país para ayudar en proyectos de enseñanza de idiomas, potabilización de agua o erradicación del dengue. Sin embargo, se menciona expresamente que los turistas deben tener la formación adecuada para realizar esas funciones.

También Tanzania promociona el volunturismo a través de su web turística oficial. Lo hace centrándose sólo en la experiencia que tendrá el viajero, sin prestar demasiada atención a los presuntos beneficios para la población local. El eslogan promocional que utilizan las autoridades tanzanas habla por sí solo: “Uno de los aspectos más valiosos de este tipo de experiencia es que, una vez concluido el viaje, los volunturistas generalmente sienten que han recibido mucho más de lo que han dado al lugar y a sus habitantes”. Una consigna que, por sí misma, no convierte a esta industria en aceptable o inaceptable, pero que al menos la fija en sus coordenadas más realistas.