El presidente de Kazajistán, Nursultán Nazarbayev, el presidente chino, Xi Jinping, y su homólogo ruso, Vladímir Putin, durante una cumbre de la Organización de la Cooperación de Shanghai, septiembre de 2013. AFP/Getty Images
El presidente de Kazajistán, Nursultán Nazarbayev, el presidente chino, Xi Jinping, y su homólogo ruso, Vladímir Putin, durante una cumbre de la Organización de la Cooperación de Shanghai, septiembre de 2013. AFP/Getty Images

¿Qué Estados han optado por mantenerse al margen y por qué?

 

China: la línea roja de la integridad territorial 

A pesar de la gran alianza estratégica entre Rusia y China, Pekín no ha querido pronunciarse a favor de la anexión de Crimea, pero tampoco sumarse al coro internacional de denuncias a las maniobras del Kremlin. Esta prudencia se debe a la necesidad de no ofender a un aliado clave, pero sin por ello respaldar el referéndum de Crimea de marzo de 2014, ya que ese movimiento podría asemejarse a lo que algunos reclaman de Pekín en sus territorios de Tibet, Taiwan o Xinjiang. El gigante asiático lo tiene muy claro: no apoya referéndums independentistas ni ningún otro artilugio político por el estilo en ningún lugar, ni aun cuando lo propugne su gran socio (de hecho, tampoco apoyó la fugaz invasión rusa en Georgia en 2008).

En un momento de gran desconfianza entre China y EE UU, y a pesar de que Pekín ve en Moscú a un aliado para contrarrestar a Washington, la clásica doctrina de la política exterior china, basada en el dogma de la integridad territorial y en la no injererencia en los asuntos domésticos ajenos, constituyen líneas rojas que le impiden pronunciarse a favor de Rusia en este asunto particular. Además, China y Ucrania tienen una relación de importante peso comercial, militar y agrícola. El actual Gobierno chino, que ha hecho de la lucha contra la corrupción su bandera, se siente compelido a respaldar al nuevo ejecutivo ucraniano, que depuso al hiper-corrupto ex mandatario Viktor Yanukovich. Así, Pekín y el nuevo poder en Kiev han acordado incrementar sus relaciones, lo que impide respaldar la maniobra anexionista rusa. A su vez, gracias a la importancia mastodóntica de China, Moscú no puede permitirse que esta afrenta comprometa sus lazos con Pekín, por lo que el gigante asiático camina triunfal sobre la línea divisoria del conflicto.

 

Brasil: la política del no-arrinconamiento 

En un principio sorprendió que Brasil se abstuviera en la resolución de la Asamblea General de Naciones Unidas que censuraba las acciones del Kremlin en Crimea. ¿Cómo podía una república de origen anticolonialista aceptar la política anexionista de Moscú? La decisión de Brasil, común a todos los BRICS, está en sintonía con un cuestionamiento del ostracismo deliberado, por parte del bloque occidental, de países que, como Rusia, tienen una gran utilidad para las potencias emergentes. Brasil tiende a distanciarse de las sanciones impuestas por EE UU o la UE, se opone al embargo estadounidense en Cuba y, de forma general, critica la política de arrinconamiento y defiende un orden multipolar en el que es necesario mantener alianzas con diversos polos de poder, incluyendo por supuesto a Rusia.

El cuidado que ha mostrado Brasil en evitar oponerse al Kremlin no significa que defienda abiertamente las acciones de Vladímir Putin, ni que por ello esté dispuesto a sacrificar sus relaciones con Washington y Bruselas. Tampoco ha querido enemistarse con Ucrania ni echar a perder las intensas relaciones que mantienen Brasilia y Kiev (la gran potencia suramericana tiene un poco conocido pero suculento programa de cooperación aeroespacial con Ucrania). Esos negocios deben mantenerse y conjugarse adecuadamente con los inmensos vínculos comerciales entre Brasil y Rusia, que rozan los 6.000 millones de dólares (unos 4.700 millones de euros) anuales, y que ambas potencias quieren elevar por encima de los 10.000 millones de dólares. A su vez, las pretensiones brasileñas de tener un papel más fuerte en el escenario global, ejemplificadas en su afán por obtener un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU, le obliga a mantenerse en buenos términos con los dos bloques, ya que cuenta con el apoyo del Reino Unido, Francia y de EE UU (este último con algunas reservas), pero también del Kremlin. Por todo ello, caer en gracia a ambos lados del conflicto es el delicado objetivo diplomático de Brasil.

 

India: alianzas estratégicas en dos direcciones opuestas

El primer ministro indio, Narendra Modi, habla a la prensa mientras el presidente estadounidense, Barack Obama, escucha en el Despacho Oval de la Casa Blanca, Washington, septiembre de 2014. Alex Wong/Getty Images
El primer ministro indio, Narendra Modi, habla a la prensa mientras el presidente estadounidense, Barack Obama, escucha en el Despacho Oval de la Casa Blanca, Washington, septiembre de 2014. Alex Wong/Getty Images

Nueva Delhi no se encuentra en una posición fácil, y por ese motivo también se ha decantado por la neutralidad. India ha negado su apoyo a las sanciones impuestas a Rusia, no sólo por el tradicional recelo indio a respaldar sanciones que no han sido bendecidas por Naciones Unidas, sino también por miedo a comprometer decenios de fructífera colaboración con Moscú. Ésta ha permitido a sucesivos Gobiernos beneficiarse del apoyo diplomático prestado por el Kremlin (que está a favor de que se conceda a India un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas), así como de una inmensa provisión de armamento (Rusia es, con gran diferencia, el principal suministrador de armas a India).

Sin embargo, en un país con importantes movimientos secesionistas, la política anexionista de Moscú no es del gusto de Nueva Delhi. Muchos en Cachemira se preguntan además por qué son las autoridades indias tan tolerantes con el secesionismo fuera de sus fronteras, y tan rigurosas en el aplastamiento de los movimientos independentistas autóctonos. A su vez, no va en interés de India el que sus buenas relaciones con Rusia entorpezcan su cortejo de los Gobiernos occidentales, y especialmente su "relación estratégica" con Estados Unidos, que, tras varios traspiés, se ha visto relanzada con el reciente viaje de Narendra Modi a EE UU, tras el cual el mandatario indio se ha comprometido a reavivar el impulso de la alianza.

 

Kazajistán: el miedo al gran socio 

Aunque Astaná dio por bueno el referéndum de Crimea, ha optado por una cierta neutralidad en los compases posteriores del conflicto entre Rusia y Occidente. Por un lado, Moscú es el principal socio comercial del país y ambos Estados están unidos por sólidos lazos históricos y culturales. Por otro lado, Kazajistán teme que Rusia pretenda utilizar sus tropas, al igual que en Ucrania o en Georgia, para anexionarse territorios kazajos o administrarlos de facto. Este escenario no parece probable, dado que las relaciones entre Astaná y Moscú son estrechas, pero en el país han causado alerta algunos deslices verbales de Putin refiriéndose a la república centroasiática, que tiene una importante población ruso-parlante, como un país artificial que debe formar parte de la órbita rusa.

Ése es quizás el principal motivo por el que la administración de Nursultán Nazarbayev ha preferido no mostrarse inequívocamente de parte de Moscú, pero hay razones adicionales. Rusia puede ser el principal cliente y proveedor del país, pero otros socios están haciéndose ver y tratando de contrarrestar esa relación privilegiada. Kazajistán ha recibido mucha ayuda de Estados Unidos, incluyendo más de 1.000 millones de dólares para un programa de desmantelamiento de armas de destrucción masiva. A su vez, el petróleo kazajo ha hecho que se radiquen en el país inversores estadounidenses de la talla de ExxonMobil o ChevronTexaco, y tras ellos podrían llegar más. Una invitación adicional a la neutralidad.

 

Turquía: los negocios primero

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Este país se sitúa geográfica y moralmente en el medio de las fricciones. En principio a Turquía, que además es miembro de la OTAN, le disgusta que Rusia adquiera un papel expansivo y demasiado preeponderante en un ámbito (el centroasiático) en el que Ankara y Moscú se disputan una cierta influencia. Sin embargo, los turcos no se han arrojado a los brazos de EE UU y la UE y parecen haber apostado a caballo ganador, reconociendo implícitamente que Moscú tiene el cetro indiscutible en su vecindario y que la UE, debilitada por sus propias disensiones, no tiene poder para frenar las maniobras rusas. Ankara se ha limitado a pedir a Moscú que garantice los derechos de la minoría tártara en Crimea, petición que no parece satisfacerse de momento (el líder de los tártaros ya ha denunciado el regreso de ciertas políticas opresoras de aroma soviético).

El miedo a un deterioro de las relaciones económicas y políticas con Moscú pesa más que la suerte de esa minoría étnica, históricamente maltratada. Ya en mayo, a la industria turística turca le saltaron las alarmas al ver que un canal de televisión estatal ruso recomendaba a los televidentes que pasen sus vacaciones en Crimea en lugar de en Turquía. El anuncio fue de inmediato interpretado como un aviso de Moscú a Ankara para asegurar su complicidad, bajo la velada amenaza de represalias económicas en sectores clave. Y no es sólo el turismo: más de la mitad del gas que consume el país procede de Rusia, mientras que las compañías turcas aspiran a adjudicarse grandes proyectos de construcción en Rusia y su esfera de influencia. Sin embargo, ese enfoque mercantilista que prioriza las relaciones con Moscú tiene implicaciones en el campo de la seguridad: Turquía no puede apearse de la cobertura militar que está forjando la órbita occidental para sus dos vecinos más problemáticos, Siria e Irak.

 

Bielorrusia: beneficios explícitos 

Minsk no ha escondido sus cartas: la erosión de las relaciones entre Rusia y Occidente le favorece. Las sanciones que intercambian Bruselas y el Kremlin se traducen en ganancias económicas para el férreo régimen de Aleksandr Lukashenko, que trata de proveer a unos y a otros. Beneficiado por ambos lados, el país ha hecho gala de su neutralidad, y por ello no es casualidad que la capital bielorrusa fuera precisamente el escenario de un encuentro entre Putin y el líder ucraniano Petro Poroshenko en agosto. Pero, además, el país puede también obtener beneficios de la neutralidad per se. Ya ocurrió con la breve guerra georgiano-rusa del 2008, cuando Minsk, a pesar de la presión de Moscú, se resistió a reconocer la independencia de los territorios semiautónomos de Abjasia y Osetia del Sur, lo que le valió el aguinaldo occidental: préstamos de miles de millones de dólares del FMI.

Con la crisis ucraniana, el régimen de Lukashenko, considerado el último dictador de Europa y habitualmente repudiado por Occidente, puede volver a hacer que lluevan las gratificaciones por su avezada reticencia a aprobar la política expansionista rusa. A su vez, los regalos occidentales no llevarán necesariamente a un enfriamiento de las relaciones con su gran socio ruso, sino que éstas recibirán un nuevo impulso a partir de enero de 2015, cuando comience a estar plenamente operativa la unión aduanera.